Los recientes señalamientos que presuntamente involucran al propietario del certamen Miss Universe en operaciones de tráfico de huachicol y armas, ponen nuevamente sobre nuestra inteligencia una pregunta trascedente: ¿qué resulta cuando sin freno ético se ejerce el poder económico o político?, actos que pueden realizarse por cualquier servidor público, empresario o político de los partidos políticos registrados conforme a derecho.
La corrupción y falta de integridad no son fallas aisladas, que se presentan de manera espontánea, sino un fenómeno que crece cuando las virtudes dejan de interiorizarse en las personas, o bien se debilitan por la falta de su ejercicio y determinación. Más allá de la visión mediática del caso y de quienes lo investigan o lo dan o conocer, lo realmente trascedente y preocupante es la revelación de un obrar inmoral y descarado. Tristemente vivimos tiempos en los que el éxito y la “autoridad moral” de algunas personas se mide por la imagen pública, por la capacidad económica con que cuentan, la influencia social, ¡wow! Que banal ¿no?, que lejana está la realidad de medirlas por la rectitud de su obrar e integridad de su carácter. Es inocultable que existen personas con acceso privilegiado a cierta información y deciden utilizar esas ventajas para actividades ilícitas, burlándose de la confianza depositada en ellos; a la larga aquellos comportamientos carcomen la confianza pública, dice el dicho “tanto va el cántaro al agua que un día se rompe”, acciones así alimentan la idea de la impunidad, lo que alimenta el rencor social hacia quienes realizan tales prácticas. Hemos insistido a través de múltiples colaboraciones publicadas anteriormente, que resulta urgente volver a colocar en el centro de la vida social el tema de las virtudes, obvio en orden al fin último del ser humano, no como conceptos del pasado, sino como herramientas prácticas aplicables a los tiempos actuales para reconstruir el tejido familiar y social, así como la vida pública. Insistimos en que la formación en virtudes radica, en primera instancia, en el padre y la madre, en el seno familiar, y que es ahí en donde inicia la formación de la niñez en virtudes y valores; es en esta institución de orden natural donde se empieza por ayudar a los niños constantemente en una exacta distinción entre el bien y el mal, en la buena dirección de la voluntad; olvídese que otras instituciones lo vayan a realizar, entienda: ¡no lo van a hacer!, ¡sí! es en la familia donde radica esta formación. Estas virtudes no deben estar apoyadas en corrientes que pretenden ser éticas, es decir, aquellas que por su falsedad reducen la moral o ética al capricho particular “lo que yo pienso y quiero es bueno”; a lo útil, lo placentero o lo conveniente, sin atender al fin último del ser humano; por ejemplo, el hedonismo busca solo el placer; el utilitarismo, la mayor utilidad; el pragmatismo moral, lo que “funciona”; y el egoísmo ético, el interés propio: “yo digo lo que es bueno”. Urge afirmar en las personas la virtud de la prudencia, y de esta la integridad; la primera permite discernir la verdad en situaciones concretas y tomar decisiones que conduzcan al bien. La integridad, en relación con los actos de corrupción y deshonestidad, se manifiesta como una firme oposición a estos guiada por la prudencia, de tal modo que debe ser aplicada reconociendo la verdad sobre la naturaleza destructiva de la corrupción, y eligiendo actuar con justicia y honestidad, incluso cuando enfrente desafíos. La integridad, así entendida consiste en llevar una vida virtuosa y recta, guiada por la razón y la verdad. Implica una congruencia entre el conocimiento, la voluntad y las acciones, buscando en todo momento el bien. No se trata solo de conocer la verdad, sino de vivir de acuerdo con ella, lo que implica un compromiso moral y una disposición a actuar de manera justa y honesta, algo que bastante falta hace en la actualidad.