La verdad es lo que es/
Y sigue siendo verdad/
Aunque se piense al revés
ANTONIO MACHADO
En la década de los sesenta, cuando apenas se vislumbraba una serie de cambios sustanciales en el humano por la tecnología de la computación que de manera lenta y silenciosa desarrollaban en laboratorios y reuniones científicas, un profesor de la Universidad de Edmonton analizó con visión lo que sucedería.
Marshall McLuhan (Canadá, 1911-1980), sin alarma pero con preocupación, “profetizó” que los medios de comunicación serían los mensajes, lo que implicaba una cambio radical en la teoría de la comunicación tradicional. O sea, un traslape y los medios fueron transformados en el mensaje. Simple, pero revolucionaria la tesis.
Se trataba de la televisión, prensa y radio que no los consideraba simples canales, sino estructuras que moldean y modifican nuestra percepción de la realidad y por lo tanto cambian la sociedad. A medida que iba apareciendo una nueva herramienta de comunicación se iba alterando la forma en que conocemos, sentimos, pensamos y nos relacionamos.
A medio siglo de su teoría, hoy las redes sociales han tomado el papel de ser el mensaje. Si bien no son medios desde el punto de vista convencional, sino plataformas de la tecnología digital, se han metido debajo de la piel y como prótesis de un nuevo sentido a través del cual sentimos, conocemos, hablamos, nos enamoramos y odiamos. Han sustituido a los sentidos sensoriales básicos, más a la razón y al corazón. Lo son todo.
La era de la comunicación e información, profetizada por McLuhan, abarca a todos y lejos de creer que estamos más informados por tantos recursos tecnológicos, recibimos “embarradas” de datos, cifras, historias falsas, medio falsas o medio ciertas que untadas a un pan sólo dan la sensación de alimentarnos. La profundidad y conocimiento de las cosas por sus causas han dejado de tener vigencia en esta vida vertiginosa que llevamos, levitados por la tecnología: un poco de todo y nada de nada. De la profundidad hemos pasado a la inmediatez y de la inmediatez a lo efímero. Todo nace en un día y muere al final de ese día.
Iniciamos el día con las redes que nos “informan”, pero a medida que va avanzando el día, van sucediendo cosas y de manera cronológica las van alternando o sustituyendo sin llegar al fondo y las causas: de un lamentable incendio o accidente a un choque que paralizó la circulación de una avenida; de un chisme de la farándula de infidelidad de un artista a la hospitalización de un jefe de estado o personaje. De una huelga escolar a un joven detenido con droga. De un pleito de vecinos a un golpe de Estado. Todo es mezclado y es informado con la inmediatez del hecho, pero sin ver la trascendencia o impacto, porque ya no hay tiempo para desperdiciarlo leyendo, investigando o profundizando. Todo es rápido, fugaz, líquido y efímero. Así nos han impuesto y cambiado las redes sociales.
Y quien controla todo son las empresas tecnológicas que por medio de algoritmos deciden por nosotros, controlan los gustos y gastos para terminar siendo esclavos digitales. En 1964, McLuhan dijo que “la información, cuando se expande demasiado, produce la misma confusión que la ignorancia”. Y aún no eran creadas las redes sociales.
Ahora, con la sobrecarga informativa, nuestra capacidad de decisión, lejos de fortalecerse por tener muchos elementos de juicio, se desvanece por la debilidad e inconsistencia de esos datos. Y lo más grave es que estamos perdiendo la capacidad de juicio y discernimiento.
El juicio consiste en distinguir entre lo falso y lo verdadero. Y en la filosofía es la teoría del conocimiento y sentido común o enunciados lógicos. Y distinguir entre lo bueno y lo malo se llama discernimiento, como capacidad de juzgar y diferenciar conceptos, acudiendo a la ética, como decisión entre lo bueno y lo malo, así como la moral, que es el conjunto de normas y valores que guían la conducta.
Según McLuhan, cuando la cantidad de mensajes crece sin control, el resultado se asemeja a la ignorancia, porque ambos producen el mismo efecto, que es la incapacidad de discernir entre lo real y lo falso.
Y justo, en el centro de esta era de la información y comunicación, está la principal víctima que cada día se desvanece y sale de la escena, que es la verdad. Si abandonamos el concepto de verdad, abandonamos la realidad, porque San Agustín la definió como “la adecuación del intelecto con la cosa”. Si no hay adecuación o coincidencia de lo que contiene nuestro cerebro con el objeto que tenemos enfrente entonces no existe. Ahora, parece que hemos invertido todo: queremos adaptar las cosas a nuestro intelecto y así le damos cabida a todo, sea falso o real, apariencia o ilusión, ocurrencia o imaginación, dejando esta función a la tecnología digital y más a la inteligencia artificial.
“La inteligencia artificial suplanta el diálogo, -opina Jaime Septién[1]- el conocimiento con esfuerzo, la cultura como cristalización de las ideas de un tiempo. Los populismos no sólo suplantan al mismo diálogo, lo transforman en una papilla previamente deglutida y lo vomitan como dogma y pensamiento único encima de los mortales”.
El esfuerzo y estudio para lograr el conocimiento está pasando a la barra de los bufetes, como en restaurante: hay de una variedad antojable que se puede consumir mezclado o repetir; pequeñas porciones, grandes o “probetes” de algo en una sola cuenta. Para conocer, en la cultura del menor esfuerzo, la facilidad y la inmediatez es sólo pulsar un clic de la inteligencia artificial. Conocer ya no implica ningún esfuerzo y con sólo una embarrada como mermelada en un pan, se obtiene lo light y rápido. Todo por encima, con una superficialidad vergonzosa para el intelecto.
Lo extraño es que queremos ser muy celosos y cuidadosos de nuestros datos personales e impedimos que tomen foto de nuestra identificación, pero en las redes sociales y tecnología digital no reparamos en la “privacidad mental”.
Hay un llamamiento de la UNESCO al uso ético de la tecnología dedicada a entender el cerebro e interactuar con él, la neurotecnología y considera necesario establecer un marco de actuación antes que generalicen el uso de estas tecnologías, en tanto que su mal uso entraña riesgos serios para la privacidad mental, especialmente para los niños y jóvenes.
La verdad es lo que es y no otra cosa, diría Jaime Balmes. Y lo que es, es y lo que no es, no es, remataría el filósofo de Güemes.
[1] SEPTIEN, Jaime (2025) El Futuro de la Verdad, El Diario de Chihuahua, p. 7D, domingo 16 de noviembre de 2025
