A finales de 1954, cuando la batalla de Enrico Fermi contra el cáncer estaba llegando a su fin, recibió una visita.

Fermi, premio Nobel de Física, había huido del fascismo en Europa y se había convertido en uno de los fundadores de la era nuclear, ayudando a dar vida al primer reactor del mundo y a la primera bomba atómica.

El visitante, Richard L. Garwin, había sido alumno de Fermi en la Universidad de Chicago, y el científico premiado lo llamó “el único genio verdadero que he conocido”. Había hecho algo que en aquel momento solo conocían Fermi y un puñado de expertos. Ni siquiera su familia lo sabía. Tres años antes, el joven prodigio, que entonces tenía 23 años, había diseñado la primera bomba de hidrógeno del mundo, que trajo la furia de las estrellas a la Tierra.

En una prueba, había explotado con una fuerza casi 1000 veces superior a la de la bomba atómica que arrasó Hiroshima, y su potencia era mayor que la de todos los explosivos utilizados en la Segunda Guerra Mundial.

Fermi le confió un pesar a su respetado alumno. Sentía que su vida había implicado una participación demasiado escasa en cuestiones cruciales de política pública. Murió unas semanas después, a los 53 años.

Después de aquella visita, Garwin emprendió un nuevo camino, considerando que los científicos nucleares tenían la responsabilidad de manifestarse. Su determinación, según contó más tarde a un historiador, provenía del deseo de honrar la memoria del científico que mejor había conocido y al que más admiraba.

“En la medida de lo posible, me inspiré en Fermi”, dijo.

Garwin, el diseñador del arma más mortífera del mundo, murió el martes de la semana pasada a los 97 años, dejando tras de sí un legado de horrores nucleares a los cuales dedicó toda su vida a contrarrestar. Pero también dejó un extraño enigma.

¿Por qué ocultó durante medio siglo lo que Fermi y una decena de presidentes sabían? Fue un tema que traté con él este enero en una entrevista, la última de muchas.

El enigma es especialmente extraño porque su papel central en la creación de la bomba H se convirtió en la fuerza motivadora que lo impulsó hacia adelante, que le ayudó a convertir los remordimientos de Fermi en una vida de activismo político y social, que le convirtió en un discreto gigante del control de armas nucleares.

“Si pudiera agitar una varita” para hacer desaparecer la bomba H, me dijo una vez, “lo haría”.

En un destello cegador, la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima por el Enola Gay mató al menos a 70.000 personas. Mortal como ninguna otra arma anterior, seguía siendo bastante limitada en contraste con la superarma de Garwin. Una versión propuesta tenía la fuerza de más de 600.000 Hiroshimas. La mente se aturde ante cifras tan grandes. Aun así, los analistas de la Guerra Fría juzgaron fríamente que podría reducir a cenizas una región del tamaño de Francia. Su arma sacudiría el planeta. Podía acabar con la civilización.

Esa bomba no fue la única hazaña impulsada por el prodigioso intelecto de Garwin. Hizo descubrimientos básicos sobre la estructura del universo, sentó las bases de las maravillas de la salud pública y la informática, y ganó muchos premios. Amplió las fronteras de la astronomía, la física, los superconductores, el reconocimiento orbital y otros muchos temas que investigó, a menudo a instancias del gobierno estadounidense.

Pero lo que lo impulsaba, lo que lo hacía estar deseoso de asesorar a los presidentes, no era su don para idear maravillas del descubrimiento y la innovación, sino, gracias a Fermi, una cruzada personal para salvar al mundo de su propia creación.

Henry A. Kissinger asesoró al menos a 12 presidentes estadounidenses en alguna medida. Garwin nunca formó parte del gabinete de ningún presidente de manera oficial, como si lo hizo Kissinger. Pero en nuestra última entrevista, el físico repasó una lista de presidentes e identificó uno por uno a los comandantes en jefe a los que había asesorado. Eran trece.

Aunque estaba ansioso por contrarrestar su creación, Garwin no asumía ninguna responsabilidad personal o moral por haber dado vida a la bomba H. Su nacimiento, sostenía, era inevitable.

“Quizá aceleré su desarrollo uno o dos años”, dijo en 2021. “Eso es todo”. Los historiadores de la época tienden a estar de acuerdo. La Unión Soviética no tardó en seguir su ejemplo pionero, y luego media decena de países más. En la actualidad, las bombas de hidrógeno han sustituido a las bombas atómicas en la mayoría de los arsenales, creando un mundo de incómodos enfrentamientos entre enemigos nucleares.

Por lo visto, Garwin creía que él —y a veces solo él— podía asomarse al caos del universo y discernir su orden subyacente. Al igual que J. Robert Oppenheimer, quien durante la Segunda Guerra Mundial dirigió la fabricación de la primera bomba atómica, también podía ser cruel e intolerante con quien consideraba menos dotado.

Aun así, Garwin demostró habilidad para el trabajo en equipo y generosidad con los compañeros a los que respetaba. Durante décadas, el físico trabajó duro para avanzar en la búsqueda de ondas gravitacionales, ondulaciones en el tejido del espacio-tiempo que predijo Einstein. Apoyó la construcción de costosos detectores que, en 2015, observaron con éxito las ondas, abriendo una nueva ventana al universo. Garwin sonreía de orgullo cuando el hallazgo obtuvo el Premio Nobel.

Garwin también se las arregló para recorrer un camino difícil a través del complejo militar-industrial de la nación, que aplastó a Oppenheimer y mimó a Edward Teller, uno de los primeros defensores de la investigación de la bomba de hidrógeno. Durante décadas, criticó el complejo desde dentro, promoviendo algunas ideas y socavando otras, utilizando su intelecto y su posición como conocedor de la materia para sacudir las cosas, a menudo de forma anónima.

“El científico más influyente del que nunca has oído hablar” es como lo definió su biógrafo. El físico decía a los recién llegados al aparato federal que podían conseguir hacer algo o recibir reconocimiento, pero no ambas cosas. En algunos aspectos, era la antítesis de Kissinger, quien cuidaba con esmero su imagen pública.

A la izquierda le encantaban los ataques de Garwin al establishment militar estadounidense, pero su propia brújula parecía alinearse menos con la política que con el pragmatismo. Recibió premios del presidente George W. Bush, republicano, así como del presidente Barack Obama, demócrata.

“Nunca se ha encontrado con un problema que no quisiera resolver”, dijo Obama en 2016 cuando entregó a Garwin la Medalla Presidencial de la Libertad, el mayor honor civil del país. El presidente con dos mandatos describió al físico como un consejero de los ocupantes de la Casa Blanca “bastante contundente”.

En general, la vida de Garwin puede considerarse una historia de genialidad en la que las manifestaciones clave quedaron oscurecidas por un muro de silencio. ¿Por qué, por ejemplo, esperó tanto tiempo para contar a su familia su papel en la bomba H? ¿Intentaba proteger a sus seres queridos de las críticas y las reacciones de odio?

No. Resultó que, como puede ocurrir en las vidas al servicio del gobierno, sentía que se cernían sobre él cuestiones delicadas de seguridad nacional.

En nuestra última entrevista, Garwin dijo que le preocupaba que unos familiares locuaces pudieran poner, sin proponérselo, la atención sobre él de agencias de inteligencia extranjeras deseosas de conocer secretos de la bomba H. Esa preocupación lo persiguió incluso después de que su papel se conociera públicamente, añadió.

“Aún me preocupa”, dijo en su casa de Scarsdale, Nueva York, un día nublado de invierno. Miró por la ventana.

“Ahora podrían estar escuchando”.

ASESORANDO A LOS ASESORES

El nacimiento de la bomba de hidrógeno

Richard Lawrence Garwin nació en Cleveland el 19 de abril de 1928. Su padre enseñaba electrónica en un instituto técnico.

De niño, Richard, al que llamaban Dick impresionaba a los adultos con sus habilidades lingüísticas y matemáticas. Le encantaba desarmar y volver a armar cosas, incluida una aspiradora.

A pesar de sus evidentes dotes y de su temprano ingreso en el instituto, un profesor de inglés les dijo a sus padres que Dick nunca iría a la universidad. Desafió esa predicción y estudió física en la Escuela Case de Ciencias Aplicadas, en Cleveland. El adolescente vivía en casa, cogía el autobús para ir a clases y trabajaba por las noches.

Se graduó a los 19 años y la Standard Oil le ofreció una beca completa para estudios de postgrado en la Universidad de Chicago, que tenía uno de los mejores departamentos de física del país.

Fermi se convirtió en el consejero del joven. Dos años más tarde, en 1949, Garwin se graduó en Chicago con un doctorado en física y se convirtió en instructor de la escuela.

El joven de 21 años había sido demasiado joven para desempeñar un papel en el Proyecto Manhattan, pero se encontraba profundamente implicado en lo que siguió.

Como muchos estadounidenses, Garwin se preocupó cuando Moscú detonó su primera bomba atómica aquel verano. ¿Cómo respondería Washington? A principios de 1950, el presidente Harry S. Truman anunció que la nación intentaría fabricar “la llamada bomba de hidrógeno o superbomba”.

Fermi invitó a Garwin a unirse a él en Los Álamos, la base situada entre los altos pinos y los profundos cañones del interior de Nuevo México donde nació la bomba de Oppenheimer. Ahora, en la agenda del extenso laboratorio: intentar cumplir la amenaza de Truman.

En lo más profundo de cada estrella, temperaturas y presiones extraordinariamente elevadas fusionan átomos de hidrógeno en helio, liberando explosiones de energía. La idea de Los Álamos era imitar ese proceso de fusión. Los expertos lo llamaron termonuclear, en parte para distinguir sus reacciones a alta temperatura de las de las bombas atómicas, que empiezan a temperatura ambiente.

El plan general consistía en que la explosión de una bomba atómica actuara como una cerilla para encender el combustible de hidrógeno. La prehunta era cómo. En las primeras ideas, el combustible atómico y el de hidrógeno se colocaban en capas alternadas, como en el interior de una pelota de béisbol.

El gran avance se produjo a principios de 1951. Teller y Stanislaw Ulam, un colega de Los Álamos, imaginaron dos etapas distintas colocadas una junto a otra dentro de una carcasa cilíndrica.

Moviéndose a la velocidad de la luz, la radiación de la bomba atómica en explosión golpearía la pared interior de la carcasa y, en un rebote, inundaría el interior con una colosal ráfaga de rayos que comprimirían y encenderían el combustible de hidrógeno.

La nueva idea confería a la bomba una potencia ilimitada. Como el combustible de hidrógeno estaba separado del caos inicial de restos atómicos y ondas de choque, podía, en teoría, ser infinitamente grande.

Teller pidió a Garwin que elaborara un plan detallado. Advirtió que tendría que resolver “todas las dudas imaginables” de los científicos de alto nivel. “El documento de Garwin fue criticado de arriba abajo”, escribió Teller en sus memorias, pero el plan del joven “permaneció inalterado”.

El muchacho prodigio convirtió la idea aproximada en un plan de cuatro páginas que aún está clasificado como ultrasecreto. Adjuntó un gran diagrama esquemático.

En un atolón de coral del Pacífico Occidental, el dispositivo creció lentamente. Garwin nunca visitó el lugar de las pruebas, donde su creación terminada tenía dos pisos de altura y pesaba 82 toneladas.

La explosión de prueba, cuyo nombre en clave era Ivy Mike, tuvo lugar el 1 de noviembre de 1952. Vaporizó una isla del Pacífico y produjo una nube en forma de hongo de 160 kilómetros de ancho.

Garwin, que entonces tenía 24 años, mantuvo un bajo perfil. Ninguna noticia citó su nombre. Nadie lo condenó ni lo elogió. Era profesor adjunto de física en la Universidad de Chicago, no un alto cargo del gobierno ni una celebridad científica.

Un mes después de la explosión, se incorporó a la International Business Machines Corporation, lo que le permitió ocupar un puesto de físico en la Universidad de Columbia. En las décadas siguientes, se le concedieron 47 patentes por su trabajo en IBM.

El inusual acuerdo también le dio libertad para cambiar repetidamente el curso de la historia. Garwin lo hizo principalmente ofreciendo asesoramiento científico a los presidentes y a sus asesores, una continuidad de consultoría en la Casa Blanca que se extendió desde Eisenhower hasta Trump.

ASESORANDO A KENNEDY

La abolición de una amenaza de bomba H

El presidente John F. Kennedy utilizó las proezas científicas y militares de la nación para asustar a Moscú y exhibir la ventaja tecnológica de Occidente. Fue su principal estrategia en la Guerra Fría.

Entonces sobrevino el desastre.

En un caso de cosas malas que tienen buenos resultados, las repercusiones del desastre ayudaron a dar a luz al primer caso exitoso de control de armas nucleares.

La crisis comenzó el 9 de julio de 1962, cuando el ejército estadounidense, buscando la forma de destruir las ojivas soviéticas que se aproximaban, detonó una bomba H a unos 402 kilómetros sobre el Océano Pacífico. La altura récord para una explosión termonuclear produjo sorpresas tanto en tierra como en el espacio. Las luces de las calles de Hawai se apagaron. Los satélites en órbita fallaron.

Resultó que la explosión había aumentado los cinturones de radiación alrededor de la Tierra, haciendo los anillos de partículas energéticas en forma de rosquilla, más peligrosos. El ejército planeaba una detonación a mayor altitud ese verano, a más de 1200 kilómetros.

Kennedy quería evaluar rápidamente los riesgos. Presionado por el Pentágono, ya había aprobado los preparativos para esa explosión extremadamente alta, cuyo nombre en clave era Urraca. La pregunta urgente del presidente era si la detonación de armas nucleares estadounidenses en el espacio exterior podría producir suficiente radiación para envenenar a los humanos y arruinar su anunciado plan de alunizar astronautas.

El 25 de julio de 1962, envió un telegrama a Garwin, invitándolo a formar parte de su equipo de asesores científicos de la Casa Blanca.

Semanas después, Kennedy se reunió con Garwin y altos asesores en el Despacho Oval para hablar de los peligros de la radiación. El físico recordó que el presidente temía que la reciente explosión “hubiera acabado con el programa Apolo”, que estaba trabajando para llevar a los estadounidenses a la Luna. ¿Cuánto duraría el aumento de la radiación?

“Mucho tiempo”, respondió Garwin, añadiendo que era imposible decir exactamente cuánto. Tras un debate sobre los riesgos y las incertidumbres, Garwin sugirió que la zona de peligro podría persistir entre dos y veinte años.

Aquella reunión en el Despacho Oval fue, con toda probabilidad, un punto de inflexión.

El 5 de septiembre de 1962, Kennedy preguntó a sus asesores de seguridad nacional y ciencia si el peligro de radiación podría “hacer prohibitivo un viaje lunar”. Discutieron los riesgos, la alineación de las inminentes pruebas nucleares estadounidenses y si el ejército podría vivir sin la detonación de Urraca, a 1200 kilómetros de altura.

En una reunión del Consejo de Seguridad Nacional celebrada dos días después, se canceló la prueba a gran altitud.

Al año siguiente, Kennedy firmó un tratado con la Unión Soviética que prohibía las pruebas nucleares en el espacio exterior, en la atmósfera y bajo el agua. Las armas solo podían probarse bajo tierra. Lentamente, los elevados niveles de radiación en los cinturones planetarios disminuyeron por desintegración natural y dispersión.

De 1968 a 1972, la NASA envió a dos decenas de astronautas del Apolo a través de las zonas de peligro. Posteriormente, los expertos que estudiaron la exposición de las tripulaciones descubrieron que sus dosis eran inferiores a las de los trabajadores que desempeñaban trabajos industriales que implicaban radiación. Los astronautas no sufrieron efectos debilitantes para su salud.

ASESORANDO A NIXON

Un salto en la vigilancia de la bomba H

El presidente Richard Nixon quería que Moscú y Washington firmaran un pacto histórico para limitar sus armas nucleares.

Las conversaciones formales comenzaron en 1969, el año en que asumió el cargo. Paralelamente, el presidente y sus asesores buscaron formas de evaluar mejor el tamaño del arsenal soviético y verificar así el cumplimiento de cualquier acuerdo. El objetivo general era hacer más estable el equilibrio del terror nuclear —la amenaza de destrucción mutua asegurada— y un elemento disuasorio más fuerte contra la guerra.

Una nueva generación de satélites espía sería una herramienta central. Elevados sobre la Tierra, abrirían una nueva lente sobre los movimientos secretos de los bombarderos, submarinos y misiles soviéticos capaces de lanzar armas termonucleares contra Estados Unidos. Garwin, que ya era uno de los asesores científicos del presidente Nixon, se volcó en el esfuerzo de los satélites.

Los primeros satélites espía de la nación, que utilizaban película fotográfica, eran lentos, torpes y derrochadores. La película expuesta podía tardar semanas en llegar a los analistas fotográficos. Y los costosos satélites espaciales, una vez agotada la película, iban a parar a la chatarrería celestial.

Garwin dirigió un equipo de expertos que preveían un tipo de nave espacial más avanzada que sustituiría la película por microelectrónica y radiotransmisores. Imágenes frescas llegarían a la Tierra. El equipo también pidió nuevos y potentes telescopios. En efecto, las naves espía serían precursoras del telescopio espacial Hubble, pero apuntando a la Tierra.

Incluso según los estándares habituales del secreto federal, el proyecto satelital era extremadamente secreto. En julio de 1971, Garwin hizo entregar borradores del informe final a los miembros de su equipo mediante una clase especial de mensajería. Se les exigió que los leyeran, los devolvieran y no se quedaran con ninguna copia.

Al mes siguiente, Garwin y un colega informaron a Kissinger, quien respaldó el nuevo enfoque electroóptico. Sorprendentemente, la innovación se adelantó décadas al cambio masivo de las cámaras de película a las digitales.

Ese septiembre, el presidente Nixon aprobó un plan para desarrollar el nuevo satélite espía, que se convirtió en el arquetipo de todo lo que vino después. Para las relaciones Este-Oeste, se consideró que la tecnología aumentaba la previsibilidad y disminuía la sorpresa, rebajando así las tensiones entre las superpotencias.

Al año siguiente, Nixon se reunió en Moscú con el dirigente soviético Leonid I. Brézhnev para firmar un acuerdo que, por primera vez, limitaba sus arsenales nucleares.

Garwin recibió dos premios por este trabajo, uno de la CIA en 1996 y otro en 2000 de la Oficina Nacional de Reconocimiento, que dirige las flotas de satélites.

La mención de esa oficina decía que el físico había ayudado a Kissinger a “comprender el papel fundamental” que la tecnología de espionaje llegaría a desempeñar en la seguridad nacional: estabilizar el incómodo enfrentamiento entre enemigos armados con las armas más mortíferas.

ASESORANDO A CLINTON

El impulso para poner fin a las pruebas de la bomba H

La simplicidad hizo de la bomba de Hiroshima algo seguro. No tuvo ninguna explosión de prueba. Las bombas H eran menos fiables. Por definición, necesitaban múltiples pruebas para descubrir fallos y optimizar los resultados.

Durante décadas, la presión de Garwin a favor de una prohibición total de las detonaciones de prueba se basó principalmente en este hecho: sin pruebas, no hay bomba H. Aunque consideraba que la prohibición espacial de Kennedy era un buen comienzo, quería evitar no solo nuevas carreras armamentísticas, sino también que nuevos Estados aspiraran a las armas más destructivas del mundo.

El final de la Guerra Fría parecía el momento. En 1993, el presidente Bill Clinton anunció planes para un tratado en el que todas las naciones renunciarían a todas las explosiones nucleares, como hacía Washington unilateralmente. Esto significaba prohibir las pruebas incluso bajo tierra, la última zona permitida.

En 1993, Garwin se convirtió en presidente de la Junta Consultiva de Control de Armamentos y No Proliferación del Departamento de Estado, que orientaba a los altos funcionarios federales, incluidos los de la Casa Blanca. También ayudó a conseguir apoyo público para un acuerdo de prohibición de pruebas.

De manera crucial, en agosto de 1995, Garwin ayudó a resolver una disputa técnica que amenazaba con convertirse en un factor de ruptura en las negociaciones del tratado. Se centraba en si la prohibición debía permitir explosiones minúsculas. Lo abordó como miembro veterano de los Jasons, un grupo secreto de asesores científicos federales independientes. En un extenso informe, el grupo respaldó la prohibición total, afirmando que Estados Unidos podría firmar un tratado aunque excluyera las pruebas minúsculas.

Días después, Clinton se hizo eco de esa conclusión al anunciar que buscaría lo que los expertos denominaron un tratado de rendimiento cero. “Espero”, dijo, “que conduzca a un pronto consenso” en la mesa de negociaciones.

En lugar de eso, las conversaciones se alargaron. Y Francia y China se apresuraron a realizar detonaciones de última hora antes de que entrara en vigor cualquier prohibición.

Finalmente, en septiembre de 1996, una solemne procesión de representantes de los gobiernos mundiales, incluido Clinton, firmó el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares.

Entonces las cosas se vinieron abajo.

Clinton fue reelegido en noviembre, pero ahora se enfrentaba a mayorías republicanas tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado.

Peor aún, a principios de 1998 salieron a la luz los escándalos del presidente con la becaria Monica Lewinsky, lo que avivó una tormenta política que paralizó la Casa Blanca.

Mientras los republicanos del Senado se apresuraban a votar rápidamente el tratado, Garwin declaró ante el Comité de Relaciones Exteriores.

“Estamos mejor”, argumentó, “con una prohibición de pruebas que sin ella”.

Seis días después, el 13 de octubre de 1999, el Senado rechazó el tratado. Aunque finalmente fue firmado por 187 naciones, el tratado nunca entró en vigor porque Estados Unidos y un puñado de otros actores clave no lo ratificaron.

Aun así, Garwin y sus colegas habían creado una nueva norma mundial. El largo y duro proceso de forjar un consenso mundial sobre los méritos de una prohibición, abrazada por los Estados termonucleares, condujo a una nueva era más estable. Atrás quedaron las ondas de choque que habían irradiado desde los emplazamientos subterráneos de pruebas y rebotado por todo el planeta. Desde entonces, Estados Unidos y otras potencias nucleares principales no han probado armas. Ahora hay un nuevo tipo de silencio.

“Haces estas cosas”, me dijo Garwin poco después de que el Senado rechazara el tratado. “Y si te mantienes en ello durante mucho tiempo, a veces ganas”.

ASESORÁNDOSE A SÍ MISMO

El debut público del diseñador de la bomba H

En 1979, Edward Teller sufrió un infarto y descubrió así, como le dijo a un amigo, “que no soy inmortal”. Mientras se recuperaba, compartió sus recuerdos sobre la fabricación de la bomba de hidrógeno con ese amigo, que había llevado consigo una grabadora.

“Así que ese primer diseño”, dijo Teller, “lo hizo Dick Garwin”. Repitió el homenaje para evitar cualquier malentendido.

Durante 22 años, aquella grabación se perdió para la historia. Por casualidad, también encajaba muy bien con la propia determinación de Garwin de ocultar su papel en la bomba H.

Los mitos se extendieron. En 1995, Dark Sun, un relato de 700 páginas sobre la fabricación de la bomba de hidrógeno, atribuyó su diseño a un comité de científicos mayores. No mencionaba al joven de Cleveland.

Eso cambió en abril de 2001. George A. Keyworth II, amigo de Teller, quien más tarde fue asesor científico del presidente Ronald Reagan, me dio una transcripción de la grabación y escribí sobre ella para The New York Times. Llamó la atención, incluso de Garwin y su familia.

Aunque Teller había reconocido anteriormente el papel del joven físico, esas menciones quedaron enterradas en escritos y reuniones de especialistas. Ahora, de repente —medio siglo después de los hechos— Garwin obtenía un amplio reconocimiento público como diseñador de la bomba H.

“Fue entonces cuando la gente lo supo de verdad”, dijo Lois, su mujer, a un historiador. “Y la gente que conocía a Dick muy, muy bien, y lo conocía desde hacía mucho tiempo, se mostró realmente sorprendida”.

Después de aquello, como siempre, siguió adelante. El erudito dio conferencias y escribió artículos sobre armas espaciales, minas terrestres, terrorismo, pandemias, submarinos, asesoramiento científico, programas de ayuda alimentaria, cajeros automáticos, las ambiciones nucleares de Irán, la red eléctrica del país, la eliminación de residuos radiactivos, los riesgos catastróficos y el desarme nuclear. La última entrada de su exhaustivo archivo está fechada a principios de este año.

Por aquel entonces, decidí que el anciano estadista del control de armas nucleares, como Teller, probablemente no iba a vivir para siempre. Tenía 96 años. Y yo tenía algunas preguntas.

En aquella entrevista, para mi sorpresa, Garwin dijo que Fermi había enfatizado el peligro equivocado al calificar una vez la bomba H de “cosa maligna” por su destructividad ilimitada.

“Ese no es el peligro”, dijo. El gran peligro, añadió, son “tantas armas nucleares”, que aumentan el riesgo de robo, errores, accidentes, uso no autorizado… y de que el mundo caiga de la disuasión mutua a un abismo termonuclear.

Para mí, aquella última visita a Garwin fue otro atisbo de una época pasada en la que luchó discretamente para contrarrestar una amenaza existencial para la humanidad.

Le pregunté si alguna vez se había planteado escribir unas memorias.

“Lo intenté”, dijo el hombre conocido por su franqueza. “Es un trabajo imposible”.