María Elena, ciertamente, no está loca, ni sufre de demencia senil, ni tiene por qué contar mentiras. Por el contrario, me enseñó un recorte de un periódico que sacó una nota con el hecho de que un grupo de escolares que fue de excursión a Cacahuamilpa, perdió a dos de sus muchachos.

¡Qué siniestro! ¡Qué inquietante revelación, la existencia de un pueblo perdido en las profundidades de una gruta colosal! Cuando me contó su experiencia, doña María Elena Nevárez de Andrade me colocó mentalmente en uno de aquellos fantásticos relatos de ciencia ficción, al estilo de los mundos perdidos de Edgar Rice Burroughs (sí, también autor de Tarzán).

Es estremecedor. Pero, en fin, dejaré mejor el relato en boca de esta gentil, misteriosa y octogenaria dama.

En los años setenta, un profesor llevó de excursión a su grupo de alumnos de primaria a Tetipac, Guerrero. Fue una especie de día de campo que incluyó una visita a las famosas Grutas de Cacahuamilpa, que estaban a cargo del gobierno federal y que entonces no contaban con todos los servicios y las comodidades que hoy en día existen en el lugar.

El profesor se aventó a meter a los chamacos a las grutas sin guía, sin protección especial, sin seguir siquiera las señales que ya había pintadas, en fin, sin ninguna precaución mínima. Allá iban, inquietos, vagos, con el ánimo explorador metido en la sangre joven y bulliciosa.

Con la deficiente supervisión del mentor, los chavitos hicieron el recorrido hasta donde les era permitido, y regresaron a la entrada, habiendo pasado más de dos horas de visita. El profe los contó. Salieron todos, menos una niña y un niño, y los infantes se angustiaron, llamaron a gritos a sus compañeritos, lloraron de desesperación al imaginarse a aquellos dos pobres, perdidos, sin ninguna iluminación, con muy probable peligro de morir de susto, o de hambre y sed.

Así estaban, cuando llegó uno de los guardias del Parque Nacional y les preguntó que qué les había sucedido. Lo pusieron al corriente, y el hombre, con gran sentido práctico, dispuso todo para iniciar una búsqueda en forma. Partieron él y el profesor hacia el interior de la gran cueva, en tanto que los niños se quedaron al cuidado de una familia de vecinos.

Con cuerdas, lámparas y cascos, buscaron ambos en aquellos recovecos que eran conocidos del guardia, y aun penetraron algo más a las zonas no abiertas al público. Varias horas habrán transcurrido, tal vez cuatro, y cuando ya casi se daban por vencidos aquellos hombres, distinguieron un par de figuritas al final de un túnel. Eran los niños perdidos, quienes caminaban con un par de velas en las manos, contentos y sin señas de que estuvieran angustiados.

Los llevaron a la salida, y allá les preguntaron sobre lo que les sucedió.

“Es que nos encontramos a otras personas, unas personas mayores, y nos invitaron a visitarlos en su casa”, dijo la niña.

“¿Cómo? ¿A una casa?”, preguntó azorado el guardia.

Entonces, los niños se turnaron para contar la más extraordinaria e increíble aventura. Se trataba de personas vestidas de negro que los llevaron hacia una ciudad pintada de negro también, con amplias casas y calles, con vehículos semejantes a los coches de motor, todo ello alumbrado desde una gigantesca y alta bóveda de piedra que cobijaba a aquel poblado.

Allá les dieron alimento y agua, y los trataron muy bien, para finalmente encaminarlos a un punto muy cercano de donde fueron encontrados.

“Nadie les creyó. Sus padres, los profesores y las autoridades siempre dieron por sentado que se trató de la invención de un par de chiquillos con una imaginación muy pródiga. Pero entonces, ¿de dónde sacaron ellos aquellas velas? ¿y con qué las encendieron? ¿Por qué los niños duraron casi seis horas sin haberse angustiado? ¿Por qué no se deshidrataron?

Todo ello se explica solamente creyendo su historia, de que allá abajo, muy adentro, existe una ciudad en medio de las tinieblas.