Hay fiestas que nos exigen traje, mesa apartada, playlist y fotografía oficial: bautizo, boda, quince años, la llegada del nuevo integrante que todavía no sabe que ya tiene álbum.
Y luego está la Navidad: el acontecimiento más grande contado con la austeridad más incómoda. Sin salón, sin listón, sin “familia expectante detrás de un cristal”. Solo un pesebre, una madre con el cuerpo a prueba de todo y un silencio que hoy nos cuesta soportar. Porque el mundo ya no sabe celebrar lo que no puede postear. La víspera de Navidad —25 de diciembre de 2025, para no evadirlo— vuelve a encender una imagen que debería desarmarnos: una estrella que se ve más grande, más luminosa, como si el cielo dijera “por aquí”. La estrella de Belén no fue adorno; fue dirección. Un GPS sin pantalla que guió a quienes no tenían mapa, pero sí hambre de sentido. Y aun así, cuántos seguimos perdidos con el celular en la mano. El nacimiento de Jesús llega sin lujos, sin protocolo, sin anestesia emocional. No hubo epidural, no hubo sanitización del entorno, no hubo selfie del “primer abrazo”. No hubo nada de lo que hoy consideramos “prueba” de un momento. Y, sin embargo, ahí se sostiene el relato que partió la historia: Dios entrando al mundo sin exigirle al mundo que lo aplaudiera. Ese es el golpe: la fe no llega como espectáculo. Llega como llamada. Nos educaron en una creencia heredada: un Dios, un libro sagrado, una Iglesia, formas y fondos. A veces aprendimos los nombres; pocas veces el fondo. Con el tiempo, la ciencia nos dio herramientas para medir casi todo… menos el misterio. Y aunque el método empírico no “demuestre” a Dios como se demuestra una fórmula, la pregunta sigue viva, punzante, inevitable. Hay quien mira el Big Bang, el ajuste fino del universo o la complejidad del ADN y no ve azar, sino firma: una inteligencia que no cabe en el microscopio ni se deja encerrar en una ecuación. Y, aun así, toca. La Navidad no exige que te vuelvas experto: te exige que te mires por dentro. En los días donde la fuerza no alcanza, aparece esa frase brutal: “que me vuelva el alma al cuerpo”. Ahí es donde muchos descubrimos que la fe no era un adorno, era un sostén. Un ser superior al que no se le habla para “quedar bien”, sino para no desmoronarse. Para recuperar paz. Para no romperse a solas. Yo lo pienso así: mientras llega la vida eterna —si crees en ella— hay un plan que nos busca. Y si no lo escuchas, la vida te deja señales; a veces suaves, a veces duras. Jaime Sabines lo insinuó con un desparpajo que pica: “me encanta Dios… le gusta jugar”. Y sí: a veces el juego se siente como prueba; otras, como abrazo. Pero hoy no se trata de filosofía: se trata de cuentas. Si Jesús nació para darte vida, ¿qué estás haciendo con la tuya? ¿Qué harías si el juicio final no fuera un cuento, sino una cita con hora? ¿Vas a “salir al quite” al final, como quien improvisa una disculpa? Es una apuesta demasiado cara. La Navidad no es nostalgia: es decisión. Este día, clava tus ojos —sin miedo y sin máscara— en los suyos. Dile lo que sientes. Dile lo que te alejó. No para dramatizar, sino para reconciliar. Y si no quieres llegar con las manos vacías, empieza por lo básico: actúa desde el corazón. Abraza a tu familia con verdad. Persigue la excelencia en tu trabajo sin pisar a nadie. Pide perdón donde debas. Suelta el orgullo que te aísla. Abre la puerta. Deja que el Espíritu Santo haga lo que tú no puedes. Haz una cosa concreta hoy: escribe el nombre de tres personas a quienes debes paz y busca esa paz. Luego apaga el ruido diez minutos. Sin pantalla. Sin prisa. Solo tú y Él. Si te cuesta creer, empieza por pedir. A veces la fe nace así: como un suspiro que por fin se atreve a hablar. Cuando alguien te diga “fue el destino”, nómbralo: ¡fue Dios! Cuando digan “fue la vida” o “fue el decreto”, ten la valentía de decirlo. Feliz Navidad. Que este 25 de diciembre no pase como una fecha, sino como un giro. Y que el primer paso sea hoy: vuelve.