Kilmar Armando Abrego Garcia, de 16 años, llamó a su hermano mayor en la lejana Maryland con noticias sorprendentes. Había llegado a la frontera de Texas. Se había escapado.
Según cuenta su familia, así empezó su periplo por Estados Unidos. Dicen que durante años, en El Salvador, una pandilla llamada Barrio 18 los había aterrorizado, extorsionando a su madre para que les diera dinero de su pequeño negocio de tortillas y pupusas, amenazando con dejarlos a todos muertos en una zanja, además de presionar cada vez más al joven Kilmar, tanto adentro como afuera de la escuela, con amenazas cada vez más graves.
“Van a aparecer en bolsas negras’”, dijo su madre entre lágrimas, recordando los mensajes telefónicos de la pandilla. “Esas eran las palabras que decían”.
Viendo un futuro sombrío, el adolescente se fue siguiendo el viejo y peligroso camino conocido por tantos otros migrantes antes que él, incluido su hermano mayor. Se marchó hacia el norte, atravesó el desierto y el río, hacia México y luego a Estados Unidos.
Durante la siguiente decena de años, la vida estadounidense de Abrego Garcia se desarrolló principalmente en Maryland. Trabajó en la construcción. Se casó. Y ayudó a criar a tres hijos, todos con necesidades especiales. También, en repetidas oportunidades, fue acusado por su esposa de malos tratos verbales y físicos, y el presidente de Estados Unidos lo señaló como miembro de una pandilla.
El 15 de marzo, el accidentado periplo estadounidense de Abrego Garcia lo devolvió al sur de Texas, inmovilizado. Allí, en la pista del aeropuerto de Harlingen, estaban tres grandes aviones con destino a El Salvador.
Dos estaban reservados para migrantes no autorizados que iban a ser deportados sin el derecho constitucional al debido proceso, bajo la acusación de pertenecer a una conocida pandilla venezolana. El tercer avión era para otras decenas de inmigrantes a quienes, según el gobierno, al menos se les había dado la oportunidad de defender su caso en una audiencia.
Fuera cual fuera su pasado, todos los detenidos, más de 260, iban a ser enviados por el gobierno del presidente Donald Trump a una prisión salvadoreña de máxima seguridad famosa por sus condiciones inhumanas.
Mientras captores y cautivos esperaban el despegue, algunos nombres fueron sacados del manifiesto del avión por diversos motivos, y se añadió el de Abrego Garcia. Se trataba de un error: una actualización perversa.
Seis años antes, un juez federal de inmigración había prohibido expresamente al gobierno, de manera indefinida, devolver a Abrego Garcia a El Salvador, su país natal, donde la actividad de las pandillas podía seguir siendo una amenaza para su vida. Sin embargo, en un giro kafkiano, fue devuelto a su patria encadenado.
El motivo fue que el gobierno de Trump aseguró que formaba parte de una pandilla criminal salvadoreño-estadounidense llamada MS-13, un señalamiento en parte basado en su ropa y sus tatuajes.
The New York Times realizó casi dos decenas de entrevistas en Maryland y El Salvador, y revisó documentos y grabaciones judiciales en varias jurisdicciones, para construir un retrato más completo de Abrego Garcia. Abrego, un obrero metalúrgico sin antecedentes penales pero con roces con las fuerzas del orden, se ha convertido en un símbolo para ambos bandos de un agitado debate estadounidense: quienes apoyan las medidas tomadas por el presidente Trump para reprimir la inmigración ilegal y quienes creen que sus esfuerzos suponen una extralimitación cruel y contraria a la Constitución.
Aún no se sabe si Abrego es miembro de la pandilla MS-13, como insiste, con igual vehemencia, el gobierno de Trump y como niegan sus familiares.
“Tal vez, pero tal vez no”, escribió el juez J. Harvie Wilkinson III, jurista conservador de un tribunal federal de apelaciones de Virginia, al reflexionar sobre si Abrego Garcia era miembro de una pandilla.
“Independientemente de eso, sigue teniendo derecho al debido proceso”.
En la pista de Harlingen, un Airbus A320 empezó a zumbar y a moverse. Apenas tres días antes, Abrego Garcia manejaba por los suburbios de Maryland, con su hijo discapacitado de 5 años bien sujeto en una sillita en la parte de atrás, cuando un agente lo obligó a parar en lo que parecía ser un control de tráfico rutinario.
Ahora era él quien estaba en un asiento, en un avión que se elevaba sobre el suelo estadounidense cuando el sol empezaba a ponerse en el cielo despejado de Texas.
De El Salvador a Home Depot
El barrio obrero de Los Nogales, situado en las colinas de las afueras de San Salvador, es modesto pero acogedor, y los vivos colores de sus casas de bloques de hormigón se ven realzados por las buganvillas y los exuberantes jardines de plantas en macetas. Fue aquí donde Abrego García perdió la alegría de la niñez ante la amenaza constante de la violencia de las pandillas.
Nació en 1995 y es hijo de Armando Abrego, exsoldado y expolicía que manejaba un taxi, y de Cecilia Garcia de Abrego, quien vendía tortillas y pupusas caseras desde el garaje de su estrecha casa de dos dormitorios. Los vecinos recuerdan a Kilmar, el menor de los cuatro hijos de la pareja, como un travieso amante del fútbol a quien le gustaba alborotar las cosas: llamar a los timbres y salir corriendo, hablar de manera atrevida con las personas mayores, y meterse en líos.
“Kilmar era una persona muy traviesa”, recordó un íntimo amigo de la infancia llamado Carlos, quien pidió que no se utilizara su nombre completo por temor a su seguridad. “Si quizás lo hacía con una mala o buena intención, no sabría decirle, pero sí sé que era una persona que le gustaba hacer travesuras y que le gustaba buscar pleito”.
La madre del amigo, que también pidió que no se revelara su nombre por motivos de seguridad, dijo que las travesuras de Abrego García a veces iban demasiado lejos, lo que provocaba que los padres de otros niños fueran hasta la tortillería de su madre para exigir que se controlara al niño.
“Era un niño inquieto”, dijo Blanca Galdamez, una vecina. “Yo considero que era un niño normal”.
La madre de Abrego García estaba de acuerdo. Durante una entrevista reciente, sonrió al recordar cómo él y sus hermanos ayudaban al negocio familiar comprando suministros y haciendo entregas. Contó que vendían pupusas cuatro días a la semana y tortillas siete días a la semana y que su hijo colaboraba.
Pero el auge de las pandillas criminales había empezado a afectar la vida cotidiana salvadoreña, y las espeluznantes secuelas de su violencia se retrataban vívidamente en las noticias nocturnas. Los residentes de Los Nogales dicen que, en su mayor parte, no sufrieron daños, y que no hay grafitis que indiquen que su barrio es territorio de la MS-13 o del Barrio 18. Pero las escuelas de la ciudad, incluida la de Kilmar, se estaban convirtiendo en focos de violencia de pandillas.
Cesar Abrego Garcia, hermano mayor de Kilmar, dijo que podía sentir cómo se acercaba la violencia. Se dirigió al norte, a México y, finalmente, a Estados Unidos.
César, quien ahora es ciudadano estadounidense y electricista titulado en Maryland, dijo que fue muy duro dejar a su familia para estar solo en Estados Unidos. Pero que valió la pena porque, cree, ya estaría muerto si se hubiera quedado en El Salvador.
En sus llamadas telefónicas a casa, dijo César, se enteraba de que Barrio 18 estaba extorsionando al negocio familiar de pupusas y que tenía en la mira a su hermano menor, Kilmar.
La familia tuvo que desconectar el teléfono, dijo.
Un día de 2011 o 2012, el adolescente inició su desafiante viaje a Estados Unidos, probablemente con la ayuda de contrabandistas de personas a los que había pagado. No tardó en llegar al condado de Prince George, en Maryland, para unirse a las filas de los trabajadores indocumentados que, por necesidad, se dedican a todos los oficios, trabajando en la construcción, remodelando casas y reparando sistemas de aire acondicionado.
Encuentran estos trabajos a través de familiares, de boca en boca o reuniéndose en puntos de encuentro designados como, por ejemplo, el estacionamiento de un Home Depot.
Concesión de un estatuto especial
En 2016, la vida le había dado a Jennifer Vasquez mucho con que lidiar. Nacida y criada en Fairfax, Virginia, tenía 20 años, trabajaba en la consulta de un quiropráctico, estaba saliendo de una relación abusiva y criaba a dos niños pequeños que requerían mucha atención y cuidados. Su hija de 2 años tenía epilepsia y su hijo de 1 año es autista.
Por esa época, un amigo del trabajo le presentó a un joven obrero llamado Kilmar Abrego Garcia. Tardaron un par de años, pero finalmente, en 2018, tuvieron su primera cita durante sus descansos laborales. Almorzaron en el coche de él, en la obra en la que trabajaba. Abrió una bolsa y sacó dos jugos para ellos, y dos caramelos para los hijos de ella.
“Hubo una chispa instantánea”, dijo ella.
Al cabo de unos meses, vivían juntos. Al recordar cómo Abrego Garcia hacía diligencias, recogía a los niños del colegio y atendía a su hija propensa a sufrir convulsiones, Vasquez dijo: “Siempre he dicho que la sangre no define a la familia”.
Pero esta nueva familia se enfrentó a dificultades. En agosto de 2018, la expareja de Vasquez, un trabajador de la construcción llamado Edwin Trejo Ramos, presentó una petición judicial solicitando la custodia inmediata de sus dos hijos, alegando en parte que estaban en peligro porque ella “salía con un miembro de una pandilla”.
Un juez consideró que el asunto no era urgente, y el caso se desestimó más tarde, a principios de 2019. En noviembre de ese año, Trejo Ramos fue acusado de violar a una niña de 13 años. Finalmente fue declarado culpable y condenado a prisión.
Vasquez se enteró de que ella y Abrego Garcia iban a tener un hijo, y su embarazo implicaba un alto riesgo médico. Dijo que, con constantes citas e inyecciones semanales, su pareja la instó a descansar todo lo posible mientras que “él haría todo lo que pudiera para pagar nuestras facturas”.
Eso es lo que Abrego Garcia intentaba hacer el 28 de marzo de 2019. Tras llevar a su novia embarazada al trabajo, se paró junto con otros tres hombres en un lugar designado para los jornaleros afuera de un Home Depot en Hyattsville, Maryland, suburbio de Washington, donde las camionetas tienen pintadas que dicen: “Alquílame a partir de 19 dólares”. Esperaba que lo contrataran por ese día. El salvapantallas de su teléfono, una ecografía de su hijo que estaba por nacer, de quien acababa de saber que era un niño, reflejaba su motivación.
Un hombre se acercó a los obreros mientras charlaban, pero no era un contratista en busca de trabajo, sino un agente de policía de Hyattsville que pensó que estaban merodeando. Dos de los hombres, ninguno era Abrego Garcia, arrojaron botellas de plástico que contenían marihuana debajo de un vehículo estacionado.
Los cuatro hombres fueron esposados y llevados a la comisaría de Hyattsville del Departamento de Policía del condado de Prince George para ser interrogados. Un agente con experiencia en la investigación de pandillas identificó a uno de los hombres como “Bimbo”, miembro de la camarilla Sailors Locos Salvatruchos con un amplio historial delictivo, y al segundo como otro miembro de la pandilla llamado “Maniaco”. En cuanto al tercer hombre, los agentes “no pudieron determinar su afiliación a la pandilla” y “se le mandó seguir su camino”, según un informe policial titulado “Hoja de entrevista sobre el terreno a la pandilla”.
Quedaba Abrego Garcia, a quien se describió como un hombre de 1,70 metros, unos 90 kilos, pelo corto y barba. Llevaba una gorra de los Chicago Bulls y una sudadera con capucha con una representación de “rollos de dinero cubriendo los ojos, las orejas y la boca de los presidentes en las distintas denominaciones”.
El informe afirmaba que el atuendo era “indicativo de la cultura de las pandillas hispanas”, y que la gorra de los Bulls representaba a “un miembro en regla de la MS-13”. Además, decía que una fuente fiable y anónima había identificado a Abrego Garcia como miembro de la camarilla de los Westerns Locos de la MS-13, y que era conocido como “Chele”.
Abrego Garcia admitió estar en Estados Unidos sin la documentación adecuada, pero negó ferozmente ser miembro de una pandilla; de hecho, no tenía antecedentes más allá de varias infracciones de tráfico. Es más, la clica Westerns Locos de la MS-13 opera desde la localidad de Brentwood, en Long Island, pero sus abogados dirían más tarde que él nunca había vivido en el estado de Nueva York. En cuanto a la sudadera, que mostraba rollos de dinero y la cara de Benjamin Franklin —no eran varios presidentes, como decía el reporte policial—, Vasquez diría después que se la compró a su novio tras ver el diseño en Fashion Nova, un sitio web de ropa.
El informe y uno de sus autores tendrían otros problemas. Por un lado, el informe indicaba que Abrego Garcia estaba detenido en relación con una investigación de asesinato, referencia que no se hacía en ningún otro lugar y que no se volvió a mencionar. Un agente de la unidad de pandillas implicado en el encuentro, Ivan Mendez, sería suspendido días después y finalmente despedido; más tarde se declararía culpable de mala conducta tras admitir que facilitó información confidencial a una mujer a la que pagó por sexo.
Vasquez pasó aquella noche presa del pánico, sin saber por qué no la había recogido en el trabajo, sin saber dónde estaba ni por qué tenía el teléfono apagado. Pero a la mañana siguiente llamó con una explicación: ahora estaba bajo custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas.
La pareja sufrió el infierno de la incertidumbre. Ella estaba lidiando con su arriesgado embarazo, cuidando de dos niños con necesidades especiales, tratando de mantener su hogar con un solo sueldo, trabajando como defensora de su marido y temiendo que su hijo no conociera a su padre. Y él estaba tras la alambrada de un centro de detención a unos 32 kilómetros de casa, luchando por demostrar que no era miembro de una pandilla.
A finales de junio, tres meses después de la detención de Abrego Garcia, se celebró una ceremonia de boda en un lugar que no aparece en los folletos nupciales: el Centro de Detención del Condado de Howard, en Jessup, Maryland. Allí, separados por una mampara de cristal, Vasquez y Abrego Garcia intercambiaron votos en presencia de un pastor. Al no poder tocarse, intercambiaron los anillos con la ayuda de un funcionario de prisiones.
En agosto, Vasquez fue sometida a una cesárea. Su hijo nació con una deformidad congénita de las orejas y, según se determinaría más tarde, era autista e incapaz de hablar.
El nacimiento se produjo entre los procedimientos judiciales de inmigración en los que Abrego Garcia intentó luchar contra su deportación solicitando una excepción humanitaria que le permitiera permanecer en Estados Unidos, alegando el acoso de las pandillas a su familia en El Salvador. El gobierno argumentó que debía denegársele esa solicitud debido a su presunta pertenencia a una pandilla.
Lucia Curiel, abogada de Abrego Garcia en ese momento, recordó que el gobierno presentó un caso especialmente agresivo contra su cliente. Su audiencia duró dos días a lo largo de varios meses, cuando los procedimientos similares solo suelen durar unas horas. Sin embargo, prevaleció, y el juez de inmigración le concedió un estatus especial, la “suspensión de la expulsión”, que le prohibía ser deportado a El Salvador.
“El juez no lo habría considerado creíble ni le habría concedido ningún tipo de exención si hubiera creído que Kilmar era miembro de una pandilla”, dijo Curiel.
Por ahora, el menos, Abrego Garcia era libre.
En busca de órdenes de protección
En un mundo de cuento de hadas, Abrego Garcia simplemente regresaría al condado de Prince George, sin llamar nunca más la atención de las fuerzas de seguridad. Se mezclaría en la sociedad multirracial del condado, donde más de la mitad de los residentes son afroestadounidenses y una cuarta parte hispanos o latinos. En algunos barrios, los vendedores ambulantes instalan puestos para vender tortillas enrolladas, papas fritas o helados de sabores.
Pero la vida de Abrego Garcia seguía siendo tensa.
Luego de ser liberado tras siete meses de detención, sostuvo en brazos a su hijo pequeño por primera vez, se emocionó al reunirse con los dos hijos mayores y, poco a poco, volvió a los retos cotidianos del trabajo y la familia. Pero su esposa dijo que su encarcelamiento lo había cambiado.
“Cuando salió, quizá como un mes después, cambió mucho conmigo y con mi hijo, y con mis otros dos hijos”, declaró Vasquez a un juez de Maryland en 2020. “Nos gritaba a ellos y a mí por cualquier cosa. Cualquier nimiedad le molestaba”.
También se volvió irascible y violento, según documentos judiciales de dos órdenes de protección solicitadas por su esposa, así como grabaciones de audio de sus comparecencias ante el tribunal obtenidas por el Times. Un mes después de la puesta en libertad de Abrego Garcia, según los documentos judiciales y las grabaciones, empezó a maltratar físicamente a Vasquez, lo que hizo que ella rellenar los papeles para obtener una orden de protección contra él ese mismo diciembre. Pero, según dijo a un juez en 2020, nunca se presentó ante el tribunal en ese caso y declaró que la familia de Abrego Garcia la había persuadido para que no siguiera adelante con eso.
Pero los malos tratos continuaron en 2020, según dijo en su testimonio y en las actas judiciales. Abrego Garcia la pateaba, la empujaba, la agarraba del pelo, la abofeteaba y atemorizaba a todos los habitantes de la casa, dijo.
“Además, rompe todo lo que hay en la casa”, dijo Vasquez a un juez de distrito en agosto de 2020, según las grabaciones de audio, cuando el juez pidió más pruebas de los malos tratos. “Eso es lo primero que le dijo mi hijo al agente: ‘¿Puede decirle, por favor, que no rompa nada?’”.
Vasquez señaló que su marido “sí consume drogas”, pero que no tenía acceso a armas de fuego.
El juez concedió una orden de protección temporal, dictaminando que Abrego Garcia no tuviera contacto con Vasquez ni con los niños, que no abusara de ellos ni los acosara, y se mudara de su casa hasta la audiencia para la orden de protección definitiva. El juez también concedió a Vasquez la custodia del hijo de 11 meses de la pareja.
Ocho días después, Vasquez solicitó que se anulara la orden, alegando que la familia de Abrego Garcia quería que formara parte de la celebración del primer cumpleaños de su hijo y que había accedido a seguir recibiendo asesoramiento. No compareció a una audiencia posterior, celebrada a finales de septiembre, y su petición de orden de protección fue desestimada.
Menos de un año después, Vasquez rellenó otra solicitud de orden de protección contra su marido, y esta vez sí la cumplió. En ese documento, describió un incidente ocurrido en mayo de 2021 en el que Abrego Garcia le dio un puñetazo y le arañó el ojo izquierdo y, más tarde ese mismo día, le arrancó la ropa y la agarró del brazo con tanta fuerza que le dejó marcas. Pero el asunto se archivó un mes después, cuando ella volvió a no comparecer a una audiencia.
Cuando se le preguntó la semana pasada sobre sus denuncias de violencia doméstica de hace varios años, Vasquez dijo que ella y su marido habían pasado por “una mala racha”, motivada por el trauma de su prolongada detención, pero que habían superado ese difícil momento mediante asesoramiento.
“Cerramos ese capítulo”, dijo Vasquez. “Fuimos lo suficientemente maduros como para buscar ayuda”.
La vida estadounidense de Abrego continuó. La inquietud de los inmigrantes indocumentados siguió siempre presente, y los ocasionales encuentros con las fuerzas de seguridad no se acabaron.
Según los registros publicados el mes pasado por el Departamento de Seguridad Nacional, Abrego Garcia notificó a los funcionarios de inmigración a finales de octubre de 2022 que quería trasladarse a Houston para estar más cerca de sus padres. Apenas cinco semanas después, conducía de regreso a Maryland —con ocho pasajeros— cuando un agente de la patrulla de carreteras de Tennessee lo paró por exceso de velocidad.
En la versión de Seguridad Nacional del relato del agente, Abrego Garcia explicó que había salido de Houston tres días antes y que transportaba personas en el coche de su jefe para trabajar en la construcción en Maryland. Pero no había equipaje, y todos los pasajeros dieron como propia la dirección del domicilio de Abrego Garcia, lo que llevó al policía a sospechar que se trataba de un caso de trata de seres humanos.
Al final, el policía dejó marchar a Abrego Garcia con una advertencia por conducir con la licencia vencida.
De vuelta en Maryland, la pareja se levantaba la mayoría de los días laborables a las 4:30 de la mañana. Él, afiliado a un sindicato, se incorporaba a su cuadrilla metalúrgica a las 5:30 a. m., con la esperanza de que el programa de aprendizaje de cinco años en el que participaba le permitiera obtener una licencia y un sueldo mejor. Ella dejaba a los niños en el colegio antes de trabajar en la recepción de una clínica dental. Él los recogía por la tarde y les ayudaba con los deberes y las actividades mientras ella preparaba la cena. Había partidos de fútbol, prácticas de baile, cenas para llevar los fines de semana y alguna que otra excursión en el bote de Cesar Abrego Garcia.
Se prestaba especial atención al niño más pequeño, que no hablaba. Como los ruidos fuertes perturbaban al niño, Abrego Garcia hacía todo lo posible por asegurar las puertas y aislar las habitaciones, dijo su esposa, y veía tutoriales en YouTube para obtener consejos sobre cómo mantener a salvo a su familia.
El viaje de regreso
La tarde del miércoles 12 de marzo traía una promesa de la primavera, con pocas nubes y una temperatura de unos 15 grados Celsius. Abrego Garcia se dirigía a su casa, había terminado su turno de trabajo, y su hijo de 5 años estaba en el asiento trasero de su vehículo, en una sillita diseñada para niños discapacitados.
Pero mientras conducía por la avenida Baltimore, en College Park, un agente de la ley ordenó a Abrego Garcia que se detuviera. Giró hacia el estacionamiento de un Ikea y se detuvo frente a un restaurante Buffalo Wild Wings.
Mientras esto ocurría, Abrego Garcia llamó a su esposa, quien le dijo que la pusiera en el manos libres. Oyó que alguien le decía que apagara el motor y saliera del coche. Luego escuchó a su marido decir que tenía un hijo con necesidades especiales en el asiento trasero. Oyó que el agente colgaba el teléfono de su marido.
Minutos después, alguien que dijo pertenecer al Departamento de Seguridad Nacional llamó a Vasquez para informarle que tenía 10 minutos para recoger a su hijo o se pondrían en contacto con los servicios de protección de menores.
Llegó unos minutos después y se encontró a su hijo de 5 años llorando, todavía atado a la sillita del coche, y a su marido sentado en un bordillo, con las manos esposadas a la espalda. Llevaba una camiseta amarilla fluorescente de las que usan los obreros por seguridad en las obras.
La única explicación que recibió la angustiada Vasquez fue que “había cambiado el estatus migratorio” de su marido.
En ese momento, no estaba claro por qué habían parado y esposado a un trabajador metalúrgico que llevaba a un niño en el asiento trasero de su coche. Pero se produjo en un momento en que los agentes federales de inmigración se apresuraban, presionados por la Casa Blanca, a cumplir una de las promesas políticas más audaces del presidente Trump: deportar hasta un millón de inmigrantes de Estados Unidos en su primer año de mandato.
Abrego Garcia llamó a su esposa esa noche desde un centro de detención de Baltimore, y las preguntas que dijo que le habían hecho sugerían que los agentes de inmigración lo tenían en el punto de mira. Preguntaron por las visitas de su familia a Don Ramón, un restaurante de Silver Spring especializado en comida mexicana y salvadoreña. Preguntaron por una foto que tenían de él jugando al baloncesto con otras personas en una cancha local.
¿Quiénes eran esas personas?
Y lo acusaron de pertenecer a la MS-13, una acusación falsa e incendiaria, según dijo su esposa, que ella y su marido pensaban que habían superado.
El debido proceso
En los días siguientes, a medida que crecía la indignación por la deportación de centenares de personas a una prisión salvadoreña tristemente célebre por las violaciones de derechos humanos que se cometen ahí, Abrego Garcia sería ampliamente mencionado en titulares de todo el mundo como el “hombre de Maryland que fue deportado por error”. Separado de su familia, era la encarnación en carne y hueso de la determinación del gobierno de Trump de librar a Estados Unidos de inmigrantes indocumentados, en parte desafiando algo consagrado en la Quinta y la Decimocuarta Enmiendas de la Constitución estadounidense, según las cuales ninguna persona puede ser privada de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso judicial.
“El proceso judicial es para los estadounidenses”, afirmaba Stephen Miller, asesor de seguridad nacional de Trump, en una publicación en las redes sociales. “La deportación inmediata es para los extranjeros ilegales”.
El gobierno federal admitió su error al deportar a Abrego Garcia, cuyo paradero en el sistema penitenciario salvadoreño ha quedado poco claro, pero se ha resistido para corregir ese error. En su lugar, el gobierno redobló sus afirmaciones de que era miembro de una pandilla.
Trump mostró como prueba una foto alterada digitalmente de las manos tatuadas de Abrego Garcia. El vicepresidente JD Vance lo calificó erróneamente como miembro convicto de una pandilla. Un alto funcionario de Seguridad Nacional diría falsamente en una publicación en las redes sociales que había sido “encontrado con rollos de dinero y drogas”. Seguridad Nacional publicó lo que calificó como un informe “escandaloso” sobre el “incidente de presunto tráfico de personas de Kilmar Abrego García”, en referencia a la parada de tráfico en Tennessee que solo dio lugar a una citación de advertencia menor.
Tal vez Abrego Garcia fuera miembro de una pandilla, y tal vez no, escribió el juez J. Harvie Wilkinson III, jurista conservador que forma parte de un tribunal federal de apelaciones de Virginia. “Independientemente de eso, sigue teniendo derecho al debido proceso”.
Vasquez, por su parte, compartiría el devastador efecto en su familia —cómo su hijo menor buscaba consuelo en el olor de las camisas de trabajo de su padre ausente— mientras sus abogados luchaban por el regreso de Abrego Garcia en diversos tribunales. Finalmente, la Corte Suprema dictaminó que la Casa Blanca debía tomar medidas para “facilitar” su liberación de la custodia salvadoreña.
La Casa Blanca se negó en redondo, lo que hizo que Paula Xinis, jueza federal de Maryland, iniciara una investigación para determinar si el gobierno había incumplido deliberadamente sus órdenes. Pero la jueza suspendió el procedimiento a petición del gobierno tras una críptica presentación del Departamento de Justicia que hacía referencia a “conversaciones diplomáticas” entre el Departamento de Estado y El Salvador.
En todo momento, nadie en el gobierno de Trump pareció dispuesto o capaz de responder a la pregunta básica planteada por el juez Wilkinson: “El gobierno ha admitido que Abrego Garcia fue deportado erróneamente o ‘por error’. ¿Por qué entonces no debería corregir lo que fue incorrecto?”.
Todo esto transformaría a Abrego Garcia en un símbolo complicado, una figura internacional que representaría el malestar y la incertidumbre en Estados Unidos en 2025.
Sin embargo, cuando fue detenido, solo era un hombre sentado en un bordillo, con el sol de la tarde en la cara. Esposado y llorando, estaba a un kilómetro y medio de su casa estadounidense y a tres días de ser enviado con grilletes al país que creía haber abandonado para siempre.