Don Diego no supo con certeza cómo murió, pero algo cayó en su espalda, y de inmediato unas garras y unas mandíbulas provistas de terribles colmillos dieron cuenta de su existencia. Semi devorado, degollado y con las tripas de fuera, al soldado lo encontraron al siguiente día sus compañeros de la guarnición, quienes no se habían atrevido a salir en su auxilio a pesar de que escucharon los gritos del infeliz.

Los rugidos de la bestia, multiplicados por el eco de la barranca, sacudían cotidianamente los corazones empequeñecidos de la aterrorizada tropa, cada noche, y bien pronto empezaron a ser victimados otros militares también durante el día, y cada vez más cerca de las chozas que les servían de cuartel.

En el fondo de las barrancas, donde la gente vive en la calidez de un clima tropical, anidan las palomas huilotas. Impensable para el resto de los chihuahuenses, este trópico es en la práctica otro mundo distinto a los desiertos y a las sierras frías, y aquí, junto con las guayabas, los mangos, limas y limones, los aguacates, la gente teje leyendas también desconocidas.

De muy antigua raíz, se cuenta aquí la historia de una matanza de indios que perpetraron los soldados españoles al pie de un cerro que se conoce desde siempre como La Bufa. Decenas de nativos, hombres, mujeres y niños, fueron sacrificados sin piedad ninguna, unos ahorcados y otros pasados a cuchillo, al habérseles aprehendido al cabo de una revuelta indígena. ¿El pecado de estas víctimas? Defender su tierra de los invasores europeos que habían irrumpido en estas sierras arrasando, dominando, imponiendo sus creencias a la fuerza, matando, exterminando. ¿Sabe el lector cuántas de las etnias originales de la sierra no pudieron sobrevivir al genocidio?

De la matanza que estamos contando, la del cerro La Bufa, los cadáveres fueron dejados ahí dos semanas, tendidos unos en hilera sobre la tierra, pendientes otros de los pinos en que se les colgó, como escarmiento para los que sobrevivieron sometidos al yugo de los invasores.

Cuentan que muchos otros indios fueron obligados después, a punta de espada, a arrastrar aquellos despojos y a cavar las sepulturas.

Cuentan también que, a partir de esa matanza, los españoles empezaron a morir uno tras otro, al grado de que la guarnición militar se vio tan diezmada que fue necesario sustituirla varias veces con refuerzos traídos de San José del Parral.

Caían los soldados por las noches, primero, pero después caían durante las tardes y aun en las mañanas, y siempre en medio de los rugidos de alguna bestia. Para regocijo de los vencidos, éstos siempre aseguraron que los asesinatos de soldados e incluso de varios hombres de iglesia, eran una venganza de los espíritus de los indios tubares sacrificados. Se decía que los tubares tenían una alianza con los jaguares, de quienes eran almas gemelas.

Tal es la leyenda de la venganza del jaguar, tal y como se cuenta todavía en Batopilas.