Don Eleazar de la Llave desapareció un día de su balcón, así sin más, en una tarde calurosa de principios de otoño. Detrás de él estaba su mujer en la recámara conyugal, y el rico comerciante estaba hablándole desde afuera; ella le respondía, dispuesta a unírsele para tomar los dos el fresco.
"Ya voy, Charo, ya voy contigo, en cuanto me traigan la limonada, voy contigo", le decía doña María Asunción Requejo, su esposa.
Debajo del balcón, varias personas se afanaban alrededor de un carro cargado del maíz recién cosechado que traían los campesinos a vender a la ciudad.
Nadie supo cómo. Nadie vio nada.
Nadie se pudo explicar cómo fue que don Eleazar se desvaneció así, sin que se supiera si bajó o si subió.
Lo cierto es que la señora de la casa se extrañó primero, y se alarmó después, angustiada por la desaparición del señor De la Llave. Si fue un juego del adusto caballero, tan formal siempre en su trato personal, si acaso el señor hubiera roto por alguna extraña razón su forma de ser y hubiera caído en la tentación de jugar una broma a su esposa, debió presentarse al cabo del tiempo suficiente... pero no.
Pasaban las horas, y la mujer se deshacía en llantos. Ya había ordenado al criado a que buscase en el techo de la casa, en el patio, en las caballerizas, con los vecinos, en la hospedería de a la vuelta, en la fonda de "La Caballona", en la cantina de la calle Melchor Ocampo... en todos los lugares imaginables, "y acude tú a donde te dicte tu instinto, que tú eres hombre y conoces mejor los impulsos de los maridos".
La dama no descartaba que el marido hubiera tenido algún disgusto con ella, y que acaso la esposa hubiera cometido alguna falta imperceptible e involuntaria... todo podía ser.
"¡Por Dios! ¡Yo le pido perdón por lo que él quiera, por todo! ¡Pero que regrese!", clamaba la angustiada mujer.
No durmió Asunción, se la pasó entre el sofá de la estancia, la cocina donde preparó té y café abundantes para toda su compañía, y la puerta de la entrada principal, a donde corría a cada ruido y a cada golpe del llamador de bronce.
El asunto resultó un misterio en aquellos días de fines del siglo Diecinueve.
Siempre ha sido frecuente que hombres casados huyan de su casa, pero en este caso, nadie encontró una respuesta justa, ya que el dueño de la mansión gozaba, al momento de su desaparición, de una envidiable fortuna, y no tenía deudas visibles, al menos nadie acudió a reclamarlas en los años que la esposa sobrevivió a la pérdida.
Dijo la gente que "la viuda" perdió la razón, porque, aunque se mantuvo siempre aliñada y compuesta para recibir visitas, ella se pasó la vida viviendo en la estancia, a la espera siempre de que apareciese el hombre que un día se desvaneció del balcón, casi ante sus ojos.
En el Panteón de la Regla, hoy desaparecido, hubo una tumba vacía a nombre de don Eleazar de la Llave, puesta ahí y rotulada por órdenes de los hermanos del señor, porque la esposa nunca admitió que el hombre de la casa hubiera muerto.
Decían las gentes del barrio de Santa Rita que, al final de sus días en la edad de casi noventa años, a doña María Asunción Requejo le daba por "platicar" con su esposo ausente, y aseguraban que le reclamaba de manera muy suave el hecho de haberla abandonada.
Con la mirada perdida en la puerta de entrada, susurrando frases dirigidas al fantasma de su marido, murió un día Chonita, aquella Penélope que tejió y destejió sueños en medio de una esperanza que sólo murió con ella.