Varias realidades quedaron expuestas a lo largo de esta semana de protestas de campesinos y transportistas en más de 20 estados del país, más allá de los intereses políticos también evidenciados y la falta de una gestión eficiente de las manifestaciones por parte de la administración de la presidenta, Claudia Sheinbaum.
Es real la incertidumbre en el campo generada por la propuesta a la Ley de Aguas Nacionales, hecha sobre algún escritorio en el centro del país, sin conocimiento de la problemática agropecuaria, que no es la misma en la región de Delicias que en la zona aguacatera de Michoacán; vaya, no es la misma para la producción lechera del sur de la entidad que para las regiones donde la vocación económica es la del ganado de carne. Es real la inseguridad en las carreteras, especialmente hacia el centro, bajío y sur del país, igual que las extorsiones de grupos criminales y hasta de las corporaciones de seguridad; es tan real como otras actividades del crimen organizado, que opera sin contención todo tipo delitos. Es real que el precio de los granos con el que venden los campesinos está por los suelos, debido a una cadena de intermediarios protegidos en las más altas esferas del gobierno, que pagan a seis pesos el maíz y venden a lo que quieren el kilo de tortillas. Es real la amenaza que representa al campo la renegociación del T-MEC con Estados Unidos y Canadá, especialmente si el sector primario no es fortalecido tanto con apoyos estratégicos del gobierno como por leyes justas, que den certidumbre y generen confianza, en vez de agitación en quienes tienen en sus manos la producción de alimentos y la logística para abastecer los mercados. En este contexto, no caben excusas ni justificaciones baratas, como que fueron el PRIAN o “los opositores a la 4T” quienes pusieron al país de cabeza, si varios líderes, como Heraclio “Yako” Rodríguez, exdiputado del PT, nunca han ocultado su simpatía con las causas de la izquierda, la misma que le abrió las puertas de Gobernación. La otra gran realidad que sobresale es la tendencia de la Federación a cortar con machete lo que necesita bisturí, evidenciada en el golpe de la reforma del agua y en la tentación del uso del Ejército para disolver los bloqueos, que, según trascendió, fue una idea planteada por el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, en vez de garantizar el reclamo de -precisamente- seguridad de los transportistas.***
Las movilizaciones, los bloqueos y las aduanas tomadas, los miles de camiones varados pusieron sobre la mesa, con crudeza, la fragilidad de cadenas productivas enteras. Los cuatro días completos de protestas, que golpearon tramos estratégicos de la red carretera y cruces fronterizos, culminaron con los primeros anuncios, la noche del jueves, de un acuerdo más faccioso que incluyente entre productores y transportistas con el Gobierno Federal.
Acordaron la instalación de mesas de trabajo para atender tres ejes: seguridad en las carreteras; dudas y modificaciones sobre las iniciativas de ley; y asuntos puntuales del campo, como precios, apoyos y logística. Lo hicieron con Julio Berdegué de Agricultura y César Yáñez, subsecretario de Gobernación, porque hubo rechazo generalizado a la intermediación de su jefa, Rosa Icela Rodríguez, a quien le quedó grande la secretaría encargada de la política interior del país. Esa es otra realidad inocultable del gabinete federal. Lo que ocurrió no fue un simple choque de intereses políticos sino la cristalización de problemas estructurales del campo con varias raíces, como los precios deprimidos que erosionan la rentabilidad del productor, la inseguridad en carreteras que vuelve oneroso y riesgoso el transporte y una percepción extendida de que las políticas públicas recientes cambian las reglas del juego sin consenso alguno con los afectados. Esa mezcla explica por qué las movilizaciones lograron coordinación nacional entre el Frente para el Rescate del Campo y algunas, no todas, asociaciones de transportistas; y por qué la Federación se vio obligada a ceder en la mesa de diálogo, después de decir, la misma secretaria de Gobernación rechazada, que ya habían realizado más de 300 reuniones con campesinos (sin resultado alguno, le faltó informar eso). En la negociación emergió un paquete de concesiones de forma inmediata, no todas resueltas en lo sustantivo, pero sí en promesas verificables. Comenzó la instalación de mesas técnicas; el compromiso para revisar y evitar retroactividad en la reforma hídrica respecto de pozos agrícolas y ganaderos; la creación de mecanismos para proteger la comercialización de granos frente a obligaciones internacionales y compromisos para reforzar la seguridad en las rutas. Esos acuerdos marcan una diferencia entre apagar fuegos momentáneos y abrir procesos de solución de mediano plazo; la prueba será si las mesas producen reglas claras y presupuesto para sostenerlas.***
En Chihuahua la movilización tomó matices propios. El liderazgo de “Yako” Rodríguez y la participación organizada del frente lograron que la agenda nacional incorporara demandas muy concretas del norte. Sin embargo, por la desconfianza norteña hacia la Federación, horas después de los acuerdos en México persistían cierres parciales en tramos del estado, con aperturas para vehículos ligeros y desahogar emergencias.
El retiro parcial y luego total fue también un gesto de solidaridad de transportistas y productores del norte con la misma gente del estado, pero eso no oculta la inquietud local por cómo se legisla a partir de visiones centralistas que no entienden las realidades áridas de estados como Chihuahua. La importancia de ese matiz local es política. Cuando el Estado pretende uniformar reglas sobre el agua, con un discurso que en apariencia oculta intereses nada claros y sin diferenciar cuencas, usos y vocación productiva, genera resistencias mayores en zonas como esta entidad, donde el agua es un insumo estratégico y la economía depende de certezas. Dar títulos de pozos y garantizar la no retroactividad son medidas paliativas, pero políticamente necesarias, porque transfieren certeza jurídica a quienes hacen inversiones a largo plazo. Si esas medidas se vuelven letra muerta, no habrá arreglo que mantenga la calma social. Aquí es donde conviene preguntarse si no era mejor una estrategia de tecnificación de mediano y largo plazo antes de intentar una reforma, si la idea es -supuestamente- evitar el innegable desperdicio del vital líquido especialmente en la agricultura, y luego ordenar las concesiones, volúmenes y demás. O bien, ¿no era mejor atacar directamente a los acaparadores, a quienes tienen pozos ilegales, a los corruptos que lucran con el comercio criminal del agua, en vez de dar el machetazo parejo a todos los productores del campo, ricos, pobres, chuecos y derechos? Porque esa es otra realidad que conocemos, no de ahora sino de siempre: hay una gran corrupción en la Comisión Nacional del Agua (del PRI, del PAN y de Morena), de la que han sacado ventaja grandes productores que igual pueden robarse el agua que cualquier otra cosa, en aras de producir los cultivos más rentables. Ahí es donde la 4T sacó el machete en vez del cuchillo; al tiempo que en materia de seguridad carretera sacó el garrote contra los manifestantes, no la inteligencia, los operativos, las estrategias contra el crimen.***
Aunque los bloqueos se levantaron relativamente rápido, el daño económico es real. Vimos retrasos en cadenas de abasto e impacto en maquila y exportaciones en regiones fronterizas donde la logística es la columna vertebral. Eso sin contar la desesperación y sufrimiento de los traileros atorados en los bloqueos, sin baño ni comida, con cargas perecederas y consumo altísimo de diésel para mantener sus máquinas estacionadas.
Para el país, el riesgo mayor no es una semana de paros sino el precedente que sienta la presión en la calle. Si los reclamos no se traducen en reformas transparentes y mecanismos institucionales e inclusivos para la participación de todos los involucrados, no nada más los afines, la política pública quedará a merced de quien tenga mayor capacidad de movilización en el próximo conflicto. Políticamente, la Presidencia y la bancada legislativa de la 4T pudieron ver que ceder a la presión reduce un choque inmediato, pero alimenta la percepción de debilidad frente a grupos que puedan presionar de nuevo; y no ceder hubiera significado escalada y daño económico mayor. Queda en esa encrucijada. Si la administración consigue traducir estas mesas en políticas concretas (precios de garantía creíbles, fondos temporales, títulos de pozos y seguridad) podrá convertir una crisis en un activo, mostrada su capacidad de gestión resolutiva. Pero si las mesas se diluyen en plazos sin compromisos y sin presupuesto, el costo será político y económico. Ante ello y la percepción de que ahí viene la dictadura mediante el control político del agua, lo más sano, para la 4T y para todos, es convertir las promesas en reglas y presupuesto, porque toda mesa sin recursos es una estafa. En fin, la protesta no nació del vacío; nació de decisiones públicas, de precios sin piso y de carreteras peligrosas. El reto ahora es que la mesa no sea sólo un botín discursivo de un grupo político sino el inicio de un entramado institucional que traduzca demandas en reglas y garantías, no en concesiones temporales. Si el Gobierno convierte estos acuerdos en políticas verificables, habrá ganado gobernabilidad; si no, la paz será sólo una pausa hasta la próxima carretera tomada.





