En Ciudad Juárez, el combate al narcotráfico es una realidad que se vive a diario. Las calles, testigo de tantos silencios y batallas, han visto pasar —sin hacer ruido— las Vans blancas y los vehículos custodiados por fuerzas federales y extranjeras. Son parte de una lucha que, aunque discreta, ha logrado resultados palpables para la seguridad de la ciudad.
La presencia de agencias como la DEA, el FBI o ICE no es nueva: operan aquí, junto con autoridades mexicanas, persiguiendo a los grupos que durante décadas han sembrado miedo y destrucción.
Nadie duda de que el crimen organizado corrompe el tejido social, desgarra familias y deshace comunidades. Sin embargo, combatirlo exige un compromiso absoluto con la ley, no su quebranto. Porque tan nocivo es el narcotraficante que impone su poder a balazos como el gobernante que, en nombre del orden, decide colocarse por encima de la justicia.
Donald Trump, desde su discurso altisonante y sus decisiones unilaterales, encarna ese riesgo. Su guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado ha rebasado los límites de la legalidad y la ética. Hasta hoy, su gobierno ha reconocido —sin rubor— la ejecución de 76 personas sin juicio previo. La línea que divide la defensa de la ley y el abuso del poder se desdibuja peligrosamente cuando la justicia se ejerce a punta de misiles.
El reciente despliegue del portaviones USS Gerald Ford, con más de cinco mil marineros y un arsenal digno de una guerra mundial, confirma la deriva militarista de Estados Unidos. Según el Pentágono, su misión es “detectar y desarticular actividades ilícitas” en América Latina, pero la presencia de ocho buques de guerra, un submarino nuclear y escuadrones de cazas F-35 en el Caribe deja entrever otro propósito: imponer miedo y control político en la región.
La lucha contra el narcotráfico es una causa justa, necesaria y urgente. Pero debe sostenerse en la ley, no en el atropello. De otro modo, la línea que separa al criminal del gobernante se vuelve tan tenue que ambos terminan pareciéndose demasiado.