El norte de México es una región marcada por la aridez, donde la sequía es un fantasma recurrente que amenaza la agricultura, la industria y el abasto de agua para millones de personas. Sin embargo, de vez en cuando, un año excepcionalmente lluvioso trae consigo la esperanza de que el panorama hídrico pueda cambiar. Presas que estaban a punto de secarse recuperan sus niveles, los campos agostados reverdecen y las ciudades respiran aliviadas. Pero esta aparente bonanza es engañosa. La relación entre un año de buenas lluvias y el fin de la sequía en el norte de México es mucho más compleja de lo que parece, y entenderla requiere analizar cómo funcionan los ciclos hidrológicos, el estado de los acuíferos y las presiones humanas sobre el agua.
La sequía no es simplemente un período sin lluvia, sino un fenómeno acumulativo que debilita los ecosistemas y los sistemas humanos que dependen del agua. En el norte de México, décadas de extracción excesiva de acuíferos, deforestación y mal manejo del agua han dejado una huella profunda. Cuando llega un año lluvioso, el suelo, tras tanto tiempo reseco, tiene una capacidad limitada para absorber el agua rápidamente. Gran parte de las precipitaciones se escurren sin infiltrarse o se evaporan debido a las altas temperaturas, lo que limita la recarga de los mantos freáticos. Además, aunque las presas se llenen, su capacidad de almacenamiento no es infinita, y el agua que no se logra captar se pierde.
Un ejemplo reciente es el año 2023, cuando fenómenos climáticos como El Niño trajeron lluvias por encima del promedio a estados como Nuevo León, Coahuila y Chihuahua. Ciudades como Monterrey, que habían enfrentado cortes drásticos de agua, vieron cómo sus principales embalses, como La Boca y Cerro Prieto, se recuperaban después de meses de preocupante descenso. Sin embargo, los hidrólogos advirtieron que esta mejora era temporal. La razón es que un año de lluvias, por intenso que sea, no resuelve problemas estructurales como la sobreexplotación de los acuíferos, la falta de infraestructura para captar el exceso de agua o la ineficiencia en el riego agrícola, que sigue consumiendo la mayor parte del recurso.

El ciclo del agua enseña que las precipitaciones son solo una parte de un sistema interconectado. Para que un año lluvioso tenga un impacto duradero, el agua debe infiltrarse en el subsuelo, recargar los acuíferos y mantener un flujo constante hacia ríos y lagos. Sin embargo, en muchas zonas del norte de México, el suelo está tan degradado que pierde su capacidad de retención, y la urbanización creciente impermeabiliza grandes extensiones, impidiendo que el agua se filtre. A esto se suma el cambio climático, que está alterando los patrones de lluvia, haciendo que sean más intensos, pero menos frecuentes, lo que dificulta la planificación hídrica a largo plazo.
Ante este panorama, un año de lluvias abundantes no es más que un respiro temporal en una crisis que requiere soluciones profundas. Para que estas lluvias realmente marquen una diferencia, se necesita una gestión más inteligente del agua. Esto implica modernizar los sistemas de riego en el campo, donde aún se desperdicia gran parte del recurso por evaporación y fugas, construir más infraestructura para captar y almacenar el agua en épocas de abundancia, y frenar la sobreexplotación de los acuíferos mediante regulaciones más estrictas. También es clave restaurar los ecosistemas naturales, como bosques y humedales, que ayudan a regular el ciclo del agua y a mantener la humedad en el suelo.
Un año de buenas lluvias en el norte de México es una bendición, pero no una solución mágica. La sequía es un problema arraigado que no desaparecerá con un solo episodio de precipitaciones intensas. Lo que estos años lluviosos ofrecen es una oportunidad para prepararse para los tiempos de escasez, almacenando agua y mejorando su gestión. Si no se toman medidas estructurales, el alivio será pasajero, y la próxima sequía podría ser aún más severa. La sequía es un enemigo silencioso que no se derrota con un aguacero, sino con ciencia, planeación y conciencia colectiva, la verdadera solución no depende de la voluntad de las nubes, sino de la capacidad humana para adaptarse y usar el agua con responsabilidad.
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