Por el brutal feminicidio y violación de una niña de seis años de edad, Seyni Camila, a Juan Manuel Villalobos lo condenó un tribunal a más de 100 años de cárcel, pero le perdonó la trata de personas y la desaparición, que habrían sido elementos para profundizar en otros posibles casos de una red de pederastas en Chihuahua.
Si bien la pena por dos delitos era suficiente para enviar de por vida al criminal a prisión, el hecho de quitarle cargos sentó un lesivo precedente para el sistema de justicia, que a estas alturas, a seis años de la aterradora historia, le vale un cacahuate si el sentenciado ha reparado o no el daño. Bueno, eso de "reparado" es imposible, pero es parte de la amplia lista de eufemismos jurídicos. Por el asesinato de Araly Quiñones Aranda, a su agresor, Jesús Eduardo R.G, los jueces Aram Delgado, Ricardo Márquez y Lucero Morales le perdonaron el feminicidio y le dictaron una pena de sólo 13 años de prisión; era muy joven y tenía posibilidad de reinsertarse en la sociedad, fue el argumento, sin importar que la víctima también era muy joven y su vida fue cortada de tajo. La pena mínima de prisión, la reparación del daño por apenas 600 mil pesos y las terapias con perspectiva de género que debería tomar como parte de la sanción, tal vez serían más adecuadas para los juzgadores que hicieron tantas maromas para desacreditar el feminicidio y limitarlo a homicidio. Otra historia indignante de impunidad es la de Mireya Rodríguez Lemus, mujer transgénero asesinada presuntamente por Iván Arturo G.P, puesto en libertad tras dos años de prisión preventiva y evidencia clara de su posible participación en el crimen (tenía el auto de la víctima y lo vendió). El acusado fue liberado por un tribunal conformado por los jueces Lucero Anaid Moreno, Aram Delgado y Ricardo Márquez, que de nueva cuenta optaron por no profundizar en lo que la comunidad LGBT denominó un transfeminicidio. El crimen quedó totalmente impune. Los casos anteriores son tres muestras de justicia a medias o de plano injusticias viles de las que es imposible acusar a la Fiscalía General del Estado, o específicamente a la Fiscalía Especializada de la Mujer (FEM), dado que el trabajo de investigación fue notable, pero no el de los juzgadores. Son historias de terror de años pasados que han servido para construir la realidad que padecemos en la actualidad, una en la que la misoginia apenas disimulada, la falta de visión y de capacitación en materia género y derechos humanos de las víctimas, han rebasado a la administración de justicia.***
¿Otro botón de muestra? Una historia más reciente es la del juez Agustín Saláis Ortiz, quien desechó las acusaciones de feminicidio y violación, en grado de tentativa ambas, formuladas contra el abogado Javier Arturo R. B., asesor de un diputado de Morena en el Congreso del Estado.
Durante siete días, el imputado retuvo y torturó a su expareja; le fracturó la nariz y el dedo meñique con unas pinzas, además de lastimarla en zonas erógenas, pasarle un cúter por todo el cuerpo, quemarla con agua caliente y dejarla sin comer, sin tomar agua ni permitirle ir al baño. “Si Javier Arturo la hubiera querido matar lo habría hecho”, así le quitó peso penal el juez a su colega abogado, que hoy está preso, pero sólo con dos de los cuatro cargos que pretendía fincarle la Fiscalía, pese a que el Código Penal no alcanza a describir el sufrimiento de las víctimas de atrocidades como ésta. Del mismo juez tenemos más antecedentes. Él permitió que el expresidente de la Asociación de Porristas y Animadores de Chihuahua, Víctor Manuel N. M., denunciado por violación y abuso sexual, fuera vinculado sólo por el último delito, permitiéndole seguir su proceso en libertad, con la condición de portar un brazalete GPS. Tres mujeres, en su momento menores de edad, lo señalaron por haberlas violentado sexualmente cuando eran sus alumnas. A una de ellas, de 16 años, la habría violado en dos ocasiones. El juez dijo en aquella ocasión que desecharía la violación bajo el argumento de que: “la menor no puso resistencia seria y constante, e incluso se abandonó al gozo”, y que como la víctima no gritó, ni pidió auxilio, no era creíble que se tratara de una violación, pese a que la afectada refirió que sí había pedido ayuda a dos de sus compañeras. Y de las resoluciones de Saláis nos podemos ir a revisar las de sus compañeros Sylvia Padilla Chávez, Ramón Gerardo Holguín Licón, Florina Isela Coronado Burciaga, Armando Arreguín Sánchez y Daniela Arali Torres Porras, en casos tan graves para decenas de víctimas y sus familias que muestran, en general, la ineficacia del Poder Judicial para cumplir con su tarea sustancial.***
El caso de la joven Mya Naomi Villalobos, apuñalada 47 veces por su novio Erick David B.C en Camargo en octubre de 2022, es quizá uno de los que en mayor medida evidencian a la justicia de Chihuahua como irresponsable, negligente o corrupta. O todo eso junto.
El joven agresor, sentenciado al comienzo de 2024, no ha pisado la prisión pese a la condena mínima de cinco años dictada, en virtud de que era menor de edad cuando había cometido el delito; fue casi un asesinato con una saña indescriptible, una conducta antisocial muy lejana a un robo simple o a una riña callejera. Si bien de fondo existe el cuestionamiento al sistema de justicia penal para adolescentes -desde la fuga del acusado hasta su sentencia, siempre en libertad y sin más limitantes de las comunes- existen particularidades que hacen más evidente un papel deficiente del aparato judicial. Ya sea por acuerdos bajo la mesa, ya sea por ineptitud de la justicia. En este proceso tan escandaloso fue el juez de control penal de Camargo, Erick Estrada, el que dejó en libertad al acusado desde un inicio, sirviéndole de telaraña a la cacería que ya había montado la Fiscalía del Estado para atraparlo. Duró prófugo de la justicia por semanas, hasta que fue presentado con un amparo para enfrentar el proceso penal que siempre pudo llevar en libertad, con la normalidad de un estudiante de una escuela privada “patito” de Delicias, mientras la víctima sigue padeciendo las consecuencias de esas puñaladas, tres de ellas de la mayor gravedad. La reclasificación de delitos, en este caso, fue una estrategia de la misma Fiscalía para impedir una penalidad todavía menor a la lograda, pero fue el sistema judicial estatal, en conjunto con el federal que lo amparó indiscriminadamente, lo que le permitió vivir en libertad mientras su exnovia casi moría en el hospital. Las 47 puñaladas rasgaron la piel, tendones y músculos de Mya, además de que rozaron órganos vitales. Su juventud, ganas de vivir, apoyo médico y familiar la salvaron. Pero esas mismas puñaladas dañaron también lo más profundo del sistema de justicia. ¿Irresponsabilidad, negligencia o corrupción... o todas las anteriores?***
El cuestionamiento a la actividad fundamental del Poder Judicial Estado persiste porque, en contraparte, es de lo más sencillo encontrar acusaciones falsas contra inocentes que tienen la desgracia de toparse con la pared de esos mismos jueces, quienes tienen un criterio para unos privilegiados y otro para los demás.
La visión personalísima de los juzgadores, con interpretaciones a modo, es usada a conveniencia tanto para librar de la prisión a acusados que tienen encima pruebas contundentes, como para mandar a la cárcel a quienes no enfrentan otra cosa más que el dicho de una presunta víctima, lo que suele darse incluso en imputaciones irreales de delitos sexuales. Así como asesinos, violadores, acosadores probados son liberados con cualquier argumento, sacado tal vez a billetazos del escritorio de un juez, de la misma forma son sancionados sin evidencia alguna los imputados que por desgracia caen en el laberinto judicial sin deberla. El sistema estatal de justicia penal adolece del hipergarantismo derechohumanista aplicado de forma sesgada, olvidándose de lo que los jueces llaman justiciables, para dar todo tipo de maromas en casos como los de Camila, Mireya, Araly, Mya y otros cientos de casos más que podrían enlistarse en lo que sería un interminable ejercicio de memoria, desde la actualidad hasta décadas atrás. Esas cuantas graves historias son una muestra del universo de injusticias, que en su mayoría no trasciende a la opinión pública porque la judicatura prefiere "trabajar" en lo oscurito; y las víctimas, dolidas y revictimizadas, optan por sufrir en privado sus infortunios. No confían en la justicia precisamente por lo que proyecta. El rezago en materia de justicia con una real perspectiva de género y derechos humanos, permanece mientras reformas van y vienen al Poder Judicial, pero todas enfocadas en su aspecto político, no en su función esencial.