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La migración ha existido desde que el ser humano existe.

Ocurre por sequía, desplazamientos forzados, guerras, desempleo y falta de oportunidades en sus lugares de origen.

Aquellos que buscan mejores condiciones de vida con el “sueño americano”, les voy a contar mi experiencia como migrante.

Tras la crisis económica en diciembre de 1994, me vi obligado a buscar empleo al norte del río Bravo.

Con visa de turista llegué en mayo del 95 a la ciudad de Pleno, Texas.

Allá conseguí “papeles” para jalar, pero no encontré trabajo; si al caso me gané unos 50 dólares por ayudar al tipo que me alojaba en su casa.

El joven “paisano” era padre de una niña de pocos meses de nacida, tenía serios problemas de alcoholismo, maltrataba a su esposa y tenía órdenes de arresto no se por qué delitos.

Asustado, conseguí otros contactos para ir a trabajar a Chicago.

Los compas que me invitaron me presentaron con Randy, un espigado y correoso rubio de unos 60 años, que era el jefe de la cuadrilla de una compañía de roofing (techumbre).

Ahí conocí lo que es la “chinga”, con extenuantes jornadas laborales de 10 a 12 horas diarias, de lunes a sábado, más 3.5 horas de traslado porque jalábamos en Chicago, pero vivíamos al norte de Indianápolis. El pago por hora era 7.25 dólares, ellos pagaban hospedaje.

La chamba consistía en subir muchas escaleras -hasta el pánico perdí por necesidad-, retirar el tóxico material viejo, limpiar, colocar mucho “glue” (Resistol 5000), fijar láminas como de macopán, desenrollar pesadísimos rollos de hule grueso y extenderlos hasta cubrir la superficie. Todo ese jale bajo temperaturas cercanas a los 40 grados centígrados.

Todo marchó bien por tres meses hasta que un gringo, huevón y marihuano, que jalaba con nosotros, comenzó a maltratar a los demás, tres pochos buena onda, un militar hondureño desertor casado con una gringuita, cuatro de Chihuahua capital y uno de Cuernavaca, Morelos.

Al calor del pesado jale y los ánimos caldeados cruzamos ofensas en nuestros idiomas respectivos, mientras él sostenía un hacha y yo una cubeta con chapapote hirviendo. No pasó de las amenazas, gracias a Dios.

Luego, mis “amigos” de Chihuahua y yo tuvimos fuertes discrepancias porque mientras yo prefería leer o trabajar los domingos, dos de ellos se metían cocaína y pisteaban.

Si no hubiese sido por la intervención del papá de uno de ellos, el hijo me habría fileteado con una navaja, o yo le habría dañado el rostro con la hebilla del cinturón.

Para evitar más bronca, con “Canica” de intérprete, así se apodaba el de Morelos, pedí a Randy el jefe que me cambiara de cuadrilla. Así lo hizo, me mandó con un grupo más pequeño de dos gringos muy jaladores, un señor güero huevón y pasado de rosca, dos pochos, un hondureño, otro mexa y este servidor.

A principios de 1996 viajamos por Nueva Jersey, Kentucky, Seaford, Delaware, Baltimore y Carolina del Sur, donde decidí regresarme a Chihuahua, porque era mucho recorrido y poco jale.

En ese grupo el hondureño mala leche estuvo a punto de quebrarme la cabeza al patear intencionalmente un enorme rollo de cinta adhesiva que cayó a menos de un metro de mí, desde una altura de 12 metros.

Pese a que me esperé tres días sin jalar para que me pagaran, mi primera semana se la quedó gringo ‘mayormono’ hambreado.

Por varios meses retomé la cobranza extrajudicial en Chihuahua, pero el gusanito de ganar dólares seguía ahí, por eso volví a Filadelfia a trabajar con otra compañía de roofing.

El jale tampoco era constante, hacía mucho frío en Harrisburg, la capital de Pensilvania, donde nos quedábamos a dormir, y a más de hora y media del jale, en la ciudad donde se firmó la independencia de los Estados Unidos, y Rocky Balboa grabó su icónica saga.

Entre finales del 98 y el 99 anduve jalando en una compañía de alfombras que daba mantenimiento a un gran hotel en Kansas City.

Poco tiempo después migré a Orlando, Florida, para jalar por un corto tiempo con la hermana de un buen amigo. La chamba consistía en instalar ductos para aires acondicionados.

Igual como sucedió con una de las cuadrillas del roofing, este patrón pocho se clavó los 350 dólares que devengué la primera semana.

Probé suerte en Baton Rouge, Louisiana, donde se decía que pagan muy bien limpiando tanques de almacenamiento de combustibles.

No conseguí el propósito, y aunado a las muy malas condiciones donde me alojaba, al cuarto día retorné con mi familia.

En el penúltimo intento fui a parar cerca de Seattle, Washington. En esa bella zona jalé con una pequeña compañía que arreglaba tejados de casa; me enfermé de anginas y eso afectó mi desempeño, por ende, la paga no era mucha.

La última intentona fue a principios de 2001. Llegué un jueves por la tarde a Kansas City, y me alojé en una casita muy vieja y de mal aspecto a la que, generosamente, me invitó el hermano de una amiga.

Contacté con una publicación local que me ofreció 10 dólares por cada opinión, una vez por semana. El lunes conseguí una entrevista con una estación de radio, pero el destino me tenía preparado otra cosa.

A tan sólo cinco de días de aterrizar en esa veterana urbe, un examigo me llamó para decirme que un buen amigo en común había fallecido de cáncer.

Él era diputado federal, y yo como su suplente, protesté el cargo el 21 de abril de 2001.

Sin demérito de mi paso de 28 años por la actividad política, ni de las circunstancias que me obligaron a buscar el “sueño americano”, puedo asegurar que, lograr el cometido allá es muy difícil, y está demostrado que la inmensa mayoría que consiguió llegar apenas sobrevive.

El idioma, el clima extremo, la discriminación, la mala paga, el servicio médico carísimo, la pésima alimentación y las horribles condiciones de las viviendas donde se aloja la migración ilegal son suficientes para repensar la decisión.

Yo lo viví en carne propia, y eso que no pagué “pollero”. Pasé hambre, el jale es durísimo, los ratones rondaban la colchoneta donde dormía, pero más que nada extrañé a mi familia.

No vale la pena el riesgo, menos en las condiciones actuales.

Mejor usen el dinero que junten para el traslado, en poner un negocio. El arrojo por la aventura de migrar redirecciónenlo para enfrentar a sus pésimos gobiernos.

No hay de otra. Es cuanto.