Ésta es la historia de “La Taconuda” del barrio del panteón de La Regla.

Traer tacones, usar zapatos de tacón alto, supuso durante mucho tiempo aquí, en la ultra conservadora ciudad de Chihuahua, un estigma que se colocaba casi de inmediato encima de la atrevida dama o muchacha que se atreviera. Se les catalogaba como “mariposillas”, “mujeres de la vida alegre” (como si las pobres prostitutas sacaran mucha alegría de su triste estilo de vida), o “plumas” (por el escrúpulo hipócrita de no decir “puta”). O como si los tacones altos se hubieran fabricado no para que los usara cualquier hija de vecino, sino sólo las prostitutas.

Pero muchos hombres, padres de familia que se consideraban “ejemplares”, se embarcaban personalmente en campañas moralistas para alejar a sus niños de lo que llamaban “perdición”. Generaciones completas de chihuahuenses crecieron formados con esas elevadísimas dosis de una pretendida y falsa “buena moral”.

Tal era el caso de don Heriberto Carrizales, vecino del barrio del panteón de La Regla. Aquella noche había estado bebiendo desde muy temprano en la tarde previa. Pasaba de la una de la mañana, cuando oyó el sonido distintivo de unos pasos con tacones, y despertó de aquellos cabeceos que daba porque el hombre se resistía a dejar de tomar.

“Tac-tac, tac-tac”. Era el inconfundible y rítmico paso de una mujer con tacones altos y ruidosos.

Don Heriberto, quien era propietario de la tienda del barrio, supuso que aquellas dos piernas que suponía pecaminosas, iban a pasar frente a su casa. Envalentonado ante su público formado por trasnochadores y alcohólicos como él, dijo a sus compañeros de parranda: “Voy a ver a esa taconuda, a ver que quiere”.

“Ándele, don Heri, vaya a ver qué agarra, a ver si se le hace con una mujer y no con la almohada que abraza siempre que duerme”. Bromearon los presentes, y a don Heriberto “fue como si le hubieran prendido un cohete en la cola”, según dijo don Ángel, el peluquero. Y salió el tendero más enojado que nunca con el oficio de la prostitución, contra el que despotricaba siempre.

Atrás del Panteón de Nuestra Señora de la Regla y por las calles de sus costados, era el paso obligado durante la noche, de las mujeres que atendían a los parroquianos en los mesones que se habían establecido, uno en lo que es hoy la calle Vicente Guerrero, y el otro en la terminal de los carruajes donde es hoy la calle Coronado y donde cincuenta años después se estableció asimismo una terminal de autobuses foráneos. Los dichos mesones, como todos los lugares a los que llegaban los viajeros, se distinguían por dar comida, hospedaje y hasta diversión. Ahí y en sus alrededores, había un gran número de prostitutas, quienes se ofrecían a los viajeros y a los transeúntes.

Entre la gente de estos barrios, cundió la historia de una mujer muy bella, de la que se decía que era mezcla de india y negro, llamada Isabel, quien atendía en el mesón de la terminal de los carruajes. Que se enamoró la morena de un agente vendedor de géneros de lana que traía, decían, del puerto de Veracruz. Que más que el cuerpo, le había entregado Isabel todo su amor y pasión, con lo que provocó la furia de un ventajoso “protector” de prostitutas con quien ella vivía. El padrote mató al rico viajero a puñaladas en el propio cuarto donde éste se alojaba, y Juana recibió varias de esas heridas también, al tratar de defenderlo, y murió ahí mismo.

Decían que el alma de la morena no encontraba descanso, y que en ocasiones hacía el mismo recorrido desde su casa hasta el mesón, pasando a un lado del panteón. Y decían también que el espectro de Isabel vagando por sus habituales caminos, fue el que se encontró don Heriberto en aquella ocasión.

Dicen que el pobre tendero perdió la costumbre de insultar a las prostitutas cuando pasaban rumbo a su trabajo, en virtud de que el fantasma de la muerta le había robado “el alma” y le había metido el susto de su vida.