Iba tan concentrado Jesús Rivas, buscando caracolitos en las playas de la presa El Rejón, que usaba como carnada para atrapar peces con su caña de pescar, que casi tropezó con la bolsa negra que sobresalía del agua y que había encallado en unas piedras.
En lo primero que pensó el ejidatario de Labor de Dolores, fue en un cadáver, con la certeza que le daban las formas del bulto que adivinaba en el interior.
Era el 24 de marzo de 1999. Jesús trajo aquello a la orilla, sin ninguna reflexión, porque aun y cuando ya estaba seguro del contenido, su mente rechazaba la evidencia y quiso agotar la posibilidad de que se tratara simplemente de una inocente bolsa con basura común y corriente.
Al abrirla, un olor espeso le golpeó el rostro con vapores que casi podía tocar.
¿Se podía pensar todavía en que fuera un perro, un gato, un marrano muerto, echado al agua por algún ciudadano desconsiderado que no quiso hacer el viaje hasta el basurero municipal?
Pero en seguida supo que se trataba de la mitad de una mujer. Jesús Rivas, quien había practicado un corte a lo largo de la bolsa negra, pudo mirar algo de lo que había en el interior, aunque su curiosidad fue menor que el miedo y las náuseas, y dejó el hallazgo donde lo encontró, y buscó su caballo que pastaba ahí cerca.
Pensativo, cabalgó Rivas hasta las primeras casas, y en la tienda pidió al encargado que llamara a la policía. Ese año, todavía no se había generalizado el uso de teléfonos celulares.
De regreso al punto donde reposaba el cadáver, Jesús Rivas condujo a un grupo de agentes de la Judicial del Estado y de peritos criminalistas. En la declarada escena del crimen, los peritos manipularon brevemente los restos, que identificaron como las caderas y las extremidades inferiores de un cuerpo limpiamente seccionado por la cintura.
Aquellos restos humanos daban la impresión de haber permanecido varios días dentro del agua, donde -dijeron los muchachos de uniformes negros-, se han de haber desangrado.
Algo de lo más sobresaliente entre los detalles del asesinato, era que a la altura de las rodillas del cuerpo se podían observar unos cortes profundos. “Han de ser hachazos”, dijo uno de los judiciales, que se habrían hecho para acomodar los huesos en las bolsas. “Una solución al problema de espacio”, observó después el forense, con fría lógica.
Rodeando las caderas de la mujer, había un pantalón blanco de poliéster, pantaletas de algodón y calcetas.
Los detalles de esa carnicería desataron una serie de condenas entre la población hacia acto tan brutal. El público supo que, en menos de un año, se habían perpetrado más de 22 asesinatos en la capital. Semejante ola de violencia no hizo más que sumergir a la gente en una especie de sicosis colectiva y en un miedo generalizado.
A la muchacha nunca se le identificó, y las autoridades tampoco quisieron profundizar ni tomar muestras de material genético porque, según especularon varios reporteros, éste podría haber coincidido con el de alguna de las 22 jóvenes que tenían reporte de desaparición en Chihuahua, y las autoridades habían decidido no “meterse en honduras”.
Cuando preguntaron a Jesús Rivas sus amigos sobre si había sentido asco de tocar los restos del cadáver, que ellos imaginaban como una masa repugnante, el ejidatario, quien sufrió de unas espantosas pesadillas durante quince días a causa del suceso, respondió lenta y cuidadosamente:
No, lo que le había repugnado no había sido el cuerpo, sino la forma en que sus victimarios mataron a la jovencita, porque a pesar de que estaba ya en descomposición, él pudo notar que la piel de la mujer había sido en vida tersa y bien cuidada. “Pudo haber sido mi hermana, mi novia, mi amiga, y yo siento que sus familiares la siguen recordando con cariño, aunque no sepan que ya murió”.