Una noche, mi madre, quien era una jovencita de unos 13 o 14 años allá por 1970, se vio obligada a cruzar un tramo de bosque porque se le hizo muy tarde en un baile en el pueblo, y como no se atrevió a pedir a nadie que la acompañara al rancho, allá iba, sola.
Había una tormenta eléctrica, presagio del inminente aguacero que no llegaba todavía. La luz de los relámpagos le hacía ver imágenes horrorosas en los troncos, en las ramas de los árboles y hasta en el suelo, y ella nos contó después que sintió esa noche que estuvo a punto varias veces de desmayarse, de puro susto. Las formas se movían a su costado, al frente, y algunos ruidos sospechosos le hacían creer que algo o alguien la venía siguiendo a corta distancia. “Quién sabe cómo, pero me sobrepuse y seguí adelante después de haber sacado fuerzas de mi miedo”.
La adolescente se apuró, y corrió aliviada cuando divisó adelante la luz de su hogar, aquel ranchito que nunca antes ni después le pareció tan cómodo y protector.
Desde entonces, mamá quedó como traumada con la oscuridad, pero sobre todo con las caminatas solitarias en la noche. No se diga el miedo que siente cuando hay tormenta eléctrica.
Todavía era soltera mi madre, cuando una noche, estando ella acostada ya en la cama lista para dormir, sintió de repente que se le empezó a mover la cama. En esos días, había batallado mucho con su perrito, el Fender, porque el animal se aferraba a quedarse a dormir en el cuarto de la muchacha, y cada noche era una lucha entre ellos, uno dispuesto a quedarse a costa aun de lloriquear como bebé, y la otra, pugnando por no dejarse chantajear por el falderillo.
Entonces, ella lo primero que pensó fue que el Fender se había colado adentro de la recámara, y empezó a buscarlo debajo de la cama. “Se ha de estar rascando, el muy pulguiento”, se dijo la muchacha.
“¡Pero ahorita mismo lo saco, al infeliz!”, dijo aquello en voz alta, entre tierna y enfadada, para prevenir al can. Pero en ese momento sintió como si algo se estuviera subiendo en la cama, porque se vio cómo se doblaba el colchón por el peso, y crujieron los resortes de ese lado. Mamá atinó solamente a regresar a su lugar y taparse con las colchas, y ahí fue cuando empezó a gritar, según ella, pero la voz apenas le salía. Nadie la iba a escuchar. Se angustió porque no sabía de qué se trataba, desesperada por levantarse.
Se acomodó en horizontal para pasar lo más inadvertida posible, como para que el espíritu o lo que fuera, no la notara, pero entonces se le subió ese “algo” que la estaba atemorizando, algo equivalente al peso de una persona que estuviera encima de ella.
Gritaba y gritaba ella sin voz, y no podía mover ningún músculo del cuerpo, como si el “peso” la inmovilizara. Al fin, después de muchos intentos, su grito surgió alto, y fue cuando vino desde la alcoba contigua mi abuelita, su madre, a rescatarla.
A mi madre “se le subió el muerto”, según le dijo abuela, y así mismo le dijeron las comadres del barrio y un tío segundo que los visitaba en esos días, un tipo supersticioso y buscador “profesional” de tesoros, según él.