Durante años, el corredor De la Juventud, saturado por la sobre demanda, ha sido presumido como símbolo de progreso: plazas de lujo, torres altas, hoteles de marca, restaurantes donde una cena cuesta lo que antes un mes de renta, bares de luz tenue y música exportada de la Ciudad de México o de algún antro de moda en Monterrey.
Esto es, hasta ahora, el periférico convertido en vitrina de una ciudad que crece de forma sostenida y deja atrás su estilo provinciano y tranquilo que apagaba las luces y el ruido con la caída del sol. Pero basta asomarse a la madrugada para descubrir que debajo del brillo hay un latido oscuro, uno que no es nuevo, pero que hoy se escucha más fuerte. Es el latido de la violencia a la vuelta de la esquina, incluso en los lugares donde el dinero compra tranquilidad, supuestamente. La historia se ha escrito por tramos. El año pasado fue uno negro para los antros chihuahuenses, con ejecuciones dentro de bares, a quemarropa; balaceras en estacionamientos; clientes convertidos en daños colaterales; meseras heridas por estar en el turno equivocado. Tres ataques en negocios de ese corredor De la Juventud, siete en toda la ciudad, marcaron cierto patrón, no fueron meras coincidencias. El narcomenudeo, creciente y constante, dejó de ser problema de colonias marginadas de la periferia y de los clubes de mala muerte, para ir incrustándose en la zona de mayor plusvalía de la ciudad. En los antros y bares alrededor de la vialidad de mayor prestigio de la capital el crimen encontró algo irresistible: jóvenes con dinero, distracción, permisividad y un mercado que paga sin preguntar. La fiesta se volvió un puente entre el ocio y la economía criminal, aunque pocos quieren admitirlo. La violencia no siempre es buen negocio, así que sus chispazos se diluyeron en lo que, además de ser el gran escaparate de la ciudad moderna, también es mercado de enervantes. Pero en apariencia zona segura, neutral, donde los códigos para no alterar a la población se respetaron, al menos por varios meses. Los ataques cesaron gran parte de los meses siguientes, pero no se detuvo el avance del fenómeno de la penetración criminal en el círculo social más poderoso del estado, donde, como en los barrios bajos, también circulan drogas y mucho más dinero, a veces mezclado con sangre, corrupción y complicidades.***
Al comienzo de esta semana que termina, la madrugada del lunes 10 de noviembre, de nuevo un brote violento alteró la aparente paz del corredor.
A las 2:11 de la madrugada, un Dodge Charger de color gris salió de La Barra Tradicional, el mismo escenario de un triple homicidio en julio de 2024. Presuntamente, una Van los interceptó cuadras adelante y sus tripulantes descargaron armas cortas como si disparar en una zona de hoteles, residencias y restaurantes fuera lo más normal. En minutos, Ashley, de 20 años, y Fernando, de 29, estaban muertos. Un tercer joven sobrevivió; con un balazo en el hombro, pudo alcanzar a refugiarse en el Staybridge Suites, hotel sobre la avenida Tomás Valles Vivar y Vistas del Sol, muy cerca de donde fue el ataque; otras dos mujeres, perdidas entre el alcohol y el terror, ni siquiera pudieron declarar algo coherente. El ataque pudo ser mero arrebato pasajero en la pelea por el control territorial, si no es que fue algo planeado y específicamente dirigido contra una de las víctimas, como apuntan algunas versiones que ven, en la identidad de la joven de 20 años, la posible explicación de la doble ejecución. Sin información clara y precisa de parte de las autoridades, que ha logrado la detención de tres personas, las especulaciones que surgen desde el bajo mundo criminal apuntan a la posibilidad de un reacomodo sangriento de la capital entre dos eternos rivales: La Línea-La Empresa y el Cártel de Sinaloa con Los Cabrera -grupo recién llegado desde Durango y empoderado en varios puntos de la entidad- de punteros. Podría ser una guerra pequeña en tamaño, pero profunda en consecuencias, que dejó de pelearse en colonias calientes y empezó a dirimirse en el corazón económico de la ciudad. Pero hay algo más grave detrás de los nombres, los alias y los bandos en disputa. Es la normalización de episodios de violencia, ligados siempre a ese combate con el que parece estar maldecido Chihuahua. Además de la desgracia para las familias de los ejecutados del Charger, lo preocupante en el fondo no es quién gana o quién pierde, quién cae bajo las balas o qué grupo se posiciona mejor, sino el peligro latente para un sector de la población que acude a los bares a divertirse y distraerse, sin esperar que en cualquier segundo se conviertan en el lugar y el momento equivocados.***
El corredor De la Juventud podría dejar de ser ese territorio neutral y seguro, pactado, arreglado, según los visos que dejan el episodio reciente y los pasados.
Aunque no es normal ni es lo ideal que sea un escenario donde convergen varios mundos, coexisten allí la clase política que vive cerca, confiada en cámaras y rondines; el empresariado que invierte en zonas seguras; los jóvenes que buscan diversión sin pensar en el ecosistema que los rodea y los grupos delictivos que han aprendido a moverse en sigilo, mezclados entre autos de lujo, meseros uniformados y música a todo volumen. Lo que pasa en Haciendas del Valle y los sectores aledaños -zonas que antes eran símbolos de estabilidad social- revela que el crimen no distingue entre colonias pobres y ricas, sólo busca oportunidades rentables de negocio. Y el periférico es la mayor de todas. Mientras las autoridades se quedan en la prevención superficial y la reacción tardía, sin tocar las estructuras financieras ni a los jefes reales, la violencia seguirá entrando al antro por la misma puerta que abre el cadenero malencarado, testigo generalmente ciego y mudo de lo que sucede en el interior y en algunas cuadras a la redonda. La narcoguerra vista desde lejos -porque tenía sus peores escenarios en los alrededores del Cereso de Aquiles Serdán, en Villa Juárez o los fraccionamientos de casitas apiladas del norte- vuelve a acercarse, a instalarse en el mismo lugar donde la ciudad se pone perfume para no alcanzar a ver esa otra realidad. Y así, cada fin de semana, los jóvenes chihuahuenses caminan entre dos mundos, el de la fiesta que creen controlada y el del crimen que jamás lo está. No lo ven, pero lo sienten cuando escuchan una balacera, cuando un amigo desaparece, cuando una camioneta extraña se estaciona afuera de La Barra o ronda por las congestionadas callejuelas de Distrito 1; o cuando entienden que una noche de diversión puede terminar en una sala de urgencias o en la morgue, tanto por un accidente como por un ataque directo. Ese es el verdadero costo de la modernidad mal entendida. Un corredor donde la fiesta es cara, pero las vidas, lamentablemente, siguen siendo baratas.***
Los jóvenes -muchos de ellos estudiantes, otros profesionistas, hijos de empresarios, de funcionarios o de clases medias aspiracionales- entran a estos lugares como si fueran islas fuera del país real que reflejan las noticias de todos los días en el periódico, la televisión y las redes sociales.
No creen que la delincuencia esté ahí porque pagan caro, porque el valet parking sonríe, porque el lugar huele a aromatizante importado y nadie llega a pie, por el contrario, todos arriban en autos que sólo pueden pagar quienes tienen altos ingresos, sean legítimos o no. Pero las drogas que consumen, quienes lo hacen, no caen del cielo. Tienen dueño, una ruta por detrás, mucha sangre en el trayecto. Cada pastilla, cada bolsita, cada línea blanca en baño privado y siempre limpio financia exactamente a las mismas estructuras que semanas después descargan un arma contra un carro lujoso o ejecutan a alguien en una cochera de Riberas de Sacramento. Y sin embargo, la juventud acude, paga, consume, comparte historias en redes, vuelve a ir al siguiente fin de semana. No se asume parte del problema porque la narrativa social los absuelve: “son solo chavos”, “es solo peda”, “así es la fiesta”. Pero el crimen organizado no ve jóvenes con futuro sino consumidores fieles, dinero tal vez limpio para su negocio sucio y mayor legitimación social por penetrar a las estructuras que finalmente mueven a la ciudad, porque desde ahí se toman las decisiones sobre el rumbo que toma la capital. La moral de la historia es incómoda, pero necesaria. No es posible exigir seguridad en un corredor donde muchos de sus clientes sostienen, sin querer, parte de la economía criminal que los pone en riesgo. Es un círculo vicioso: drogas que alimentan al narco, narcos que alimentan la violencia, violencia que aterroriza a los mismos jóvenes que compraron el producto y que se ponen en riesgo ellos mismos y a los demás, no nada más por daños que ocasiona a la salud, sino por los demás factores que rodean ese negocio. Esos ataques premium deberían obligar a no bajar la guardia -a las autoridades, a las familias, a los jóvenes que tienen derecho a divertirse sin riesgo- ante la escalada del narcomenudeo en territorio caro.


