Chihuahua, Chih.- Yo ya no aguantaba el miedo. Nunca antes había sentido así, no sólo la certeza de que estaba a punto de morir, sino el presentimiento de que me iba a ser revelado un secreto terrible, tan terrible que no iba a ser capaz de soportar su peso en mi espalda.
En la carretera que conecta a la ciudad de Chihuahua con Ciudad Aldama existe un templo semiabandonado, el de Santa Ana de Chinarras, construido en 1716 como una de la serie de misiones jesuitas. Fue Santa Ana un importante centro de evangelización y constituyó el núcleo inicial para la fundación de la villa que después tomó el nombre del insurgente Juan de Aldama.
Este sitio de culto público se abre solamente una vez al año, cada 26 de julio, precisamente el día de Santa Ana. El resto del tiempo permanece cerrado y ocioso, por lo que se han tejido entre la población de esta villa, como entre los visitantes que vienen de la capital del estado, numerosas historias y mitos, a cuál más disparatado y fantasioso, acerca del templo.
Un día salimos unos amigos y yo, como no teníamos nada que hacer, y decidimos meternos a investigar en Santa Ana. Recuerdo que fue en julio y hacía mucho calor.
Llegamos a la iglesia, y como la iglesia está cercada, nos saltamos ese obstáculo, pero en cuanto cruzamos al otro lado empezó a sentirse mucho viento frío. Ese viento inusual e inesperado en un día con tanto Sol y de mucho calor, a mí me heló la sangre, y peor, porque se escuchaba el silbido entre los árboles.
“Oye, Genaro, ¿y la cerradura? Tiene hasta cadena y candado, ¿cómo vamos a entrar?”, me preguntó José Luis, a quien apodamos “El Enanito”.
“No seas güey, pendejo, a ver, trae acá esa varilla”, le respondí, molesto, como siempre que me molestaban las preguntas pendejas. Tomé aquel pedazo de hierro y golpeé el filo del cuerpo del candado, que se separó inmediatamente de la parte de la cerradura.
Habíamos vencido el miedo, pensamos. Pero...
Con el golpe saltó la cadena, y pateamos entonces la pesada puerta de madera vieja. Como detalle, debo decir que esto sucedió hace algunos años, antes de que pusieran una gasolinera y una tienda de autoservicio en las inmediaciones del templito, así que el paraje estaba muy solitario en aquella memorable visita nuestra.
Cuando abrimos una de las hojas de la puerta, el viento helado arreció, y una corriente que salió con un silbido fuerte y agudo, hizo que arrastráramos nuestros pasos al interior, y que se cerrara la puerta con un golpe tremendo que nos puso los pelos de punta.
Adentro estaba oscuro, sólo alguna luminosidad se filtraba por los altos ventanucos semirredondos, pero al final, a la derecha del altar, estaban varias veladoras encendidas. Éramos cuatro, y avanzábamos tan lentamente como nos lo permitía nuestro miedo. A la mitad de la nave, empezamos a escuchar una especie de rezos y sonidos como del roce de telas gruesas en cuerpos de gente moviéndose.
Yo ya no aguantaba el miedo. Nunca antes había sentido así, no sólo la certeza de que estaba a punto de morir, sino el presentimiento de que me iba a ser revelado un secreto terrible, tan terrible que no iba a ser capaz de soportar su peso en mi espalda.
Lo que siguió fue muy confuso.
Las luces de las veladoras parpadearon, en tanto que los murmullos se acentuaron y se hicieron agudos, y los oídos casi se nos reventaron con la fuerza de los sonidos. Las sombras se empezaron a mover, y entre ellas, algunas siluetas con formas humanas se alargaban y se encogían, y danzaban en las paredes alrededor de nosotros, como si fueran las sombras de nuestros propios cuerpos...
Pregúntenme si alguna otra vez he violado cerraduras para entrar a las iglesias.