Ya no se revisan al espejo. Se miran en la cámara del celular. Se corrigen con filtros, se editan antes de existir.
Así viven muchos adolescentes en cualquier otro rincón del mundo donde una pantalla dicta qué mostrar, cómo sentir y con cuántos “me gusta” validarse.
Una encuesta aplicada a más de 270 estudiantes de entre 13 y 17 años en la ciudad confirmó que las redes sociales no solo informan ni entretienen, ahora forman: moldean gustos, expectativas, emociones. Incluso la manera en que alguien se nombra a sí mismo.
El 73% de los encuestados eligió los videos breves como su contenido favorito. TikToks, Reels, memes. Lo fugaz reina, lo inmediato manda. Pero el costo emocional se esconde detrás de las risas. La presión por encajar, alcanzar la estética deseada o parecer feliz no desaparece con un clic.
“Sé que lo que veo en redes no es real, pero igual me hace sentir mal conmigo misma.”
—Estudiante, 15 años.
Los adolescentes lo saben. Saben que el contenido engaña. Aun así, el algoritmo marca el ritmo. La imagen perfecta no necesita ser verdadera, solo convincente.
La identidad musical también refleja el pulso emocional de esta generación. K-pop, pop y corridos tumbados. El 65% de los adolescentes disfrutan estos géneros. Fusionan lo global y lo local sin contradicción.
A medida que avanzan en la escuela, los intereses cambian. En los semestres superiores, surgen afinidades con temas como la salud mental, la ciencia o los tutoriales académicos. Pero ese giro no borra el entorno: solo lo matiza.
Más del 60% sigue a influencers de moda, estilo de vida o entretenimiento. Aunque muchos aseguran no verse afectados, las respuestas y los comportamientos dicen otra cosa. Replican rutinas, imitan formas de hablar, adaptan estilos.
“Hice la rutina de skin care de una influencer. No me funcionó, pero me hacía sentir parte de algo.”
—Estudiante, 16 años.
Los influencers ya no solo venden productos, venden versiones de éxito. Proyectan vidas editadas, aspiraciones maquilladas, rutinas imposibles de replicar. Alimentan sueños que pocos alcanzan, pero que muchos intentan imitar.
Las redes ya no son solo canales de comunicación. Son vitrinas, escenarios y termómetros de aceptación. Los adolescentes no solo observan: se exponen y lo que muestran rara vez incluye su versión completa.
“Solo subo las partes bonitas de mi vida, no porque quiera engañar, sino porque nadie quiere ver lo aburrido.”
—Estudiante, 17 años.
La encuesta reveló que más del 70% siente que su perfil digital representa solo una parte de lo que realmente son. Las identidades se ajustan a la mirada del otro. A los algoritmos, a lo que la red premia; lo auténtico queda en pausa.
La investigación no pide censura ni castigos. Exige alfabetización mediática real, sin prohibiciones ni discursos de pánico. Lo que hace falta es acompañamiento, mirada crítica y espacios de diálogo.
La escuela, la familia e incluso los medios tienen tarea pendiente. No basta con advertir sobre los peligros. Es urgente enseñar a leer los mensajes ocultos, detectar lo que infoxica, nombrar lo que duele; defender la belleza de lo real, aunque no sea perfecto.
Cada “like” deja una huella, la comparación instala una duda. Cada comentario puede cambiar el rumbo de lo que alguien cree ser.
Los adolescentes no preguntan qué quieren ser, antes necesitan descubrir quiénes son y hacerlo en un mundo que no deja de gritarles cómo deberían parecer.
Antes de construir su futuro, necesitan permiso para habitar su presente sin miedo a no gustar.
Hoy desde una mirada humanista, escolar y familiar, estas acciones pueden comenzar hoy mismo en cualquier espacio donde haya un adolescente que necesite verse con ojos reales:
Podríamos comenzar con conversaciones breves, profundas y sin juicio con preguntas como:
—¿Qué viste hoy en internet que te hizo sentir algo fuerte?
—¿Qué canción te hace sentir mejor contigo?
—¿Hay algo que no te animas a subir porque sientes que no gustará?
Hazlo durante el desayuno, en el trayecto a la escuela o en una caminata. Escuchar sin interrumpir es ya un acto de amor.
Quizás crear juntos una playlist colaborativa que no refuerce estereotipos de éxito, cuerpo perfecto o superficialidad. Una canción que los haga sentir en paz, comprendidos, auténticos.
Puede compartirse en Spotify, YouTube o simplemente trastearla juntos.
Un minuto diario frente al espejo —real o simbólico— para decir o escribir algo que valoran de sí mismos, sin esperar un “me gusta”.
Funciona en diarios personales, antes de dormir como dinámica familiar. Lo que se repite, se arraiga.
Estas estrategias no necesitan expertos, presupuesto ni pantallas. Solo requieren presencia, escucha y voluntad. Voluntad para mirar sin filtros, sostener sin corregir y acompañar sin invadir.
Porque los adolescentes no necesitan una nueva app. Necesitan adultos que los miren con ojos reales.
Opinión
Sábado 28 Jun 2025, 06:30
El algoritmo sabe quién eres… y cómo hacerte sentir insuficiente
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Karla Chairez Arce
