Acabo de terminar la última novela de Guillermo Arriaga: El Hombre. En mi ingenua soberbia, pensaba que ya lo había leído todo de él —las novelas, por lo menos— y no. Me equivoqué. El hombre —no la novela, sino el propio Arriaga— viene publicando con disciplina y brillantez desde 1991, largos 34 años.

Escuadrón Guillotina, Un dulce olor a muerte, El búfalo de la noche, Retorno 201, El salvaje, Salvar el fuego, Extrañas… y ahora, El Hombre. Una bibliografía vasta, feroz y sin concesiones, que lo confirma como uno de los narradores más sólidos de México. De éstas, sólo he leído las últimas cuatro, de ahí mi pretensión totalizadora.

Por eso no queda sino recomendarlo profusamente. Porque Arriaga, en cada obra, abre una grieta, entre la violencia y la ternura; entre la crueldad y la redención; entre lo humano y lo inhumano. Leerlo es asomarse a un espejo roto que, paradójicamente, devuelve siempre una imagen más completa de nosotros mismos, de quiénes somos y de qué somos capaces para ser.

De El Hombre, su novela más reciente, sólo puedo decir —sin arruinarle a nadie el viaje— que es un libro que se mete en los huesos; que rastrea la génesis brutal del capitalismo moderno con una polifonía de voces que parecen arder en las manos; que, con el pulso narrativo que lo distingue, convierte la violencia en revelación y la historia (imaginada, posible y más que probable) en un escenario donde el lector se ve obligado a tomar partido, aunque no quiera.

Arriaga no narra para complacer: narra para incomodar, para confrontar, para recordar que la literatura no es un refugio tibio, sino un territorio donde la vida, con todos sus claroscuros, se pone en juego. Después de cerrar El Hombre, no me queda duda: aún me falta mucho por leer de él, y eso, lejos de ser un tímido fracaso, es un regalo. El mismo regalo que me han dado otros, muchos, antes que él, antes de irse: Almudena Grandes, Carlos Ruiz, etcétera.

En ese punto recuerdo otra novela magnífica que leí a los trece o catorce años; una homonimia con eco que viene y me sacude por dentro, que me agita los recuerdos. Vale la pena detenerse un instante en la coincidencia del título. Hace más de medio siglo, Irving Wallace publicó también una novela llamada El Hombre (The Man, 1964), que en su momento causó escándalo y fascinación. Wallace imaginaba lo impensable para su época: un hombre negro convertido accidentalmente en presidente de los Estados Unidos, tras una sucesión de eventos políticos y una tragedia en la línea de mando.

La novela exploraba los prejuicios raciales, el conservadurismo institucional y la lucha de un personaje por mantener la dignidad en medio del odio y la intriga. Fue un auténtico best seller, traducido a decenas de idiomas, e incluso adaptado al cine en 1972, para muchos lectores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, aquel El Hombre fue una puerta temprana para pensar la política y la discriminación desde la ficción.

Ahora, encontrarse con la homonimia no es un accidente menor; si Wallace se atrevió a imaginar un poder improbable y subversivo en el tablero político de su tiempo, Arriaga nos arroja, décadas después, al origen sangriento del poder económico en el nuestro. Dos novelas separadas por generaciones y geografías, pero unidas por un mismo título y una misma ambición: exhibir sin adornos el reverso brutal de la condición humana, centrada en la violencia institucional, en el esclavismo atroz, en la ansiada libertad. Dos epopeyas que vale la pena leer —o releer, si fuera el caso.

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