CDMX.- Ahora que la Drug Enforcement Administration (DEA) vuelve a las primeras planas de los periódicos, conviene postular un instructivo con ocho claves para entender su identidad, cultura organizacional, técnicas de operación y posición frente a México:
La DEA es la principal agencia antinarcóticos del gobierno federal de Estados Unidos. No es la única ni la primera en existir. Muchas de sus facultades son compartidas con una docena de agencias federales y cientos de departamentos policiales a nivel estatal. Alrededor del 80% de sus recursos está destinado a tareas domésticas. El resto, a trabajos fuera de sus fronteras. Con la excepción de la CIA, no hay otra agencia civil del gobierno de Estados Unidos con tantos recursos humanos y económicos destinados a tareas en el extranjero. A escala global, la DEA cuenta con 93 oficinas en 69 países. En total, no son menos de ochocientos los "agentes especiales" y "analistas de inteligencia" que trabajan fuera de Estados Unidos.
La mejor manera de analizar a la DEA es a partir de una "perspectiva burocrática". Es un actor más entre una pléyade de organizaciones dedicadas a tareas antinarcóticos, seguridad e inteligencia. Es un error pensar que sus acciones, intereses e incentivos son los mismos que los del Departamento de Estado, la Casa Blanca u otras instituciones. Hablamos de un actor político más que conforma la complejidad de la política exterior de Estados Unidos.
Si Estados Unidos no es un ente monolítico, tampoco lo es la DEA. En otras palabras: no hay una DEA. Hay muchas. Los jefes que despachan en los headquarters en Arlington, Virginia, tienen sólo un vago control sobre lo que hacen los agentes en las más de 240 oficinas que tiene desplegadas la DEA en Estados Unidos. Mucho menos conocen lo que ocurre a escala global, ni lo que hacen sus jubilados, famosos por escribir memorias y hablar de más apenas dan un portazo a sus oficinas por última vez. Se trata de una organización profundamente descentralizada que, además, no adolece de conflictos internos. Las guerrillas intestinas son famosas por su crueldad. No sería raro que en la filtración de la semana pasada se escondieran ataques fratricidas imposibles de descifrar por nosotros, simples mortales. A saber.
La DEA pasa un mal momento. Quizás uno de los peores de su historia -que ya es decir-. Internamente enfrenta dos retos. Por un lado, las críticas a su incapacidad por no haber previsto la crisis de opioides en Estados Unidos. Concentrada en la mariguana y en la cocaína, la agencia no pudo leer el desafío del fentanilo. ¿Las consecuencias? Más de cien mil muertos por sobredosis de opiáceos sintéticos en 2023 sólo en Estados Unidos.
Por otro lado, la DEA enfrenta el reto de la regularización de sustancias a nivel subnacional. Esto es, la distorsión que provoca intentar aplicar leyes federales profundamente prohibicionistas en Estados que han aprobado reglamentos que descriminalizan el consumo. Se trata de una tensión insuperable. La DEA vive en carne propia el desgajamiento del consenso prohibicionista en Estados Unidos. Su punto de fuga es, por tanto, lo que sucede allende de las fronteras. Precisamente porque no pueden ser policía en su país, intentan serlo para el resto del mundo.
A escala internacional las cosas tampoco van demasiado bien para la DEA, incluso van muy mal, o muy mal. Fiestas con prostitutas, excesos, lavado de dinero, corrupción. Esas son algunas de las palabras que aparecen en cualquier buscador cuando uno teclea Drug Enforcement Administration. Los escándalos se amontonan.
El año pasado, el ex agente José Irizarry fue sentenciado a doce años de cárcel por 19 delitos, incluyendo lavado de dinero. En tanto agente de la DEA en Colombia y Miami, Irizarry desvió nueve millones de dólares de fondos etiquetados para investigaciones contra el lavado de dinero. Irizarry no actuaba solo. Era el líder del "Team America", una cofradía de agentes que viajaban por el planeta recolectando dinero proveniente del lavado de activos.
Otro caso que nos toca más de cerca es el del despido, hace apenas unos meses, del ex director de la DEA en México, Nicholas Palmeri. El despido tenía justificación: Palmeri pasó, al menos un fin de semana, en la casa de un abogado de narcotraficantes en Miami. Para no generar un escándalo, la destitución de Palmeri se dio en completa discreción y tras bambalinas. No lo persiguieron. El temor no era tener a un posible criminal en las filas de la agencia, sino que la prensa se enterase.
En México, la DEA mantiene oficinas en Tijuana, Ciudad Juárez, Nogales, Hermosillo, Monterrey, Matamoros, Mazatlán, Nuevo Laredo, Guadalajara, Mérida y Ciudad de México. En ningún otro país del mundo tiene tantas oficinas como en México. El número oficial de agentes acreditados apenas supera los cincuenta en suelo nacional. Están acreditados por la Secretaría de Relaciones Exteriores y están regulados por los lineamientos de la Ley de Seguridad Nacional aprobada en 2021.
Todo esto es verdad, pero no es la verdad completa. Gran parte de los agentes que operan en México están asignados a oficinas de la DEA en Estados Unidos. Éstos son enviados a cumplir tareas específicas por semanas o meses en México. Normalmente son de origen mexicano, llegan con visas de turista y están por semanas en el país sin dejar rastro alguno. Actúan por la libre y no hay forma de regularlos. En muchos casos van armados. No sabemos cuántos son. Hacen y deshacen fuera del control del Estado.
En México, y en otras partes, los agentes de la DEA actúan bajo consideraciones políticas. Apenas esta semana se dio a conocer que, en 2018, agentes encubiertos de la DEA viajaron a Venezuela con el único fin de simular ser parte de una red de narcotraficantes y sobornar a dirigentes chavistas mientras los grababan. En el mejor de los casos seguía la persecución judicial. En el peor, la extorsión política.
Según las notas de Deutsche Welle, ProPublica e Insight Crime, algo parecido pretendían hacer con Nicolas Mollinedo, el otrora chofer de López Obrador en 2011. Las técnicas de incitación al delito (entrapment o sting operations) son el pan y mantequilla del funcionamiento de la DEA, mismas que se realizan al margen del derecho internacional. Son, digámoslo con todas sus letras, formas de intervención. Los agentes de la DEA se creen la policía del mundo, pero no lo son.
La filtración que dio pie a las publicaciones sobre el presunto financiamiento ilegal de la campaña de López Obrador en 2006 debe entenderse en el marco de la pésima relación que tiene la DEA con su gobierno de la 4T. Las razones del conflicto son varias: la disolución de una de las unidades de investigación especiales (SIU) enclavada en la Policía Federal y que colaboraba desde hace décadas con la DEA; el malogrado Culiacanazo de 2019; la defensa gubernamental de Salvador Cienfuegos en el otoño de 2020; la promulgación de la Ley de Seguridad Nacional de 2021 y varios etcéteras más.
Leo la publicación de la semana pasada como una venganza que busca pegar donde más duele -en el aura anticorrupción del presidente- y cuando más lastima -al inicio del calendario electoral. La justicia al servicio de la política. ¿Suena familiar?
Termino este breve instructivo con una última clave: cuando escuchamos de la DEA hay que descreer. Estamos ante la organización que apuntala la mayor mentira de nuestra época -la guerra contra las drogas. Sus métricas de éxito son nuestros fracasos nacionales más íntimos.