En casi cualquier escuela la escena se repite: un zape en la nuca “de cariño”, un empujón en el pasillo, un apodo que arranca carcajadas, un video a escondidas que después circula en Close Friends. Cuando alguien se queja, la respuesta llega automática:
—No exageres. —Es cotorreo. —Así nos llevamos. Ese “así nos llevamos” funciona como tapadera perfecta. Lo que dicen ser un juego muchas veces ya es violencia disfrazada de chiste. La teoría lo dice bonito: Bourdieu habla de violencia simbólica para nombrar esas agresiones que parecen inofensivas, pero ordenan quién manda y quién obedece. El apodo sobre el cuerpo, el barrio, la apariencia o la sexualidad no es solo humor; define quién está arriba y quién queda abajo sin que nadie diga “te estoy agrediendo”. En el salón esto se vuelve regla no escrita: hay quienes ponen los apodos, quienes se ríen para no quedarse fuera y quienes aguantan para sobrevivir. Se normaliza tanto que la propia víctima termina usando el sobrenombre para encajar. El salón se convierte en un mini-orden social donde el poder se reparte a golpes suaves, risas fuertes y silencios incómodos. Bandura lo explicó hace décadas: la gente aprende a través de modelos. El adolescente no amanece un día repartiendo zapes por inspiración divina. Observa, copia, prueba y recibe premio o castigo. Si el zape causa risa, el golpe se convierte en chiste, el apodo se viraliza en el grupo de WhatsApp, la humillación se vuelve contenido. El docente mira a otro lado “para no hacer drama”, el mensaje queda claro: esto se permite. La escuela enseña matemáticas, pero también enseña qué tipo de violencia se tolera. Y hoy tolera demasiado. Goffman habla de la vida social como un escenario. En el aula todos representan un papel: el “chistoso” que bulea para que nunca lo buleen, la que se hace “ruda” porque sabe que la atacan si dudan de ella, el maestro buena onda que ríe los chistes y pierde autoridad. La cultura del aguante corona esta obra: el que se queja es “cristal”, “dramático”, “no aguanta nada”. El que soporta insultos y golpes gana puntos de resistencia. La dignidad se mide por cuánto dolor aceptas sin llorar. ¿Y el cerebro adolescente? No se trata de pintar a las y los adolescentes como monstruos. Tampoco como víctimas eternas sin responsabilidad. Su cerebro todavía ajusta impulsos, gestión emocional y empatía. El grupo pesa más que cualquier discurso adulto. Y la lógica es brutal: o pegas, o te pegan; te ríes, o te arriesgas a ser el siguiente. Sumemos algo más: hoy el pasillo no termina en la puerta de la escuela. El bullying viaja a TikTok, Instagram, Discord. Lo que antes quedaba en un salón hoy se replica en historias, screen shots y audios que se comparten una y otra vez. La violencia simbólica se vuelve contenido de consumo rápido. Lo que ya no podemos seguir haciendo los adultos: “son cosas de chavos” se volvió una forma elegante de lavarse las manos. Pero hablamos de niñas, niños y adolescentes con derecho a un entorno escolar seguro, no de gladiadores juveniles en entrenamiento. A las familias les toca revisar el chiste fácil que humilla en la mesa, el consejo tóxico de “si te pegan, pega más fuerte”, el aplauso al hijo que domina a otros. A las escuelas les toca dejar de minimizar con “solo jugaban” y asumir protocolos reales: nombrar las violencias, escuchar a quien dice “ya no quiero que me digan así”, sancionar sin espectáculo, trabajar con el grupo y no solo con “el problema”. A docentes y directivos les toca revisar su propio lenguaje: la burla, la etiqueta hiriente, el mote que parece cómplice, también pega. Cambiar la forma de “llevarnos” La pregunta ya no es si existe violencia en las aulas. La pregunta incómoda es cuánta de esa violencia aplaudimos con una risa, un like o un silencio. Si de verdad queremos escuelas que no rompan a la gente por dentro, hace falta algo más que campañas cada 25 de noviembre. Hace falta que cada grupo construya su propio pacto de respeto: qué palabras no se usan, qué “bromas” cruzan la línea, qué hacer cuando alguien dice “ya no me da risa”. El próximo zape, el próximo apodo, el próximo video “de cotorreo” puede parecer pequeño. También puede ser la gota que quiebra la autoestima de alguien que no se atreve a decirlo. La decisión está en nosotras y nosotros, adultos: o seguimos llamando juego a lo que hiere, o empezamos a nombrar la violencia aunque venga disfrazada de chiste. Porque en el salón de clases, igual que en la vida, la forma en que “nos llevamos” cuenta la historia de quién tiene poder… y de quién paga el costo. En la Ciudad de Chihuahua, durante 2025 se han registrado más de 227 casos de niñas, niños y adolescentes que han sufrido delitos de alto impacto, incluyendo violencia y maltrato que pueden abarcar microviolencias. La situación refleja un incremento significativo en los reportes de violencia infantil y adolescente. Para apoyo, existen instituciones como el DIF Estatal de Chihuahua, que registra y atiende casos de violencia y maltrato infantil, ofreciendo servicios de protección, orientación y atención psicológica. Además, la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes y diversas organizaciones civiles en Chihuahua brindan acompañamiento legal y terapéutico para víctimas y familias afectadas. Estos recursos son vitales para la intervención, prevención y apoyo a jóvenes afectados por microviolencias y violencia escolar en la región, contribuyendo a brindar un entorno más seguro y apoyado para los adolescentes de Chihuahua.
