A los agricultores del Valle Central de California les gusta decir que alimentan al mundo, y no se trata de una exageración.
El valle se extiende a lo largo de 725 kilómetros de tierras fértiles desde Bakersfield en el sur hasta Redding en el norte, produce aproximadamente el 40 por ciento de las frutas, verduras y frutos secos cultivados en Estados Unidos, y exporta la mitad de esa producción al extranjero. En conjunto, la agricultura de California es un negocio de 60.000 millones de dólares al año.
También es un sector que el presidente Donald Trump ha sumido en la confusión. Apenas en semanas recientes ha ofrecido vagos destellos de esperanza.
Cuando los agentes de la Patrulla Fronteriza y del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) se presentaron el mes pasado en las granjas y empacadoras del condado de Ventura, al sur del Valle Central, cundió el pánico en los campos del valle, donde se calcula que el 80 por ciento de los trabajadores agrícolas son indocumentados. Los granjeros de la zona, de los que la mayoría votaron por Trump y esperaban que los protegiera, estaban furiosos.
“Me encantaría convocar una huelga general”, dijo Vernon, un agricultor enfurecido, parado entre sus hectáreas de ciruelos cerca de la ciudad de Kingsburg una sofocante mañana reciente. “¡Dejemos de alimentar a Estados Unidos por una semana!”. Vernon pidió que solo se utilizara su nombre de pila debido a los trabajadores indocumentados a los que les da trabajo.
En lo que va de mes no ha habido redadas en el Valle Central. No obstante, Manuel Cunha Jr., presidente de la Liga de Agricultores Nisei, que representa a 500 agricultores y a más de 75.000 trabajadores agrícolas, la mayoría en la región, está nervioso. “Si tenemos una sola redada de la Patrulla Fronteriza, estamos acabados”, dijo en una entrevista en su oficina de Fresno. “Porque nadie va a ir a trabajar a ningún campo o empacadora”.
Eso es lo que ocurrió el 7 de enero, al día siguiente de que se certificara la victoria electoral de Trump, cuando hubo redadas en la zona agrícola de los alrededores de Bakersfield. En los últimos días del gobierno de Biden, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza dijo que se trataba de “detenciones selectivas de personas implicadas en contrabando”. Los trabajadores agrícolas se quedaron en casa.
Lo que es peor ahora, dijo Cunha, son los mensajes contradictorios del gobierno de Trump en plena cosecha de este verano, cuando los agricultores temen no tener trabajadores para recolectar las ciruelas, melocotones, nectarinas y albaricoques de los árboles antes de que se pudran. “Los agricultores quedarán destruidos”, dijo.
Para intentar calmar los temores, la organización de Cunha ha publicado avisos en los que explica a los trabajadores cómo evitar encuentros con las autoridades de inmigración, a quienes no se permite entrar en las granjas sin una orden judicial. Sin embargo, ICE y la Patrulla Fronteriza pueden detener a los trabajadores en las carreteras.
Se aconseja a los trabajadores que cuando salgan de los campos se quiten los sombreros y los pañuelos, que los delatarían como trabajadores agrícolas. Se les dice que mantengan sus matrículas al día, que cambien sus rutas de ida y vuelta al trabajo y que no viajen con nadie que no conozcan.
Mientras tanto, Cunha y su equipo estudian minuciosamente cada palabra de Trump.
Un día después de las redadas de Ventura en junio, Trump dijo que “nuestros granjeros están sufriendo mucho” y prometió ayuda, pero cuatro días después el Departamento de Seguridad Nacional dijo que las redadas continuarían. Cuatro días después de eso, Trump volvió a decir que no quería perjudicar a los agricultores (“los amo”), y en una declaración de dos minutos realizada en una pista de Nueva Jersey mencionó un vago intento de “dejar que los agricultores se responsabilicen” de sus trabajadores. Cunha y su equipo quedaron desconcertados.
“Lo escuchamos creo que unas tres o cuatro horas”, dijo Cunha. Había pensado enviar la declaración del presidente a los agricultores y trabajadores agrícolas de la región. “Decidimos no hacerlo”, dijo. “Las palabras no son claras”.
Cunha se mostró más optimista tras oír al presidente prometer en Florida la semana pasada que su gobierno estaba trabajando en un sistema para “dar de alta” a los trabajadores agrícolas para que puedan “estar aquí legalmente, pagar impuestos y todo eso”. Los trabajadores agrícolas, añadió el presidente, “no obtienen la ciudadanía, pero obtienen otras cosas y los agricultores los necesitan para hacer el trabajo. Sin esas personas no podrás operar tu granja”.
“Rezo para que siga adelante con esto”, dijo Cunha, “y nadie pueda convencerlo de seguir otro camino”.
Sin embargo, la confusión continuó esta semana cuando Brooke Rollins, secretaria de Agricultura, dijo que “no habrá amnistía” para los trabajadores agrícolas indocumentados y que seguirán las deportaciones masivas, pero de “forma estratégica e intencionada”.
Cunha dijo que no sabía a qué se refería.
El miércoles, una portavoz de la Casa Blanca, Abigail Jackson, dijo que “el presidente Trump es un defensor incansable de los agricultores estadounidenses” y que está “comprometido a garantizar que tengan a los trabajadores que necesitan para seguir teniendo éxito”.
44 dólares la hora por recolectar ciruelas

La familia de Vernon se dedica a la agricultura desde 1893 cerca de Kingsburg, en el Valle de San Joaquín, que constituye la mitad sur del Valle Central. (El Valle de Sacramento es la mitad norte). Vernon tiene 142 hectáreas, un terreno modesto para la zona, y vende ciruelas, nectarinas y melocotones orgánicos a Whole Foods. Durante una entrevista en sus campos, mientras los trabajadores recogían fruta cerca, Vernon arrancó una ciruela ámbar negra de un árbol y la ofreció.
“Se come bien”, dijo. “Se envía bien”.
Vernon emplea a 65 trabajadores del campo, y esta mañana pagaba a 30 de ellos hasta 44 dólares la hora por trabajo a destajo, en función de los kilos de ciruelas recogidos ese día. Los trabajadores estaban subidos a escaleras que llegaban hasta las ramas de árboles rebosantes de fruta y llenaban cajas de plástico —suspendidas sobre sus pechos por correas entrecruzadas sobre sus espaldas— con alrededor de 11 kilos de ciruelas cada una.
“Es un trabajo físico”, dijo Vernon. Los días en que el trabajo que hay es menos demandante, como la poda y el aclareo, los trabajadores ganan 5 dólares por árbol, unos 22 dólares la hora. Alrededor del 70 por ciento son indocumentados, dijo.
Vernon, quien es republicano y votó por Trump, dijo que le gustaría contratar ciudadanos estadounidenses, pero que le ha resultado imposible encontrar personas dispuestas a hacer el trabajo.
“No se han postulado, y no creo que sea un trabajo mal pagado”, dijo. “Si este es un trabajo mal pagado, ¿entonces qué es McDonald’s? Hay salarios mucho más bajos que los que pagamos nosotros”.
Tiene una nave de empaquetado de fruta que da trabajo a otras 70 personas durante todo el año. “Y ahí quizá un 45 por ciento es legal”, dijo. “Se paga un 10 por ciento menos, pero tenemos un mayor porcentaje de gente legal porque trabajar en una fábrica es socialmente aceptable”.
Vernon reconoció que muchos trabajadores estaban dispuestos a ganar menos dinero en una fábrica simplemente para evitar el clima abrasador y las exigencias del trabajo en el campo. Pero, dijo, “si tus hijos estuvieran recolectando ciruelas, aunque ganaran el doble de lo que ganarían en McDonald’s, te daría vergüenza decir que están recolectando ciruelas”.
Durante una marcada escasez de mano de obra agrícola en el Valle de San Joaquín a finales de la década de 1990, Cunha formó parte de un programa que intentó sin éxito conseguir ciudadanos estadounidenses —beneficiarios de asistencia social en California y personas desempleadas— para que trabajaran en los campos. Hubo incontables problemas. Los trabajadores potenciales no querían trabajos estacionales bajo un calor de 38 grados, no tenían manera de trasladarse a los campos, a menudo necesitaban guarderías y recibían poca o ninguna capacitación.
“Fue un desastre total”, dijo Cunha. El programa consideró a los presos, pero, según Cunha, el sindicato de presos dijo que tenía que haber dos guardias en los campos por cada 20 presos, así como tres comidas al día. Se abandonó la idea.
Los cultivadores de árboles frutales dependen en gran medida del trabajo manual, ya que las ciruelas, los melocotones, las nectarinas y los albaricoques deben recogerse con cuidado para evitar magulladuras. “La fruta más delicada de todas es el albaricoque”, dijo Cunha. “Con tan solo mirar un albaricoque se te pone marrón”.
En cambio, los frutos secos —nueces, almendras y pistachos— se recogen en gran medida con una máquina. Su producción se ha disparado en el Valle Central en los últimos años debido al aumento de la demanda mundial y a la creciente popularidad de la leche de almendra en Estados Unidos. Un factor positivo para los cultivadores es que hay menos necesidad de mano de obra de la reserva californiana de trabajadores agrícolas, en su mayoría indocumentados.
“Cada año es menos preocupante”, dijo Daniel Sumner, profesor de economía agrícola de la Universidad de California en Davis. Sumner, exsubsecretario de economía del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, calculó las estadísticas de este artículo sobre la cantidad de fruta, verdura y frutos secos cultivados en el Valle Central y exportados desde ahí.
‘Tu cuerpo se acostumbra’

Jorge es un contratista laboral con 900 trabajadores en el campo. Aproximadamente el 70 por ciento son indocumentados. Él proporciona trabajadores a siete cultivadores de uvas de mesa del Valle de San Joaquín, pero tras las redadas del condado de Ventura, muchos estaban demasiado asustados para ir a los campos, sobre todo las parejas.
“Si eran marido y mujer, la esposa no venía porque no querían que se llevaran a los dos”, dijo Jorge, que hablaba a la sombra de un parral y pidió que solo se utilizara su nombre de pila debido a su mano de obra indocumentada. “Si pasaba algo, al menos uno estaba en casa con los niños”.
Jorge nació en Estados Unidos, pero sus padres eran trabajadores agrícolas, y él creció recolectando uvas, peras, melocotones y fresas. Fue duro cuando empezó, dijo, “pero ya sabes, tu cuerpo se acostumbra. Te pones en forma para hacerlo”. Más tarde lo convirtió todo en un negocio.
La mayoría de los ciudadanos estadounidenses que trabajan para él son hijos de padres indocumentados, dijo. “A algunos de ellos, que son jóvenes, de 22 o 23 años, les pregunté: ‘¿Por qué están aquí? Nacieron aquí. Fueron a la escuela aquí’. Su respuesta es: ‘No podemos conseguir trabajo en la ciudad’”.
Una de las trabajadoras de Jorge, una jefa de cuadrilla a cargo de 32 obreros, lleva en Estados Unidos desde 1998 y no tiene documentos, al igual que su marido. Juntos tienen cinco hijos, todos nacidos en Estados Unidos. La mayor, una hija, estudia ahora en la Universidad de California en Los Ángeles, y quiere ser doctora. El menor es un niño de 3 años.
La jefa de cuadrilla, que estaba con Jorge en el parral, dijo que le preocupaban constantemente las redadas, por lo que ella y su marido tenían cuidado de no trabajar juntos en los campos. “A veces pienso: ¿Qué nos va a pasar?”, dijo. “No hay nada, ninguna esperanza”.
La organización de Cunha también ha distribuido entre los trabajadores agrícolas miles de tarjetas rojas, en inglés y español, que pueden entregarse a las autoridades de inmigración. “No deseo hablar con usted, ni responder a sus preguntas, ni firmar o entregarle ningún documento, basándome en mis derechos de la Quinta Enmienda de la Constitución de Estados Unidos”, comienza la tarjeta.
La temporada de recolección de uvas de mesa empieza esta semana. Como siempre, es un trabajo duro. “Hacen 40 grados y tienes que tirar de una carretilla con cuatro cubos de uva, que son unos 36 kilos”, dijo Jorge. Necesita a todos sus trabajadores, y espera que las cosas sigan tranquilas.
“Nos quedan tres meses duros de fruta de todo tipo para cosechar”, dijo Cunha. “Son más de 90 días, todos los días sin saber qué diablos va a pasar”.