El primer asesinato de aquella serie fue acallado por las autoridades, porque dicen que al comandante de la policía le llenaron los bolsillos de dinero los dueños de los tugurios. Pero hubo muchos que sí supieron. Quienes miraron a “La Chata” a los ojos, ya muerta, cercenada su cabeza y fija su mirada en el techo, dicen que les entró por la piel un repentino frío, y que sólo por haber ingresado en el cuartucho, les temblaron las piernas y se les congeló el aliento, en pleno verano. En aquella pieza de prostíbulo, el asesino había dibujado una espiral de sangre sobre las paredes encaladas, suponen que habiendo tomado en sus manos la cabeza desprendida de la prostituta, y girando endemoniadamente con ella una y otra vuelta... porque si no, ¿cómo explicar el fenómeno?
El segundo asesinato de una prostituta se conoció cuando uno de los borrachines que caminaba por la calle que va a la Plazuela Manuel Ojinaga, encontró el cadáver a un lado del camino, en unas tapias a las que entró para orinar. En la tierra, entre arbustos espinosos, la cabeza estaba casi separada del tronco, pero le habían abierto el pecho para extraerle los pulmones y el corazón.
La vieja zona de tolerancia, que siempre fue un nido de prostitución disfrazado, era un complejo amurallado de construcciones, atravesado por pasadizos y callejones sombríos. Todos los establecimientos tenían salidas en la parte posterior, y algunas contaban incluso con puertas secretas disimuladas en los muros, y hasta accesos en el techo.
En Ojinaga, igual que en todas las poblaciones fronterizas con los Estados Unidos, se hicieron entonces grandes negocios atendiendo a las hordas de parranderos que atravesaban el fin de semana la frontera para encontrar acá el licor y la cerveza cuyo consumo estuvo prohibido del lado norte.
Entre los tugurios de La Zona, estaba “El Gato Negro”, que era una cantina y prostíbulo con la apariencia de un restaurante. Aquello era, verdaderamente, lo que se dice un antro. Era “El Gato Negro” una chorrera de cuartos, comunicados entre ellos, y parece que aquí fue donde inventaron el concepto de pasadizos secretos... había escaleras, cortinas que tapaban las entradas, mujeres que salían de quién sabe dónde, bailes en cuartos con radiola, mujeres sentadas en las piernas de los hombres, borrachines cansados y bamboleantes, señoras bailando solas... el ambiente típico de una zona de tolerancia de aquella época.
Todo lo marcaban acá el vicio y las mafias: la mafia del contrabando de licor hacia los Estados Unidos, la mafia del juego. El negocio lo acaparaban Jesús Campos, Pancho Caballero, Bernabé Orona y el chino Rafael Lee Tea, junto con un puñado de socios.
El salon “1-2-3” era regenteado por el asiático Lee Tea, un viejo cascarrabias. A pesar del carácter de su propietario, era éste un antro muy concurrido. Una mañana de invierno, la encargada de este negocio descubrió el cadáver del chino, quien había sido estrangulado la noche anterior con un cordón hecho con cintas de zapatos blancas. Tenía las manos atadas atrás, la boca llena de trapos, además de señas de golpes en el cuerpo.
La noche anterior el chino había desalojado el local en medio de grandes gritos. Corrió de mala manera a todos los clientes, pero se supo que después llegaron tres desconocidos a quienes nadie vio salir. El cantinero supuso que trataban asuntos de contrabando, y que ellos fueran los asesinos. Nadie les puso atención porque era frecuente que el patrón recibiera misteriosos visitantes nocturnos.
Hubo quien relacionó este asesinato con los de las prostitutas, que pudieron haber llegado hasta diez, pero la policía se había empeñado en tapar los casos para que no trascendieran al Ministerio Público. Era un secreto oficial.
El asunto, todo ello, permanece en las sombras del misterio.