Era el tiempo en que Jesús Meza se había asociado con su amigo El Chabelo para sacarle provecho a una desvencijada troquita Ford del 46 que compraron entre los dos. Un conocido les dio un trabajo para transportar minerales. Se trataba de ir hasta más allá de Julimes por caminos vecinales, hasta donde se estaba extrayendo barita (sulfato de bario), y regresar con cargas de la materia prima.
Ese día de 1967, él se subió confiado a su vehículo y se dispuso a cumplir con su trabajo.
Llovía, como dicen por acá, "a chorros". El temporal empezó desde temprano y no se veían trazas de que fuera a cambiar en la tarde, así que "a lo hecho, pecho", y los compromisos se cumplen, o los hijos no comen.
Hasta las estribaciones de la mentada sierra de La Amargosa, de donde extraían ese mineral, había unos 40 kilómetros a partir de la cabecera municipal de Julimes, y la "forecita" llegó bien a pesar de los tumbos del camino y de los charcos que ya se habían formado esa mañana de julio.
Bien, pues para cuando llegó Chuy, ya los mineros habían arrimado las piedras de barita a una especie de embarcadero que tenían ahí con desnivel para palear el material a la caja del vehículo, y terminaron al cabo de unas dos horas. Todavía aceptó Jesús un taco de los mineros, quienes tenían unos tejabanes a modo de vivienda con estufa de leña. Los burritos de frijoles y de chicharrón, empujados con refresco, hicieron las delicias de esos hombres acostumbrados al trabajo más rudo y agotador.
Con un pie literalmente en el estribo para regresarse con su carga, a Jesús Meza le encargaron los mineros que llevara con un médico a uno de sus compañeros que se había puesto repentinamente enfermo de unas extrañas y fortísimas fiebres. Subieron ellos al minero a la cabina de la Ford 46, y ya para entonces iba sin sentido el infeliz. Sobra decir que la Ford no tenía cinturones de seguridad.
Arrancó Jesús Meza, y al principio tuvo mucho cuidado para que el enfermo no se bamboleara mucho, pero después se dio cuenta de que así iba perdiendo mucho tiempo, y de que el muchacho se agravaba visiblemente.
Comenzó el minero a hablar incoherencias con los ojos abiertos, pero después todo eran quejidos que le dolían a Jesús quizás igual que al propio enfermo. Detuvo un poco la marcha el chofer para acomodar al paciente porque se le había venido encima al cruzar un arroyo, pero en ese momento el alma pareció abandonar al minero al mismo tiempo que lanzaba un largo quejido que se fue apagando con su respiración.
Había muerto.
Y la lluvia no cesaba, antes al contrario: los nubarrones se espesaron ennegreciéndose y tendiendo un manto plomizo sobre la tierra. Relámpagos esporádicos añadían al ambiente un toque trágico que hacía que a Jesús se le encogiera el corazón con cada trueno del cielo. Presa ya del pánico, quiso él concentrar su atención en el camino, pero le resultaba imposible porque el cadáver se le venía encima y se caía al piso de la cabina, totalmente suelto. En varias ocasiones, el muerto lo alcanzaba hasta su lugar y le impedía maniobrar.
Fue la tortura más larga y espantosa que hubiera sufrido el pobre en toda su vida, y a cada recodo y en cada arroyo, en cada zanja, el atormentado transportista sólo esperaba que el muerto no lo tocara.
Todo terminó cuando pudo al fin entregar al pobre enfermo fallecido en la Cruz Roja de Delicias, pero el desgaste que produjeron el miedo y la incertidumbre al cabo de aquellos terribles sesenta kilómetros, nunca los pudo olvidar. Todavía hoy, cuando recuerda ese malhadado viaje, don Jesús Meza no puede evitar un involuntario estremecimiento.