En una democracia madura, la corrupción no sólo debe perseguirse, sino también sancionarse con ejemplaridad
En una democracia madura, la corrupción no sólo debe perseguirse, sino también sancionarse con ejemplaridad. Sin embargo, lo que observamos en el caso del exgobernador Javier Corral apunta a una contradicción inquietante: quien fuera promotor de la rendición de cuentas hoy está bajo la lupa por presuntos actos de corrupción, mientras evade de momento las consecuencias plenas de la justicia.
El pasado 13 de noviembre de 2025 informaron que un juez federal negó la suspensión definitiva al proceso en contra de Corral, lo que implica que el exmandatario no podrá usar ese mecanismo para frenar la acción penal mientras ésta avanza. Es una señal de que al menos la puerta hacia la justicia sigue abierta, pero de ningún modo es garantía de que las responsabilidades políticas y penales vayan a consumarse.
El trasfondo de esta decisión revela cifras y hechos que deben inquietar a quienes buscamos una gestión pública honesta. Por ejemplo, autoridades estatales de Chihuahua acusan a Corral de desviar más de 98 millones de pesos mediante la simulación de un contrato para la reestructuración de deuda pública durante su administración (2016–2021). Adicionalmente, reportan que al menos 18 exfuncionarios de su gabinete están bajo investigación por actos de corrupción vinculados a aquella administración.
A pesar de su narrativa de superioridad moral, Javier Corral ha demostrado una preocupante incoherencia política: mientras construyó su carrera denunciando privilegios, abusos y pactos de impunidad en Chihuahua, hoy recurre exactamente a las mismas estrategias legales y discursivas que él mismo condenaba.
Su intento de presentarse como un perseguido político contrasta con años en los que acumuló capital político a partir de señalar a otros por prácticas que, presuntamente, también ocurrieron bajo su administración. Esa contradicción no sólo erosiona su credibilidad, sino que confirma un patrón frecuente en la clase política mexicana: quienes enarbolan la bandera anticorrupción suelen olvidarse de ella en el momento en que les toca rendir cuentas.
Lo que este episodio nos deja como reflexión es doble. Primero, que el blindaje jurídico a políticos investigados continúa siendo un problema estructural: que la suspensión o dilaciones procesales sean utilizadas para aplazar la rendición de cuentas afecta la confianza pública. Segundo, que la autoridad moral que se reclama para combatir la corrupción exige coherencia: quien denunció corrupción no puede eludirla cuando se le imputa.
Si bien negar la suspensión es un avance, no es el fin del camino. Es imprescindible que la investigación derive en claridad, que los responsables sean verdaderamente sancionados —no sólo los de ‘menor rango’, y que los recursos públicos cuestionados se recuperen.
No debemos permitir que la participación ciudadana sea reducida a un acto simbólico. La transparencia exige seguimiento, presión social y rendición de cuentas. En ello va la esperanza de que hay una mejor manera de hacer política.
Para ciudadanos que creemos en la buena administración, este caso representa una prueba de fuego: ¿será el sistema capaz de juzgar y sancionar, o prevalecerán los acuerdos y los fueros que protegen la impunidad? En la frontera entre la justicia y la política se juega la credibilidad del gobierno y de los partidos que dicen combatir la corrupción.
