Luis Martinez seguía intentando averiguar cómo decirle a su hijo de 11 años que su cáncer podría haber regresado, cuando sonó su teléfono. Entrecerró los ojos para distinguir el nombre del entrenador de fútbol de su hijo.
El entrenador quería saber si Luis podía llevar a su hijo, Rooney, a un torneo en Seattle, a tres horas de distancia. Una baja de última hora significaba que su equipo tenía de repente la oportunidad de competir contra los mejores jugadores del estado.
Rooney estaba en la habitación de al lado haciendo sus ejercicios nocturnos de juego de pies, y el balón rebotaba contra la pared. Luis asumió que querría ir. Cerró los ojos. Antes sentía que sabía exactamente cómo mantener a su hijo a salvo, pero últimamente no estaba tan seguro.
El entrenador había llamado en lugar de enviar un mensaje de texto porque a Luis le costaba leer los mensajes. Sus ojos habían sufrido daños dos años antes, cuando tenía 38 años y casi había muerto por un cáncer relacionado con el trabajo que había realizado toda su vida adulta: combatir incendios forestales para el gobierno federal.
El entrenador esperó. Para tener posibilidades de ganar, el equipo necesitaba a sus mejores jugadores, y Rooney era uno de ellos.
Se ofreció a pagar las cuotas de inscripción y luego volvió a preguntar: ¿podrían hacer el viaje?
Luis dudó. Su doctora le había dicho que no le gustaban los resultados de sus últimos análisis de sangre y le había programado más pruebas. Le había advertido que prestara atención a su fatiga. Probablemente, un viaje largo en coche era más de lo que su cuerpo podía soportar.
Cuando Luis llamó a Rooney para preguntarle si quería hacer el viaje, este aceptó inmediatamente. Durante semanas, había notado que algo le pasaba a su papá. Luis se movía más lentamente y acudía a la clínica con más frecuencia. Por eso, Rooney intentaba estar cerca de él y esforzarse más para que se sintiera orgulloso. Practicaban fútbol todas las tardes hasta que se ponía el sol y la mayoría de los fines de semana buscaban partidos locales. Un viaje por carretera significaría más tiempo juntos después de que Luis hubiera pasado meses lejos por los incendios forestales.
En su pequeño y aislado pueblo, casi todo el mundo estaba vinculado con las empresas privadas que el gobierno contrataba para combatir los incendios. Las enfermedades relacionadas con el humo eran una realidad compartida. También lo eran las redadas periódicas contra los migrantes. Últimamente, la carretera a Seattle se estaba convirtiendo en un corredor para las redadas del ICE.
Las familias se quedaban en casa, a la espera de que el peligro amainara. Pero Luis no creía que tuviera tiempo para eso. Le dijo al entrenador que intentarían ir. Tenía una semana para decidir.
Luis tenía aproximadamente la misma edad que Rooney cuando su papá lo sacó de la escuela para trabajar en los campos de México. A los 18 años, cruzó el desierto y llegó a Mattawa, un pueblo de 3500 habitantes en la cuenca del río Columbia, en Washington. Casi en su totalidad latino y rodeado de kilómetros de huertos, el poblado había quedado al margen de las autopistas y las cadenas de tiendas. La mayoría de los vecinos de Luis habían llegado de la misma manera, cruzando ilegalmente la frontera y aceptando cualquier trabajo que se les ofreciera.
Luis se acostumbró rápidamente a podar árboles frutales en invierno y combatir incendios en verano.
Trabajaba para una empresa privada de extinción de incendios, pero sobre el terreno todos recibían órdenes de los supervisores del Servicio Forestal de los Estados Unidos. Por lo general, se le asignaba la “limpieza”, una de las partes del trabajo que más lidiaba con el humo. Una vez que las llamas se habían extinguido, se ponía a gatas para buscar los puntos que aún ardían. Cuando encontraba brasas rezagadas, las apagaba con tierra.
Al final del día, la ceniza y la arena le llenaban la nariz y la boca. Podía hacer esto durante semanas, envuelto en un humo tóxico que, como el Servicio Forestal sabe desde hace años, puede perjudicar el corazón y los pulmones y provocar cánceres mortales.
Con el tiempo, se dio cuenta de lo inconsistentes que eran las directrices. Un día, a su equipo se le podía ordenar que limpiara todo lo que hubiera en un área quemada de tres metros; otro día, de 30. A veces, los supervisores los enviaban una y otra vez al mismo lugar, para remover más cenizas. “Era como: ‘Hemos estado aquí cinco veces, no queda nada’”, dijo.
Pensó que al menos eran tareas más seguras, más alejadas de las llamas. En realidad, la limpieza es uno de los trabajos más cancerígenos en un incendio.
Los propios investigadores del Servicio Forestal advirtieron en 2016 que los supervisores asignaban tareas de limpieza con más frecuencia de la necesaria, lo que ponía en peligro la salud de los bomberos. La política de la agencia es limitar la limpieza a lo estrictamente necesario. Sin embargo, en la práctica, ese trabajo se sigue realizando con frecuencia, solo que ahora recae en los migrantes.
Decenas de las empresas de extinción de incendios en las que confía el gobierno se basan en la mano de obra migrante. Los defensores de los trabajadores y el organismo de control interno del Servicio Forestal han estimado que hasta el 70 por ciento de estos bomberos son indocumentados.
En sus 30, Luis había visto a muchos compañeros de su edad caer enfermos: insuficiencia cardíaca, cáncer incurable, problemas pulmonares que los dejaban sin trabajo. Su empresa no ofrecía seguro médico. Cuando alguien enfermaba, Luis pasaba días cocinando carnitas para venderlas en el pueblo y recaudar dinero.
Pensaba que acabaría regresando a México, pero entonces nació Rooney. Llamado así por Wayne Rooney, la estrella del Manchester United considerada uno de los mejores jugadores de Inglaterra, Rooney vivía principalmente con Luis. Siempre habían sido inseparables, según la madre del niño. Ella vivía cerca y se llevaba a Rooney cuando su padre estaba apagando incendios.
Cuando Rooney cumplió 7 años, Luis le compró un balón de fútbol y empezó a llevarlo a torneos. Pronto lo invitaron a unirse a un equipo competitivo, y Luis comenzó a soñar con una beca universitaria. Guardaba las carpetas de tareas de Rooney en la mesa y alineaba sus trofeos de fútbol y certificados de asistencia perfecta a lo largo de la pared de la cocina. Cuando estaba fuera por la temporada de incendios, llamaba a su hijo todas las noches.
Parecía una vida estable. Entonces, un día de 2023, la vista de Luis se nubló de repente, como si unas telarañas le cubrieran los ojos. Después de que acudiera a urgencias, le diagnosticaron rápidamente una leucemia inusual que a menudo provoca hemorragias potencialmente mortales. En el caso de Luis, la hemorragia había comenzado en los ojos.
Cuando Rooney llegó a la habitación del hospital donde estaba su padre, Luis solo pudo reconocerlo por su voz. El niño era solo una sombra en el marco borroso de la puerta.
Rooney comenzó a visitarlo casi todos los días después de la escuela. Le cambiaba los calcetines a su padre y se comía sus vasitos de gelatina. Por la noche, se metía en la cama del hospital y pedía quedarse a dormir.
El Servicio Forestal reconoce que el humo de los incendios forestales está relacionado con la leucemia y otros tipos de cáncer. Cuando los bomberos que trabajan directamente para el gobierno federal enferman de estas afecciones, tienen derecho a la cobertura del seguro de accidentes laborales, que paga la atención médica. Pero estos beneficios no se extienden a los trabajadores contratados como Luis.
Después de un mes en el hospital, recibió una factura de 133.000 dólares. Ganaba 20 dólares por hora combatiendo incendios, una cifra que se reducía después de los impuestos y las deducciones por Medicare, el Seguro Social y otras prestaciones que, como migrante indocumentado, no podía utilizar. “Hay mucha gente que prefiere morir en México”, dijo. “Pero mi lugar está aquí, con Rooney”. Luis pidió al hospital que le estableciera un plan de pago.
Cuando el hospital lo envió a casa, todavía veía el mundo en sombras y necesitaba inyecciones regulares en los ojos. Por la noche, mientras preparaba la cena, a veces se cortaba las yemas de los dedos.
Quería proteger a Rooney tanto como fuera posible, así que seguía vistiéndose todos los días e iba a los huertos, donde se sentaba al sol mientras sus amigos trabajaban. Ellos recaudaron dinero para él, como él había hecho por otros. Luis guardaba una lista de todas las personas que le habían ayudado, más de cien nombres, doblada en el armario junto a la ropa de su hijo.
Después de 11 meses de quimioterapia, Luis entró en remisión el año pasado, aunque sus médicos le explicaron que no estaba curado. Su visión había mejorado lo suficiente como para conducir y realizar las tareas diarias. Le dijeron que buscara un trabajo más ligero, tal vez en una tienda. Pero en Mattawa solo había dos tipos de trabajos: los huertos o los incendios. Y los incendios pagaban mejor. Así que en abril pidió que lo volvieran a incorporar a un equipo.
Durante años, Luis había compadecido a los hombres enfermos que seguían volviendo a los incendios. También pensaba que eran imprudentes, que anteponían el dinero a la seguridad y ponían en peligro a sus compañeros de equipo.
Ahora sentía que tenía que ir, incluso cuando Rooney le pidió que no lo hiciera. “Le dije que aquí todo el mundo tiene que trabajar para poder comer”, dijo Luis.
Pronto pudo empezar a pagar las facturas. Pero sentía que el trabajo se estaba volviendo más peligroso.
En agosto, un bombero que había crecido cerca de Luis sufrió un ataque al corazón y murió en un incendio en Montana. Días después, agentes de migración se presentaron en un incendio forestal en Washington y apartaron a un equipo para interrogarlo. Un bombero fue deportado. Otro, que vivía en el país desde los 4 años, fue enviado a un centro de detención.
Después de la redada, algunos de los colegas de Luis empezaron a rechazar los despliegues. Los que decidieron seguir intentaron no llamar la atención.
Durante un gran incendio en octubre, The New York Times observó cómo un equipo de la compañía de Luis fue enviado junto con dos equipos del gobierno a una ladera que se había quemado parcialmente. Cuando el supervisor les pidió que comprobaran si había cenizas humeantes, los dos jefes de los equipos del gobierno dijeron que no valía la pena exponerse al humo: era probable que el fuego volviera a arrasar la zona de todos modos.
Pero los bomberos migrantes se pusieron directamente a trabajar. Subieron a la colina carbonizada y gritaron advertencias en español mientras el humo los envolvía. Hurgaron en los agujeros, encontraron raíces humeantes y removieron las brasas. Continuaron hasta que oscureció.
Al día siguiente, toda la ladera se quemó.
Los supervisores del Servicio Forestal dijeron a The New York Times que se sienten presionados para asignar tareas de limpieza incluso cuando no es estrictamente necesario. Los residentes se alarman cuando el humo persiste. Los supervisores también temen que se les culpe si el fuego se reaviva, una preocupación agudizada por el incendio de Palisades en Los Ángeles, que pudo haber comenzado con una brasa residual. A menudo encargan las tareas de limpieza a contratistas. (El Servicio Forestal dijo que “la limpieza es la etapa en la que aseguramos los logros conseguidos con tanto esfuerzo en la extinción de un incendio” y los supervisores están capacitados para sopesar los riesgos frente a los posibles beneficios).
Cuando terminó la temporada de incendios, Luis estaba agotado. Le dolían los músculos, se le entumecían las piernas y no podía seguir el ritmo de Rooney durante sus entrenamientos diarios de fútbol. Se dijo a sí mismo que tal vez era por su edad, ahora tenía 40 años. Pero a finales de octubre, se hizo unos análisis de sangre. Los médicos le dijeron cosas que no comprendió del todo y le pusieron una inyección. “Me dijeron que los resultados eran muy malos y que estaba empeorando”, dijo.
Luis se había guardado la noticia para sí mismo, y la llamada del entrenador llegó justo cuando estaba tratando de averiguar cómo podía descansar cuando las facturas seguían acumulándose y tenía un hijo de sexto grado que dependía de él. Ahora estaba sentado junto a Rooney en la misa, debatiéndose entre hacer el viaje o no.
Últimamente había tanta gente que quería rezar que su iglesia, Nuestra Señora del Desierto, había trasladado sus servicios a un almacén. La misa se celebraba en español y casi todos los bancos estaban ocupados por bomberos y sus familias. Cuando el incienso llenó la sala, algunos empezaron a toser.
En la parte de atrás, Luis se arrodilló y rezó pidiendo protección. Rooney apoyó la cabeza en el hombro de Luis y repitió el deseo que había pedido todos los días desde que su papá volvió a trabajar como bombero: por favor, que no se vuelva a enfermar.
Después de la misa, se dirigieron en coche a hacer ejercicios de fútbol junto a un huerto. Normalmente daban unas vueltas de calentamiento juntos alrededor del campo. Pero hoy, Luis dejó que Rooney corriera delante mientras él luchaba por dar una vuelta.
“Sé que estoy enfermo otra vez”, dijo en voz baja. “Puedo sentirlo”. Se detuvo para recuperar el aliento y vio a Rooney correr hacia él.
El día antes del torneo, volvieron a entrenar.
“¿Vas a llevarlo?”, preguntó otro padre. Estaban de pie al borde del campo, con las manos metidas en los bolsillos para protegerse del frío, viendo practicar a sus hijos. “¿No estará allí el ICE?”.
Luis no lo sabía. Mattawa todavía se sentía segura y aislada, pero los bomberos que trabajaban para su empresa estaban siendo detenidos en las ciudades más cercanas a Seattle. Le dijo al otro padre que esperaba que el ICE no hiciera una redada en un torneo de fútbol infantil. “Sería demasiado cruel”, dijo.
Rooney pasó corriendo, con las mejillas sonrojadas. Luis le hizo señas para que volviera a su posición y volvió a colocar los conos. La mayoría de los demás niños del equipo, que tenía su sede en una ciudad más grande a una hora de distancia, entrenaban en academias de fútbol. Luis y Rooney habían aprendido los ejercicios viendo videos en el teléfono de Luis.
Cuando regresaban a casa, Luis se mantenía 15 kilómetros por debajo del límite de velocidad y esperaba en las señales de alto hasta que la carretera estuviera despejada en todas las direcciones. Su vista había mejorado, pero seguía conduciendo solo durante el día, cuando el clima estaba despejado.
Acababa de entrar en la casa cuando llamaron a la puerta. Era el reclutador que lo había enviado a su primer equipo de bomberos forestales a los 18 años, que pasaba por allí porque había oído que el ICE estaba patrullando las carreteras.
Según dijo, habían detenido a todo un equipo con sede en Oregón. “Si el próximo verano empiezan a pedir documentos, pasaremos de 15 equipos a cinco”.
Luis miró a su alrededor para ver si Rooney estaba escuchando, pero parecía absorto en un videojuego.
Cuando enfermó por primera vez, Luis pidió dinero prestado para poder aplicar a un programa de ayuda humanitaria que protege a los migrantes con enfermedades graves de ser deportados. El alcalde le escribió una carta de referencia. Su abogado le dijo que tenía muchas posibilidades. Pero este año, bajo la presidencia de Trump, su caso se estancó.
Después de que Rooney se quedara dormido a su lado, Luis se puso a navegar por su teléfono, con el texto configurado en el tamaño más grande. Vio alertas en tiempo real del ICE, recaudaciones de fondos para gastos legales, publicaciones sobre cómo proteger a los niños si sus padres eran deportados.
Luis pasó a ver videos de entrenamiento. Observó a su hijo respirar bajo la pesada manta.
“Estamos solo nosotros”, dijo. “Tengo que asegurarme que siga por el buen camino”.
Luis cerró los ojos. Mañana, decidió, irían en coche a Seattle.
Antes de partir, Luis y Rooney inclinaron la cabeza ante un pequeño altar que tenían en la cocina. Luis rezó en memoria de sus padres y a Dios para que los protegiera en el camino. Rooney rezó para jugar bien.
Luis guardaba sus documentos de migración en la guantera. De pie en la soleada entrada de su casa, alisó y fotografió cada página.
“Así, si los rompen, todavía los tendré”, dijo. Había oído que lo mejor que podía hacer si lo paraban era simplemente negarse a responder a cualquier pregunta. “No puedo responder a eso”, dijo en voz alta en español. Mientras practicaba unas cuantas veces más, Rooney tiró su mochila en el asiento trasero y esperó.
En una gasolinera a las afueras de la ciudad, Rooney corrió por los pasillos. Escogió una salchicha rebozada para él y nada para Luis. Había visto un folleto titulado “¿El azúcar alimenta el cáncer?” en el consultorio de un médico y no quiso tentarlo. “Tengo que asegurarme de que se mantenga sano”, dijo Rooney.
Entre los incendios del verano, Luis había encontrado trabajo en los huertos y, por primera vez, Rooney lo había acompañado. Rooney dijo que quería ayudar a pagar su ropa para la escuela. Al ver a su hijo llegar a casa cubierto de polvo y agotado, Luis se preocupó de estarlo transmitiendo la misma carga que él había experimentado de niño. Le dijo a Rooney que era para que recordara por qué eran importantes la escuela, el fútbol y las becas universitarias.
“Pero él ya entiende demasiado”, dijo Luis. “Ahora habla como un adulto”.
De vuelta en la autopista, Luis escudriñaba el arcén como había hecho durante la limpieza de los incendios, en busca de cualquier cosa que llamara la atención. El silencio entre ellos se hizo más profundo cuando pasaron junto a un coche patrulla estacionado.
Rooney estaba demasiado nervioso como para poder dormir y pasó las horas hasta llegar a Seattle jugando con su teléfono.
En el complejo deportivo donde entrenaban los equipos profesionales de Seattle, Luis y Rooney observaban a los niños de los otros equipos. Eran altos y tenían los logotipos rapados en sus cortes de pelo de peluquería. Sus botas con tacos procedían del centro comercial, no se las habían enviado familiares de México. Llevaban uniformes planchados con sus nombres estampados. El de Rooney decía “James”, una prenda heredada del entrenador.
El equipo de Rooney, los Cubs, tendría que ganar todos sus partidos en este primer día para llegar a la final. El entrenador retuvo a Rooney en la banca hasta que el equipo iba perdiendo 0-2. Cuando entró, marcó tres goles en pocos minutos.
Después del tercer gol, Rooney miró a su papá y vio que estaba orgulloso. “Diviértete, Rooney”, le gritó Luis.
Luis no podía distinguir la expresión del rostro de Rooney, solo el número que llevaba en la espalda. Pero se sabía los ejercicios de memoria y se sentía bien ver cómo los ponía en práctica. Era un poco como estar en la línea de fuego, donde todos tiraban en la misma dirección.
El equipo ganó todos los partidos ese día. Luis y Rooney pasaron la noche en casa de un amigo en Seattle, y Luis cocinó para todos. Los restaurantes y las iglesias estaban casi vacíos, dijo el amigo; el ICE había estado patrullando toda la semana.
A la mañana siguiente, en el complejo, Luis observó a Rooney calentar. Se alegraba de haber venido. “Es lo único que puedo darle”, dijo. “Mostrarle, cuando yo ya no esté, que lo quería y lo apoyaba en las cosas que le importaban. Lo recordará cuando sea mayor y trate de encontrar su camino”.
Pronto sería hora de ponerse en camino. Rooney se quedaría dormido contra la ventanilla del coche, con una medalla sobre el pecho.
A Luis le esperaban más exámenes y citas médicas al regresar a casa. Pero no se lo diría a Rooney. Al menos no todavía.
