1. Un debate saturado de consignas
El debate sobre el agua en México se ha vuelto un terreno donde conviven diagnósticos ambientales, aspiraciones sociales y consignas políticas que, con frecuencia, sustituyen la precisión jurídica por afirmaciones moralizantes. En medio de esa confusión, el Artículo 27 constitucional permanece como el punto de referencia que debería ordenar cualquier discusión seria sobre la gobernanza hídrica. Sin embargo, su arquitectura conceptual ha sido desplazada por lecturas apresuradas que confunden el recurso natural, el satisfactor económico y el servicio público urbano, generando interpretaciones corrosivas para cualquier intento de reforma normativa.
2. Recurso natural vs. satisfactor económico
El agua en su estado natural —ríos, lagos, acuíferos— es un bien de dominio público, sujeto a concesiones y modalidades de utilidad pública. Pero el agua ya extraída, tratada o distribuida es un satisfactor económico que circula en el mercado. Esta distinción es elemental: el derecho humano al agua obliga al Estado a garantizar un mínimo vital asequible, suficiente y potable, pero no elimina la realidad económica del satisfactor. Lo que sería inconstitucional es que el acceso básico dependiera exclusivamente del mercado, no que el agua tratada se comercialice. La falsa dicotomía entre “mercancía” y “derecho humano” nace de confundir estos planos.
3. La utilidad pública: una categoría abierta, no un dogma
Otro punto ciego del debate es la noción de utilidad pública. La Constitución no la define porque es una categoría abierta, construida por la jurisprudencia para habilitar la rectoría estatal. La Suprema Corte ha reconocido que la utilidad pública abarca necesidades económicas, sociales, sanitarias e incluso estéticas, y que puede satisfacerse mediante acciones del Estado o de particulares autorizados. Esto significa que la utilidad pública no es un dogma moral, sino un instrumento jurídico flexible que permite al Estado imponer modalidades cuando lo exige el interés colectivo. Los particulares pueden ejecutar actividades de interés público, pero no apropiarse del interés público mismo. Su rol es instrumental; la rectoría estatal no se delega.
4. La Exposición de Motivos: más moral que jurídica
La Exposición de Motivos de la iniciativa de Ley General de Aguas introduce afirmaciones que, aunque bien intencionadas, carecen de precisión jurídica. Decir que el agua es un “bien social y cultural, no monetizable” o que “no debe quedar sujeta a las reglas del mercado” confunde el recurso natural, que pertenece a la Nación, con el producto económico que inevitablemente se comercializa. La retórica de la escasez tampoco define el régimen jurídico del agua; solo refuerza la necesidad de una rectoría estatal eficaz. Estas frases, más morales que normativas, han alimentado interpretaciones erróneas en medios masivos y han contribuido a una narrativa que oscurece, en lugar de aclarar, la arquitectura constitucional del agua.
5. La confusión normativa: un riesgo real
Entre esas interpretaciones destaca la idea de que las actividades industriales, comerciales o de servicios deberían obtener concesión aun cuando reciben agua de organismos operadores municipales. Esa lectura no tiene sustento en la reforma a la Ley de Aguas Nacionales: no existe un solo artículo que convierta a los usuarios del servicio público en concesionarios. La confusión surge de mezclar categorías que deben permanecer separadas: recurso natural, servicio público urbano y actividad económica usuaria del servicio. Si se asumiera que toda actividad económica requiere concesión, entonces cada fábrica, comercio, restaurante o taller conectado a la red municipal sería concesionario federal. Esto no solo es absurdo operativamente: es ontológicamente erróneo y constitucionalmente inviable.
6. Federalismo hídrico: el eslabón olvidado
A esta confusión se suma un problema estructural: el federalismo hídrico. La LAN concentra el control en la Federación, mientras que los municipios operan el servicio público con recursos limitados y responsabilidades crecientes. Sin una clarificación conceptual —qué es recurso, qué es servicio, qué es concesión, qué es asignación— cualquier reforma estatal corre el riesgo de duplicar funciones, invadir competencias o generar vacíos regulatorios. La gobernanza del agua exige coordinación multinivel, no superposición normativa.
7. Recuperar la brújula constitucional
La disputa real no es semántica, sino estructural. México no puede darse el lujo de legislar el agua desde la consigna ni desde la ansiedad política del momento. El país necesita una gobernanza hídrica que respete el dominio público del recurso, garantice el derecho humano y reconozca la realidad económica del satisfactor. Pero sobre todo necesita claridad conceptual, porque sin ella no hay política pública posible. Cuando se confunden concesiones con asignaciones, recursos con servicios, o moral con derecho, no solo se enturbia el debate: se compromete la capacidad del Estado para actuar.
Chihuahua —como cualquier entidad federativa— no puede construir su marco normativo sobre arenas movedizas. Si la discusión se sostiene en categorías mal definidas, en frases de impacto o en lecturas apresuradas de la Ley de Aguas Nacionales, la reforma estatal nacerá viciada y producirá normas impracticables, contradictorias o abiertamente inconstitucionales. La crisis hídrica exige rigor, no slogans; exige instituciones que funcionen, no metáforas que tranquilicen. Y exige, sobre todo, que el Artículo 27 vuelva a ocupar su lugar: no como un adorno retórico, sino como la columna vertebral de cualquier política hídrica seria en México.
