La historia del paseo comenzó en 1937, cuando el concejo municipal, antecedente del actual Ayuntamiento, acordó trasladar la estatua de Simón Bolívar, ubicada hasta entonces en el parque de San Nicolás (actual parque Urueta). Desde entonces la avenida pasó a llamarse “Paseo de Bolívar” y su historia está ligada a la del Parque Lerdo de Tejada, o “Parque Lerdo” a secas, pues los dos nacieron por la misma disposición del Cabildo. Los álamos se plantaron entre febrero y marzo ese mismo año, en medio se dejó una amplia calle que se llamó “Alameda Nueva”, para distinguirla de la que se encontraba camino al Santuario de Guadalupe, llamada, ¡cómo no!, “Alameda Vieja”.

Digo que su historia, la del Paseo, data de esas fechas, porque la rúa es viejísima. Allá por 1814, el Cabildo acordó crear una tercera alameda y la plantación de álamos avanzó hasta juntarse con la ya existente y constituir una sola unidad, conocida en sus tiempos como “Alameda de Santa Rita”, que con el tiempo gozó de varios nombres: “Paseo del Porvenir”, “Paseo de los Héroes”, hasta el actual: “Paseo Bolívar”.

Empero, vayamos por partes, como dijo Jack… El Destripador. El Paseo Bolívar es una de esas cosas que la burocracia urbana ha pretendido vendernos como joya turística, sin decirnos que es de fantasía; una especie de algodón de azúcar, pues es de esas que se deshacen con la primera lluvia —o con la segunda cheve—, porque sí, si algo ha florecido entre sus adoquines son bares de “ambiente”, o sea, música estridente, cerveza tibia y baños sin papel higiénico. No me malinterpreten, el gozo es legítimo y el problema no es la fiesta, sino el disfraz. Anhelamos con el alma que parezca un corredor cultural y lo más cultural que tiene es el tipo que vende raspados con anécdotas de balaceras de antaño.

Históricamente, el Paseo Bolívar era la antesala del poder, la pasarela del porfiriato local; no de balde, la Alameda cobró importancia a partir de 1826, año en el que el Ayuntamiento aprueba el programa de “Fiestas de Aniversario del Grito de Independencia”, que incluía un desfile cívico que partía de los “Portales del Ayuntamiento” y terminaba en la Alameda. Así, la élite chihuahuense salía a lucir sombrero y levita, como si fueran actores de esa obra interminable que llamamos “progreso”. Hoy, la levita se cambió por camisetas rotas, lentes oscuros y tenis; y el único progreso visible es que ahora venden tacos de camarón en un local donde antaño se despachaban telegramas. A mayor abundamiento, se dice que por aquí pasó Pancho Villa y, si sí pasó, probablemente pasó de largo pues no hay nada que retenga más de diez minutos la atención, salvo que uno tenga un fuerte apego a la arquitectura decadente o una novia gótica que insista en tomarse fotos frente a la Quinta Gameros “porque vibra bonito”.

Eso sí, el lugar tiene sus fieles. Los hipsters con pretensiones artísticas, los funcionarios que pasan a tomarse fotos para las redes y el ocasional turista que, perdido, cree que está cerca de algo histórico. Lo está, a una cuadra queda la casa de Villa; y eso, créanlo o no, es lo más vivo del sector, aunque sea un museo.

Paseo Bolívar, lugar donde la nostalgia y el porvenir se cruzan sin saludarse; donde lo histórico lucha por no ser histérico ni histriónico, y donde cada baldosa parece gritar: “algún día seremos modernos”… but not today, baby. Si uno se atreve a caminar por el Paseo Bolívar un viernes, después del mediodía, cuando el sol pega como si cobrara venganza y los bares ya huelen a juventud en descomposición, es difícil imaginar que por esa misma calle desfilaban, como ya dije —con bastón, frac y arrogancia de exportación— los prohombres de la élite porfirista.

En sus mejores años, el Paseo Bolívar era el escaparate del decoro. La crema y nata chihuahuense bajaba de la calle Aldama con la moral alta, el sombrero bien puesto y la conciencia limpia (o al menos discretamente sucia), era el “strip” de la aristocracia; se dice, por ejemplo —porque aquí mucho se dice, pero poco se prueba— que en un hotel de sus inmediaciones durmió don Venustiano Carranza; a lo que yo me pregunto: “¿Y cómo no iba de dormir, si con tanto mármol y muros de adobe ilustre, hasta el constitucionalismo descansa?”.

Para concluir estas remembranzas, por fuerza prestadas algunas de ellas —como que antes de 1980 yo no me había parado por ahí—, concluiré esta crónica donde la empecé: en el “Parque Lerdo” porque, para mí, ahí empezó mi Mundo, escrito así, con mayúscula. Antes de esas fechas yo era un muchachito repelente (y lo continúo siendo, aunque por otras razones y ya no soy tan muchachito), que leía desde los seis años, sacaba dieces en todas las asignaturas, participaba en obras de teatro, declamaba poesía patriótica y sus profesores, sobre todo las maestras, sentían especial debilidad, pero ésa es la historia que estoy por contar.

Continuará…

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