Hablar de la personalidad es referir del ser humano una serie de capacidades, características, hábitos o acciones que a lo largo de la vida puede adquirir; a esto Samuel Vargas[1] lo llama formación de la personalidad, de este modo con acciones repetidas podemos adquirir firmeza y seguridad al hablar o expresar un tema, facilidad para la toma de decisiones, podemos desarrollar una capacidad para comunicarnos con otras personas de manera profunda, para conectar con ellas.
Gracias a la adquisición de esas características también podemos percibir y experimentar valores superiores como Dios y comunicarnos con Él mediante la oración; pues bien, estas adquisiciones eventuales que cada uno vamos adquiriendo a lo largo de la vida, pueden crecer en nosotros o disminuir según que nos ocupemos de su cultivo. Cuando alguien nos muestra o manifiesta en su comportamiento cualidades buenas y muy arraigadas, decimos que tiene una personalidad fuerte.
Uno de los aspectos que nos ayudan a formar la personalidad es el sentido de identidad personal, entre otros, este es un concepto que se integra por un elemento objetivo y uno subjetivo que nos formamos de nosotros mismos en función de una serie de datos; sobre el elemento objetivo nos referimos a lo biológico, con relación a esto Restrepo[2] nos dice que: “La biología subraya que en el cigoto está ya constituida la identidad biológica de un nuevo individuo humano”, es decir, alguien que existe por sí mismo.
El autor refiere que la genética muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese ser viviente: un hombre. Ese programa hace que su desarrollo sea autónomo, él mismo se da las órdenes, el embrión sintetiza proteínas propias, diferentes a las de la madre, él mismo es capaz de repararse alteraciones, su crecimiento y su desarrollo son programados.
Sobre el segundo, es decir, el elemento subjetivo, nos dice Raúl Gutiérrez Sáenz[3] que cada individuo tiene un concepto de sí mismo, que resume sus creencias acerca de lo que es y lo que vale; sin embargo, afirma que este autoconcepto se integra en función de una serie de datos poco confiables objetivamente, por ejemplo: un niño se forma su autoconcepto a partir de lo que se le dice acerca de sí, especialmente en tono autoritario, de este modo si lo llaman con frecuencia torpe, el autoconcepto de ese niño, aunque sea inteligente, quedará marcado con el rasgo de la torpeza; por el contrario, si un individuo es señalado como alguien exitoso por sus algún triunfo en los negocios, creerá que es sumamente hábil.
En los ejemplos anteriores se presenta un desfasamiento del autoconcepto con respecto a la realidad de una persona, cuyas consecuencias son la frustración excesiva ante la constatación de esa realidad y una actitud defensiva, también exagerada, del autoconcepto. El origen de este desfasamiento se encuentra en que la persona que incorpora para sí actitudes, ideas que otros le fijan o señalan, lo convierte en su identidad personal sin cuestionar lo que le dicen.
Contrario a lo anterior, para lograr un sentido real de identidad, la persona debe aprender a observarse y a percibir su propia realidad, a descubrir sus propias potencialidades en función de su naturaleza y fines, sus cualidades y sus defectos; rechazando los datos inauténticos de su autoconcepto y que afirme con energía lo que es en realidad.
Para el logro de lo anterior, auxiliémonos de gente experimentada, que nos oriente a ese descubrimiento de s´´i mismo, objetivo de una autentica educación, solo por mencionar algunos: el consejo de padres, amigos, parientes, la dirección espiritual, quienes de forma sincera ayudan a corregir errores para una correcta formación de la personalidad a través del sentido de identidad personal, entendido este como la capacidad para percibirse a sí mismo, de modo que el autoconcepto sea adecuado a nuestra realidad, a lo que somos.
[1] VARGAS, M. Psicología. (1968). EDITORIAL PORRÚA. MÉXICO. PÁG. 441.
[2] Restrepo, P. Estatuto del Embrión Humano. (2016). Escritos / Medellín - Colombia / Vol. 24, N. 53 / pp. 307-318.
[3] Gutiérrez, S. Psicología. (1985). Editorial Esfinge. México. P 179.