Hay un momento, cada año, cada 5 de julio, para ser exactos, en que el calendario se detiene con metódica y cruel elegancia sobre un dígito nuevo. Esta vez fue el 59. Quisiera escribir algo así como “ni joven ni viejo; cifra ni redonda ni simbólica”, pero no, no es verdad, estoy ya, a menos de 365 días de sacar mi credencial del INSEN; es, quiéralo o no, una cifra incómoda, como esos invitados que llegan temprano y se van tarde. Es decir, el 59 no tiene la gloria jactanciosa del medio siglo ni la redención numérica del 60.

Es, simplemente, un año más… o uno menos, según se mire; y sin embargo, este año ocurrió algo más bien inesperado y bueno y dulce: un alud de felicitaciones. No fueron pocas, fueron muchísimas. Decenas, cientos, tal vez miles (bueno, igual y estoy exagerando, quizá miles no, pero así se sintieron en mis notificaciones); así las sentí en el fondo del pecho.

Quienes me conocen de tiempo atrás saben, les consta, que no me gusta celebrar mi cumpleaños y que, en verdad, para mí es sólo un día más en ese tráfago que llamamos vida; sin embargo, los mensajes largos, los cortos, algunos con emojis que no entiendo y otros con palabras que me hicieron reír, pensar, tal vez lagrimear un poco —y eso ya es mucho decir en este mundo de gratitudes en serie y cariño con plantilla—; como sea, cada mensaje de voz, escrito o telefonazo, con su tono y su afecto, me abrazó más que cualquier fiesta sorpresa (que, por fortuna, nadie se atrevió a organizar).

Confieso que no he podido responderlos todos. No se vaya a pensar que por ingratitud o arrogancia, sino por simple y llana humanidad; a estas alturas del partido, responderle a cada quien es casi como volver a nacer: ya no tengo la energía de los veinte, ni la velocidad de los treinta, ni la paciencia zen de los cincuenta; tengo lo que tengo, mis 59; y créanme, pesan.

Por otro lado, reconozco que pesan bonito. Pesan como pesa un álbum de fotos que no se ha querido digitalizar porque las huellas dactilares también son parte del recuerdo; pesan como pesan los libros que no se han leído pero que uno guarda porque en algún momento, quién sabe cuándo, quién sabe por qué, juramos que los íbamos a leer; pesan como pesan los abrazos que no dimos, los “te quiero” que nunca dijimos, los silencios que, por pudor o por orgullo, aún no nos atrevemos a balbucir.

A todos los que se tomaron un minuto (o unos segundos automatizados, no liase) para escribirme, les digo: gracias. Gracias en serio. Me gustaría tener las palabras justas, la respuesta puntual, el emoji preciso, pero no puedo. Hoy solo tengo este texto, y la creencia de que, tal vez, valga más una sola respuesta sincera que cien likes disfrazados de presencia.

Cumplir 59 es una rareza linda porque sólo va a ocurrir una vez; y empiezo a pensar y a sentir un montón de cosas que nunca había pensado o sentido. Comienza uno a sospechar que ya vivió más de lo que le queda, pero también empieza a vivir de otro modo, con menos miedo, con menos recelos, con más ironía, con una ternura que se disfraza de sarcasmo y media sonrisa para no parecer cursi.

Así que, a todos los que me felicitaron, sepan que los llevo conmigo; aunque no les haya contestado, aunque no les haya puesto ni un “gracias” genérico, porque es posible que no haya podido leerlos todos; ustedes saben quiénes son y con eso basta. A los que no me felicitaron, tranquilos, a lo mejor el año que entra no llego a los 60 y se ahorran otra vez el mensajito; o quizá sí llegue, y entonces... prepárense para un texto más largo, más cínico, más dulce, más mío.

Gracias por tanto y perdón por tan poco.

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Luis Villegas Montes.

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