En el estacionamiento del Chili’s, acuné dos pequeñas pastillas azules en la palma de mi mano. Eran suaves como huevos de petirrojo, engañosamente bonitas para disimular su repugnante propósito.

¿Tomar laxantes o no tomarlos? Esa era la cuestión.

Intentaba no hacerlo entre semana, cuando me levantaba temprano para dar clases de escritura para universitarios y trabajaba en mi tesis durante la tarde. Guardaba las pastillas para los fines de semana. Pero esa noche ya estaba rompiendo todas mis reglas anoréxicas.

Esa noche iba a tener una primera cita.

Chico Twitter me había invitado a salir por mensaje directo. Nunca nos habíamos conocido en persona, aunque teníamos muchas cosas en común: habíamos ido a la misma universidad y los dos habíamos estudiado inmediatamente después un posgrado, aunque él estudió economía y yo, escritura. Nos gustaba el periodismo, nos preocupaba la política local y teníamos un humor similar en internet. Acepté la cita siempre que a él no le importara conducir desde Pittsburgh hasta Morgantown, Virginia Occidental.

Sugerí que nos reuniéramos en Chili’s, no porque estuviera convenientemente situado junto a la interestatal, sino porque era el único restaurante que se me ocurría. A pesar de haber vivido en Morgantown durante año y medio, no sabía nada de su escena gastronómica. La anorexia infectó mi vida apenas empecé el posgrado. A mitad de los estudios, también me había quitado la mitad de mi peso corporal total.

Me pasé la semana anterior a nuestra cita aprendiéndolo todo sobre el menú de Chili’s. Es monstruoso. Está lleno de combos y platters y “Chicken Crispers” —lo que sea que eso signifique— y calorías. Tantas calorías. Incluso la sección del menú llamada “La parrilla sin culpa” me ponía nerviosa. La opción más baja en calorías se acercaba a mi ingesta diaria total. Quienquiera que escribiera los textos para Chili’s no comprendía la capacidad de culpa que tiene una anoréxica; me castigaba por comer dos albaricoques deshidratados cuando hubiera podido dar clase cargada de adrenalina con uno.

Un Jeep con placas de Pensilvania entró en el estacionamiento. Me tragué los laxantes sin nada de tomar.

Chico Twitter llevaba una ajustada camisa de botones de color morado y sus manos se movían nerviosas mientras caminábamos el uno hacia el otro. Me dijo que era aún más guapa en persona. Miré mi vestido, era un nuevo favorito, no por su estilo o material, sino porque era talla infantil.

Cuando nos sentamos uno frente al otro, abrió el menú.

“En realidad nunca he estado en Chili’s”, dijo. “¿Qué hay de bueno aquí?”

“Oh, tienes que comer aperitivos en Chili’s”, respondí. Estaba actuando, forzándome a meterme en el papel de Chica Normal con la Comida. Una parte desesperada en lo profundo de mi ser esperaba que esta cita me ayudara a recuperar la salud.

“Elige tú”, le dije, cerrando el menú. Sentía la boca blanda y algodonosa por los laxantes. Había ayunado todo el día. La preparación anoréxica para el día del juicio final.

Chico Twitter pidió el Triple Dipper con pepinillos fritos, alitas boneless con salsa búfalo y rollitos primavera estilo suroeste. Me clavé las uñas en las medias.

“El viaje fue muy fácil, sinceramente”, dijo. “Y muy bonito”.

Claro. Charla casual. Le hice preguntas básicas de una primera cita y me habló de sus padres, de su nueva afición a hacer requesón casero, de su etapa de teatro musical en la preparatoria y de la muerte de su hermano. Me contó historias dulces, divertidas, tristes y muy personales, y durante todo ese tiempo yo estaba intentando calcular mentalmente las calorías de nuestra bandeja de aperitivos.

La anorexia hace que te enfríes. No solo físicamente, como notó Chico Twitter cuando nuestras manos se rozaron, sino emocionalmente. Dado que el cerebro está centrado en el único objetivo de perder peso y el cuerpo está agotado intentando sobrevivir con tan pocas calorías, no hay mucho espacio para la empatía.

La mesera interrumpió a Chico Twitter con nuestro Triple Dipper. Pequeños círculos grasientos de pepinillos empanizados y fritos. Rollitos primavera estilo suroeste con una cazuelita de aderezo ranch. Alitas con salsa búfalo que eran de un color más naranja eléctrico que el refresco de naranja. Olía… fuerte.

Mi estómago gruñó, hambriento de cualquier cosa. Los pepinillos fritos eran la opción más pequeña, así que tomé uno y me lo llevé lentamente a la boca como un científico que interactúa con materiales peligrosos.

Oh. Estaba bueno. Bueno como los macarrones con queso de Kraft, el Kool-Aid, los Fun Dip, comida que sabe a un proceso químico. Bueno como cuando estás borracha y necesitas algo para absorber el vodka con soda. Bueno como cállate, Chico Twitter, para que pueda tener un romance con este pepinillo frito en vez de contigo.

Quería estar sola en aquel Chili’s, en un reservado escondido en algún lugar de la parte de atrás, sin nadie más que los focos de pimientos arcoíris para presenciar cómo me tragaba todo el Triple Dipper.

He aquí el secreto: a nadie le gusta la comida como a mí. Le tengo miedo, claro. La controlo, sí. La evito, ciertamente. Pero la comida es lo que anhelo. Pienso constantemente en ella. Diseño toda mi vida alrededor de ella.

Tomé otro pepinillo frito y lo dejé reposar, oh pedazo de cielo salado, sobre mi lengua.

“Hay que compartir el postre”, dijo Chico Twitter. “Ni siquiera tengo hambre, pero quiero seguir pasando el rato contigo”.

Elegimos la galleta con chispas de chocolate en sartén. Se parece más a un pay de chispas de chocolate, pensé, viendo cómo nuestra camarera nos traía un plato hondo de hierro fundido. Una perfecta bola de helado de vainilla coronaba el postre.

Mi anorexia gritaba con solo pensarlo. Hacía cortocircuito con los mismos números, una y otra vez: las calorías, mi peso, la hora de la noche, cuánto tardaba el laxante en empezar a hacer efecto. Apreté el botón de posponer y me rendí ante la locura temporal de Chili’s.

Atravesé la galleta con mi cuchara, los pegajosos trozos de chocolate se mezclaron con el helado derretido. La anorexia acabó con mi apetito sexual, pero aquella noche quería acostarme con la galleta de chocolate en sartén.

“Las damas se quedan con el último bocado”, dijo Chico Twitter, empujando la sartén hacia mí. Abordó el tema de una “próxima vez” mientras salíamos del restaurante. Me limpié las muelas posteriores con la lengua, desesperada por otro bocado, un último regusto de dulzura.

“¿Puedo besarte?”, preguntó de pronto como si la pregunta se le hubiera escapado. Lo miré bajo los focos del estacionamiento. Tenía unos grandes ojos cafés. Las mejillas sonrojadas. Una mancha de salsa búfalo en la barbilla.

Me di cuenta de que era una persona real. Una persona real que ayudaba a los ancianos a averiguar dónde les tocaba votar y que conducía hasta otro estado para invitar a cenar a una chica que no conocía.

Con su título en economía y sus aspiraciones políticas, Chico Twitter planeaba cambiar el mundo. Yo planeaba pasar hambre hasta que pudiera mirar el espejo y ver un cuerpo con el que pudiera vivir.

Me incliné y apreté mis labios contra los suyos. Yo no era una persona real como él, pero podía fingir.

“Vendré la siguiente semana”, dijo. “Déjame invitarte a salir otra vez”.

Imaginé otra cita entre nosotros. ¿Qué habría que hacer?

“OK”, tendría que decirle, “lucho contra trastornos de la alimentación. Así que no podemos ir a restaurantes. Tampoco cocinar la cena. De hecho, mejor si no hay comida de por medio. Vayamos al cine. Puedo pedir una Coca-Cola Light extragrande, encorvarme en la oscuridad y fingir ser la persona que soy en Twitter. Sin cuerpos molestos. Puedes tomar mis manos heladas que tienen los nervios dañados. Puedes besarme y saborearé las palomitas con mantequilla en tu lengua”.

Imposible.

Yo ya tenía una relación. La anorexia me exigía tiempo, atención y amor. Me arrastró a las oscuras aguas heladas de la inanición. Chico Twitter era una persona, no un salvavidas. No podía salvarme. Era más probable que, atado a una mujer que se ahogaba, él también fuera envuelto por las profundidades.

Se fue manejando hacia la noche, de vuelta a Pensilvania. Me balanceé sola en el estacionamiento, con una mano apretada contra el estómago, impaciente por que empezaran los familiares retortijones del laxante para poder estar vacía de nuevo.

Con la anorexia, la vida solo es eso: vacío. Tuvieron que pasar años de sufrimiento y de destrucción casi total de mi salud mental y física hasta que los médicos me convencieron de que empezara a cuidar de mí misma.

Sigo sin poder salir con nadie; ahora mi relación a tiempo completo es con la recuperación. Intento no llevar la cuenta de todas las oportunidades que he perdido a causa de la enfermedad, pero es difícil no preguntarse “¿y si…?”.

Quizá Chico Twitter habría sido el amor de mi vida. Quizá habríamos celebrado 50 años sentados uno frente al otro en Chili’s, con nuestras manos arrugadas entrelazadas, sonriendo ante una galleta con chispas de chocolate en sartén.