“Nunca estuve más cerca de la muerte que ese día, cuando temí ser asesinado allá en las soledades profundas de la sierra, donde nadie se hubiera enterado, ni nadie hubiera conocido el paradero de mi cadáver”.

Joel Artemio Ferreiro llegó a El Tonel dispuesto a cerrar la escuela, pero primero debería encontrar a cualquier gente que le quisiera firmar el oficio que llevaba ya redactado, en el que constaba que esa comunidad estaba deshabitada.

Joel Artemio, profesor rural, conocía de oídas la mala fama de este rumbo, y sabía que el narcotráfico había sentado sus reales en este municipio de Guadalupe y Calvo. En la inspección escolar le habían asignado la escuela unitaria de El Tonel, pero le dijeron que el anterior profesor tuvo que salir huyendo, junto con toda la población, a raíz de que un narcotraficante, Francisco Chico, hubo matado a toda una familia.

Pero como la escuela seguía teniendo clave y registro, había que encontrar al comisario de policía para que firmara el oficio donde constara que no había gente aquí, ni alumnos. O la firma de cualquier vecino, o por lo menos el testimonio del comisario de policía de algún poblado cercano.

Joel Artemio Ferreiro venía temeroso, y al cabo de más de seis horas de caminar, divisó el pobladito. Sólo esperaba no encontrarse con los narcotraficantes que, se decía, no querían a los maestros y asesinaban a cuanto mentor se topaban en su camino.

“Era peligrosísimo, me aseguraban, y decían que me podían matar”.

“Pero cuál no fue mi sorpresa, que me tranquilicé y el alma me volvió al cuerpo, cuando me encuentro al llegar a El Tonel, con un grupo de policías judiciales, esperando a que llegara yo”.

Ahí estaba, gracias a Dios, la protección que le cayó del cielo al profesor.

Los tres hombres que esperaban a Joel Artemio, armados con fusiles de asalto “Cuernos de chivo” y con pistolas escuadra a la cintura, portaban también varios cargadores para en casos de emergencia, no perder tiempo en alimentar el parque.

El tipo que parecía ser jefe del grupo, traía inclusive un segundo cargador en el “Cuerno de chivo” amarrado con cinta, para nomás darle vuelta.

Joel Artemio saludó muy contento al “jefe” y a los otros pistoleros, y se explayó en su entusiasmo, al grado de darles las gracias por su protección.

“Véngase, profe, vamos a mi casa para que se coma una carnita, que acabo de matar una vaca”, le dijo el “jefe”, quien dijo llamarse Francisco Chico, igual nombre que el afamado narcotraficante que masacró aquí a una familia.

“Me quise morir ahí mismo, yo ya era hombre muerto, y más porque creyendo que los hombres que me recibieron eran judiciales, yo hablé mal de los narcos”.

Caminaron el profesor y el narcotraficante hacia la casita al lado del arroyo.

“Sabe, profe, que me acabo de robar una plebe, y aquí la tengo en la casa, pero como es mi prima, pues tengo pendiente de que me la vayan a hacer de pedo los hermanos”.

Supo después el profesor, que Francisco Chico debía unas 14 muertes y que había muchos en su lista de los que temía alguna acción de venganza por viejos agravios.

Francisco Chico resultó ser un entusiasta y un activo promotor de la educación, porque ayudó al maestro a juntar la gente.

“El narco se metía en los arroyitos, caminando con su tremendo 'Cuerno de chivo', y salía al rato y me gritaba: 'No se me desespere, profe, le ando juntando la gente', y volvía a darse a ver por entre el camino”.

Ya en la tarde de ese primer día, Francisco Chico tenía una lista de 17 chamacos para la escuela. Y de unas cinco casas que estaban habitadas en El Tonel cuando llegó, al cabo de tres años que duró enseñando ahí el profe Ferreiro, ya había como 20 casas.

Paradoja y suerte.