“No traen nada, güey”, es la primera voz que puede escucharse después de varias ráfagas de metralleta que dispararon agentes de la Guardia Nacional (GN) contra dos jóvenes en Jiménez; Mauro Miguel Rocha y Luis Fernando Maldonado, cosidos a balazos por los uniformados.

Así acabó, en medio del fuerte olor a plomo, una supuesta persecución de dos kilómetros realizada por los elementos federales-militares incorporados a la GN, ese experimento de la administración de Andrés Manuel López Obrador, quizás menos sanguinario que el puesto en marcha por Felipe Calderón, con la súper narca Policía Federal del preso en Estados Unidos, Genaro García Luna.

Eso fue el primero de enero de 2023. La justificación fue que los jóvenes eran presuntos delincuentes o auxiliares de algún grupo criminal, aunque no trajeran ni una bala con ellos. Los mataron a la mala, simplemente.

Poco más de medio año después, el 25 de julio del año pasado, Sergio Rafael Carbajal Rivera pagó con sangre el temor de detenerse en un retén de la GN cuando circulaba por el peligroso Valle de Juárez en medio de la oscuridad. Ese falso delito le costó la vida. Fue ejecución extrajudicial, para decirlo sin ambages.

Antes, el 19 de noviembre de 2021 en Juárez, fue asesinado un joven que cruzaba de El Paso al lado mexicano por el puente del centro. Hacía chambitas de jardinero en la ciudad estadounidense, pero los militares de la GN aseguraron que traía dos armas con las que les apuntó. Cero evidencia de ello.

El manto de impunidad del Ministerio Público Federal cubrió a los responsables, con la inexplicable decisión del no ejercicio de la acción penal, pese al reclamo público de los familiares y una muy posible alteración de la escena del crimen. Otra ejecución extrajudicial.

Otra terrible atrocidad en la historia de la corporación fue el caso de los mártires de la lucha por el agua: Jessica Estrella Silva Zamarripa fue asesinada a tiros y su esposo, Jaime Torres, terminó gravemente herido, en septiembre de 2020. Su delito: participar en la toma de las presas La Boquilla y Las Vírgenes, sustento de más de 40 mil productores agrícolas de la zona centro-sur del estado.

Esta es la corporación que, con la última reforma constitucional aprobada en el país, queda adscrita operativamente a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y tendrá composición militar especializada en seguridad pública, con más facultades de investigación y nuevas atribuciones que dizque la habrán de hacer más eficiente.

Con más de 20 agentes de la Guardia Nacional involucrados en esos delitos graves, más incontables excesos diversos que no han alcanzado grado fatal, es difícil considerar que existe un balance positivo de su existencia y presencia en Chihuahua; más, cuando ni por elemental transparencia conocemos las consecuencias jurídicas que han enfrentado los responsables de esos crímenes.

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En la Cámara de Diputados, el Senado de la República y las legislaturas locales, Morena hizo valer su mayoría calificada para pasar formalmente la Guardia Nacional (GN), en su parte operativa, a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), después de aquel intento fallido del año pasado.

En el debate prolongado por días hubo poca consistencia opositora en la argumentación contra la modificación a otros 12 artículos constitucionales. Nadie entró al fondo del problema de la inseguridad, más allá de la cantaleta de la militarización de la seguridad.

Cuando la realidad es que ya hay una militarización en México desde hace casi 20 años, y además un fenómeno de policiación de las fuerzas armadas remarcado en los dos últimos sexenios, nadie argumentó ni propuso otras soluciones, aparte de las planteadas en el modelo de Andrés Manuel López Obrador desde el comienzo de su gobierno.

Tampoco vimos de parte de los morenistas una argumentación coherente ni explicativa de lo que, en realidad, es un experimento más para tratar de contener el narcoestado presente dentro del estado mexicano, no de hoy, sino de varios sexenios atrás.

Fuera de las cantaletas de los promotores y los opositores, sí hubo regateos estériles de algunos opositores prianistas, como ha sido desde hace seis años, a la hora de apoyar cualquier intento o maniobra federal orientada a la seguridad pública y nacional.

A la vez, el régimen mostró otra vez que carece de voces autorizadas que expliquen, fundamenten y convenzan sobre el modelo, avanzado desde que el próximo general secretario de la Defensa, Ricardo Trevilla, diseñó el Estado Mayor Conjunto que separó las funciones operativas de las administrativas de la Sedena.

Para ponerlo en términos muy sencillos, la GN queda, con la reforma, como una Comandancia General de la Sedena, para planear, ejecutar y operar una estrategia coordinada con la Secretaría de Marina y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, la cual no perderá la administración de la corporación.

En suma, la GN será independiente del Ejército, pero dependiente de la Sedena. Queda al mismo nivel de jerarquía, pero su función será exclusivamente la seguridad pública.

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El cambio constitucional no es tan complejo de entender si se dejan de lado los gastados conceptos de la militarización de la seguridad pública y la policiación de las fuerzas armadas, dos fenómenos que coexisten en el país durante esta crisis de violencia que acumula tres sexenios consecutivos.

El Ejército (de tierra y aire, de la Sedena) y la Marina Armada (de la Secretaría de Marina) continuarán como coadyuvantes permanentes de la seguridad pública por cuatro años más, como lo dice el texto constitucional; al terminar dicho plazo, retomarán sus funciones constitucionales de seguridad nacional y la seguridad interior, mediante una normativa de segunda generación en esta materia.

Así, no es otra cosa más que continuar el experimento iniciado antes de la 4T, pero consolidado por ésta, el cual, en el mejor de los casos, ha dado resultados a medias. Pero si nadie plantea alternativas más allá de alaridos e insultos, no hay otra opción.

En teoría, pues, la reforma aprobada a la misma supersónica velocidad que estrenó la realizada al Poder Judicial, pretende normar lo que realizó en su momento Felipe Calderón al sacar al Ejército de sus cuarteles, experimento viciado de origen con el pacto revelado de su jefe de Seguridad, García Luna, con el Cártel de Sinaloa y otras células regionales, lo que disparó la violencia.

Es también un marco legal para lo que también hizo Enrique Peña Nieto, con mayor control de la Policía Federal, pero siempre con el respaldo integral de las fuerzas armadas; y lo que ha hecho la administración actual, todos con decisiones que rondaron los linderos de la legalidad y con más malas que buenas consecuencias.

Pero fuera de la letra de las leyes subyace una realidad que particularmente Chihuahua ha padecido en el tránsito de una seguridad civil a una militarizada; o de una gestión policiaca de la milicia, como quiera denominarse.

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Este otro experimento, que en los hechos tiene años aplicándose, pero ahora cuenta con una normatividad constitucional que lo valida y legitima, tal vez resulte en algo mejor que le pueda dar la vuelta al pobre desempeño de López Obrador en materia de seguridad.

A la luz de los antecedentes, sin embargo, es poco factible apostarle al éxito cuando, en contraparte, vemos un abandono total a las corporaciones municipales y a las estatales, preventivas y de investigación.

A la fecha, el estado tiene 12 municipios sin policía desde uno hasta 15 años. Las que existen no han podido prevenir ni contener la delincuencia común que afecta directamente al ciudadano, menos a la delincuencia organizada que está detrás de los homicidios dolosos, generalmente vinculados al tráfico de drogas, armas, personas.

Si bien podría considerarse necesario adecuar el marco legal para que las estructuras de seguridad y defensa trabajen en conjunto y con mayor coordinación, vemos que el principal dique de contención criminal, las policías locales, siguen prácticamente igual que hace dos décadas, sin mejoras notables en su capacidad de respuesta, pese a que también su actuación está normada a nivel constitucional.

El debate de la militarización de la policía nacional o de la policiación de las fuerzas armadas no es otra cosa más que un malsano distractor que usan para figurar los actores políticos, si no quieren ver ni actuar ante la pobreza de las corporaciones civiles locales.

Es ahí donde está el verdadero reto, en el fortalecimiento de las corporaciones locales, municipales y estatal, y es al que deberán apostarle responsablemente tanto los gobiernos de los estados como la gestión naciente de Claudia Sheinbaum.