“… no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas”
Jorge Luis Borges

La vida está llena de pequeñas contingencias que, sumadas, la hacen ser lo que es.
Decidí venir a Portugal porque nunca había estado aquí; decidí mandar fotos, lo que nunca había hecho, porque creo que no soy la misma persona que tomó el avión en México hace ya varias semanas, y con toda seguridad, tampoco soy la misma que llegó y continúa; decidí escribir un artículo, publicarlo en mi blog, cargarlo en mi Facebook, subir las fotografías y, hete aquí, que recibí el siguiente mensaje: “Abuelo, déjese de mmdss y vaya a conocer Nazaré. Mándeme fotos”.
Su autor es el Lic. Víctor Lujano (oriundo de Tijuana, Baja California); explicar quién es Lujano, y cómo lo conocí, demandaría por lo menos sendos artículos —uno ya lo escribí y publiqué no sé dónde ni cuándo, se llama Tijuana y sus divas y no está disponible en Internet (si lo quiere leer, pídalo vía email). Ni modo—; pero la amistad añeja ahí queda, en calidad de mudo testimonio. Lujano es un tipo singular del que basta para describirlo afirmar dos cosas: es muy inteligente y extraordinariamente divertido; cualidades que no se nos dan a todos; por ejemplo a mí, que soy esencialmente fúnebre y torpe.
Volvamos al tema. Esa serie de nimios acontecimientos me recuerda el cuento de F. Scott Fitzgerald: El curioso caso de Benjamin Button, que después se llevaría al cine. En la película (2008), la bailarina, Daisy (protagonizada por Cate Blanchett), sufre un accidente en París; ella ya es una bailarina reconocida y una noche, tras los ensayos, un taxi la atropella; Fitzgerald en el cuento nunca mete esa trama, pero la secuencia fílmica nunca la he podido olvidar y siempre me ha fascinado pues, en mi opinión, la vida es eso, precisamente, una cadena de ínfimas casualidades: si una mujer no hubiera cruzado, si el chofer no se hubiera detenido, si Daisy hubiera salido dos segundos antes o después… entonces nada habría pasado; pero todo se alineó para que el taxi la embistiera y le destrozara la pierna; lo que la alejó de la carrera de bailarina justo en su zenit.
Pues, sin una serie de hechos similar, yo no habría llegado a Nazaré: “Decidí venir a Portugal porque nunca había estado aquí; decidí mandar fotos…” y aquí estoy.
El nombre le viene al pueblo, cuenta la leyenda, porque en el siglo XII un caballero cruzado trajo desde Nazaret (en Tierra Santa) una pequeña estatua de madera de la Virgen con el Niño; la imagen se guardó primero en un eremitorio en la costa portuguesa y, con el tiempo, al lugar se le empezó a llamar: “Sítio da Nazaré”. De ahí deriva el topónimo del pueblo. El nombre actual no es, pues, ni local, ni celta, ni latino —es una transposición mariana, traída directamente de Tierra Santa, en honor a la Virgen de Nazaret—.
Nazaré es un pliegue en la memoria del mar —quizá por eso me recordó, un poco, por lo pintoresco de la villa y no por otra cosa, a Santorini, en Grecia, pero no, es muy diferente: no hay casitas ni blanco con azul por todos lados—; aquí, el Atlántico se abalanza contra sus playas con violencia antigua. El aire huele a sal y sus mujeres de siete faldas caminan iguales a sacerdotisas domésticas que cargan con siglos de plegarias. Cada falda es un círculo concéntrico: infancia, matrimonio, viudez, espera; círculos que giran, como giran los remolinos invisibles del Cañón de Nazaré bajo el agua; un cañón de casi cinco mil metros de profundidad que explica ese mar fúrico.
Las playas son páginas interminables escritas por millares de huellas que el tráfago del océano corrige sin cesar; en lo alto, para muchos, el promontorio del Sítio da Nazaré es faro y es altar; frontera visible entre lo humano y lo divino. Allí, la Virgen nos advierte lo que Job ya sabía de Dios, hace eones: “El mar da y el mar quita”. En ese punto —centro del universo mismo que transcurre y se agota en un instante—, pensé en Quetzalcóatl, Visnú, Odín; en Platón (el alma como chispa divina atrapada en un cuerpo mortal), en Borges: “Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo” y hasta en Nietzsche (el Übermensch como aspiración a lo divino por vía humana sin la intervención de Dios).
Nunca había sentido el mar con tanta intensidad.
Las olas inmensas —catedrales líquidas, muros azules que ningún Nabucodonosor se atrevió a concebir jamás cuando soñaba sus jardines— me obligaron a replantearme el sentido de la vida y me confirmaron en la insignificancia del ser.
Es un lugar hermoso. No es Italia, ni Grecia, ni Francia, ni España… es Portugal, un lugar que jamás imaginé que me podría marcar.
Aquí, en este puerto, en estas playas, en esta tierra recién descubierta, me voy a quedar a vivir.
Continuará…
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