En algún momento libre durante el día ¿te has detenido a pensar por qué tomas ciertas decisiones? ¿Por qué a veces alcanzas o cumples una meta y otra no? Lo hemos dicho antes, no es cuestión de suerte ni de “desear” o “anhelar””: detrás de cada acto humano hay una fuerza que no se ve, una especie de faro interior que dirige nuestra vida. Esa fuerza es la voluntad, y como cualidad de ésta, la libertad, apoyadas en la inteligencia o intelecto.

En un mundo donde la enseñanza, erróneamente, va en el sentido de que las emociones y los instintos parecen dominar las decisiones cotidianas, es fundamental entender la diferencia de la voluntad, la libertad y la inteligencia (intelecto); respecto a las emociones, cada vez, son menos quienes reflexionan sobre la fuerza interior que realmente dirige nuestra conducta.

La voluntad como facultad no es una mera inclinación o un impulso ciego, es el poder racional que permite al ser humano actuar con conocimiento del fin que persigue, el motor silencioso que hace posible la libertad interior y, en última instancia, la formación de la personalidad.

La voluntad es, ante todo, una facultad consciente y reflexiva. A diferencia del instinto que es una reacción automática, espontanea sin reflexión previa alguna; por el contrario, por la voluntad deliberamos, decidimos y ejecutamos. De este modo, sabemos que no solo actuamos, sino porqué procedemos así y, aún más, por qué me puedo abstener de obrar en un sentido u otro.

La voluntad es poco entendida por las personas hoy, sin embargo, no por eso deja de ser una de las manifestaciones más elevadas del dominio de sí mismo, sin esta no habría mando en nosotros; por ello desde la filosofía clásica, la filosofía moral o ética, la psicología racional, hasta la antropología filosófica, reconocen que la voluntad no se limita a mover el cuerpo o a ejecutar órdenes racionales, sino que orienta toda la vida psíquica.

A decir del doctor Jesús Ambriz[1], la voluntad en la vida psíquica es muy amplia, pues mueve a obrar a los sentidos para que se fijen con atención en los objetos: al entendimiento, para atender, reflexionar y juzgar; a la imaginación, para combinar los datos conocidos; a la afectividad, para amar u odiar; a la capacidad motriz, para alcanzar lo deseado; a ella misma, para realizar su propio acto.

Por eso, la educación de la voluntad, desde niños, es una tarea esencial de toda formación integral. Educar, de “Educere”, es como sacar o aprovechar todas las posibilidades que ofrece el ser humano para dar de sí, en provecho propio y de los demás, en palabras coloquiales es formar: la inteligencia para la verdad, la voluntad y el corazón para el bien, de una manera integral, siguiendo las normas de la ley moral[2], entre otras, esto permite aprender a actuar con firmeza cuando es necesario, y a resistir o aplazar el impulso cuando conviene.

Una formación integral de la persona comprende no solo las emociones, los sentimientos, los instintos, las conductas y el contexto social; incluye la comprensión de relación entre la voluntad y la inteligencia, esta segunda, ilumina el camino, pero es la voluntad la que lo recorre. Cuando la inteligencia reconoce un bien, es decir, un ideal, un valor, una virtud, una meta, aviva la voluntad para alcanzarlo, luego ésta sostiene el esfuerzo emprendido, acomete ante la dificultad y da continuidad a los propósitos o metas fijadas. Entonces, entender y querer es la base de la formación de la personalidad, pero también del progreso de la sociedad, del arte, de la ciencia y de toda auténtica madurez moral.

Educar la voluntad, cultivar la libertad interior y orientar las pasiones hacia el bien, no son metas obsoletas ni discursos morales del pasado como hoy se enseña: son los pilares sobre los cuales se sostiene toda vida plena, toda sociedad verdaderamente humana.

[1] Ambriz, J. MEDICINA HUMANÍSTICA. (2022). Editorial Folia. Pág. 150.

[2] Peinador, A. Tratado de Moral Profesional. Editorial BAC. Pág. 434.