La carretera se detenía a más de medio kilómetro de la frontera con Panamá. Solo se podía llegar a la casa con la marea baja, en un carro tirado por un burro que nos llevaba a nosotros y a nuestro equipaje a través de la playa de arena negra. Allí, en la selva tropical, entre el estruendo de las olas del Pacífico y el rugido de los monos aulladores, había ido a aprender sexo tántrico.

Habían pasado menos de dos años desde que dejé mi infeliz matrimonio. Después de que se liquidó el acuerdo del divorcio, decidí gastar parte de él para enviarme a mí misma y a un amigo a aprender sexo tántrico en el paraíso.

Un amigo, no un novio. No estaba en condiciones de unirme a alguien de nuevo, al menos no pronto. Poco después de huir de mi matrimonio, me había enamorado de forma imprudente y tonta de alguien “perfecto”. Pero, por desgracia, también era alguien que había olvidado decirme (hasta que me había enamorado tan profundamente que podía abrir mi corazón y vaciar su contenido en un vaso) que faltaban nueve semanas para que se casara con otra persona.

Así que mi compañero de retiro, Paul, era un “amigo con derechos”, solo para divertirnos físicamente, sin romance. Emocionalmente, nos manteníamos a distancia, en mi caso porque no quería otra relación y en el suyo porque oficialmente todavía estaba en una.

Le había pedido matrimonio impulsivamente a su novia después de ver a un bebé muy lindo en la fila del supermercado y no había sido capaz de escapar del “sí” que obtuvo por respuesta. Se había mudado recientemente de la casa de su prometida sin tener el valor suficiente para decirle más que necesitaba “algo de espacio”. Éramos dos modelos diferentes de desastres amorosos de treinta y tantos años.

Nos conocimos cuando él me contrató para una lectura de poesía en una librería de Brighton, donde ambos vivíamos. Meses más tarde, éramos amigos que compartían historias de relaciones fallidas mientras tomábamos café. Una noche, al abrazarnos para despedirnos, su barba incipiente rozó mi mejilla y me sorprendió un escalofrío.

“¿Paul?”, pensé. “¿En serio?”. Todavía estaba enamorada de mi último novio. Pero mi cuerpo me decía: “Sí, el sexo sería bueno”.

La siguiente vez que vino a platicar, lo invité a que fuéramos amantes “en el sentido francés”. Establecí algunas reglas básicas para que quedara claro: no somos propiedad del otro. No somos pareja en público. Si te acuestas con otra persona, no pasa nada, pero dímelo. Yo haré lo mismo. Podemos decidir cómo nos sentimos al respecto. Si te llamo, devuélveme la llamada el mismo día. Nunca te cocinaré y nunca recogeré tus calcetines.

Tras dejar el amor a un lado, habíamos venido a Costa Rica para aprender a tener el mejor sexo de nuestras vidas. Solo había un problema. En mi ansia por recuperar los años perdidos, no me había dado cuenta de que el retiro estaba pensado como una escapada romántica para parejas, no como un bacanal de sexo.

Paul no tenía dinero. Organizaba eventos literarios y ganaba dinero como repartidor de comida a domicilio. Vivía en un remolque digno del basurero que le había regalado alguien que necesitaba liberar la entrada de su casa, y él lo arrastraba por la ciudad con su auto destartalado, mientras intentaba que no lo multaran. Yo tampoco tenía dinero, hasta que llegó el dinero del divorcio.

Cuando busqué “aprender sexo tántrico”, esperaba encontrar un curso de fin de semana en Londres, a un trayecto corto en tren. Pero lo que me salió fue una semana en Costa Rica, con una segunda semana opcional de “tantra avanzado”.

Las únicas vacaciones que había tenido desde mi luna de miel fueron una Semana Santa lluviosa en Cornualles, justo después de que dejé a mi marido. La palabra “vacaciones” merece unas comillas irónicas. Cuando eres madre soltera y estás a cargo de tres niños menores de 7 años en un remolque azotado por la lluvia, eso no se puede considerar un descanso.

Centroamérica parecía glamurosa. Las fechas coincidían con mi cumpleaños 37, lo que me decía: “Vamos. Es una señal. Te lo mereces”.

“Oye”, le dije a Paul. “¿Se te antoja aprender sexo tántrico en Costa Rica? Yo pago”.

Él aceptó inmediatamente.

“¿Una semana o dos?”, le pregunté.

“Bueno”, dijo, “si vamos a ir tan lejos…”.

Casa Punta Banco estaba situada a unos 45 metros sobre la playa, en un claro con césped, hibiscos y plataneros, cuyo patio trasero eran 10 hectáreas de selva virgen. La casa estaba expuesta a los elementos, pero estos eran principalmente el sol y brisas ligeras.

Los habitantes de la selva tenían acceso libre si lo deseaban. Todas las tardes llegaba una tropa de monos araña para llevarse la fruta que se dejaba en una mesa fuera (para evitar que la robaran de la cocina). Paul, titiritero de formación, ponía voz a los insectos más carismáticos que se movían por las superficies del dormitorio y el baño. El ambiente era “sin límites”. La naturaleza, incluida la propia, no se reprimía.

Ese primer día, nos reunimos alrededor de la mesa para una comida de bienvenida y para conocer a nuestros profesores, Pala y Al, una pareja canadiense de unos 50 años. Nos pidieron que nos presentáramos por turnos.

La primera pareja, neoyorquinos de origen italiano, eran novios desde la infancia y tenían cuatro hijos y una tienda de delicatessen. La siguiente pareja se había formado recientemente; ambos eran divorciados. La tercera pareja estaba intentando reavivar la llama después de que sus hijos se fueron de casa. Y, por último, nos preguntaron a Paul y a mí: “Cuéntennos sobre su relación”.

“No tenemos una relación”, dijimos al unísono. Ni siquiera podía soportar la palabra.

Hubo una pausa incómoda. “¿Reservaron el retiro adecuado?”, preguntó nuestro anfitrión.

Yo me preguntaba lo mismo. “Somos amigos”, dije. “Solo queremos tener buen sexo”.

Aliviados por haber superado ese pequeño bache, no nos dimos cuenta de que lo peor estaba por llegar.

“Un ejercicio para romper el hielo”, dijo nuestro anfitrión. Un ejercicio y luego una hora libre antes de la cena.

Yo esperaba desnudez en público, posturas imposibles. Pero no.

“Vamos a mirarnos a los ojos durante cinco minutos”, dijo nuestro anfitrión.

No. Ni hablar. Bueno, pensé que podría hacerlo. ¿Qué tan difícil podía ser? Para una mujer cuya confianza había sido tan traicionada como la mía, efectivamente resultó ser muy difícil.

Qué vergüenza. El primer ejercicio, fallido. Mientras las otras parejas se retiraban a sus habitaciones para disfrutar de los frutos de este potente potenciador de la intimidad, sugerí que diéramos un paseo por la playa de arena negra.

No había ni un alma a la vista en ninguna dirección. La selva tropical descendía para encontrarse con la arena, y la Casa Punta Banco, la última casa antes de Panamá, se volvió invisible una vez que rodeamos el cabo: parecía una escena de Jurassic Park.

Estábamos completamente solos en el paraíso. Y yo estaba segura de haber cometido un terrible y devastador error. Conocía su historial sentimental. Sabía que temía sentirse atrapado y asfixiado. ¿Qué otra cosa podía parecer esto sino una especie de truco para atraparlo en la intimidad?

Estaríamos ahí dos semanas y, al parecer, el objetivo era crear un vínculo profundo. Estaba a punto de asustar a Paul y destruir lo único divertido de mi vida. El silencio entre nosotros se había vuelto vergonzosamente largo. Alguien tenía que decir algo.

Me giré hacia él y le dije: “Ojalá no te hubiera traído”.

Él se detuvo para mirarme y dijo: “¡Oh!, Ros”. Para mi sorpresa, sus ojos se llenaron de lágrimas. “Mi mundo acaba de derrumbarse. Creo que estoy enamorado de ti”.

Estupefacta, dije: “Pensé que había arruinado algo bueno”.

Me tomó la mano: “No. No”.

Nos quedamos despiertos toda la noche hablando y llorando. Sin nuestras armaduras, nos confesamos nuestras vulnerabilidades. Yo había perdido a mi padre por un divorcio y a mi hermano por un cáncer. Mi miedo al abandono me había llevado directamente a las garras de un mal matrimonio. Luego yo misma me había roto el corazón al enamorarme rápidamente de alguien que no podía estar conmigo. Ahora me aterrorizaba amar a alguien.

“Nadie me había concedido nunca tantas libertades”, dijo él. “¿Por qué arriesgarme a perderte tomándolas?”.

Después de eso, todos los ejercicios de intimidad parecían fusionarnos en una sola entidad. Al final de la primera semana, en una ceremonia tántrica, nos casamos. Nos desnudamos y nos pusimos de pie bajo una cascada, simbólicamente purificados de nuestro pasado por el agua de la montaña. Luego, vestidos con pareos, intercambiamos guirnaldas de hibisco que yo había arrancado de los arbustos y nos prometimos votos de igualdad respetuosa.

Habíamos dejado Inglaterra bajo la nieve como amantes secretos. Dos semanas más tarde, regresamos bajo el cielo nublado de febrero, ante nuestros amigos estupefactos y su madre horrorizada, con la noticia de que nos habíamos casado.

En consonancia con la libertad con la que habíamos comenzado, hicimos nuestros votos renovables en lugar de permanentes.

Pero unos años más tarde nos casamos legalmente. Y el próximo febrero se cumplirá un cuarto de siglo desde que estuvimos desnudos bajo esa cascada y nos elegimos el uno al otro. Desde entonces, hemos seguido eligiéndonos.