Elon Musk odia el fin de semana. Durante más de una década, el hombre más rico del mundo ha proclamado la necesidad de trabajar al menos 80 horas a la semana —“llegando a veces a más de 100″, como dijo en 2018— para “cambiar el mundo”. Ahora él y sus subordinados del llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental trabajan supuestamente hasta 120 horas semanales, razón por la cual, en opinión de Musk, sus “oponentes burocráticos” no tienen ninguna posibilidad. “¡Es como si el equipo contrario abandonara el campo durante dos días!”, comentó Musk recientemente. “Trabajar el fin de semana es un superpoder”.
Esta asociación entre el trabajo incesante y el éxito en el emprendimiento está omnipresente en la cultura de negocios estadounidense actual. Jeff Bezos cuenta que trabajaba 12 horas todos los días de la semana en los primeros años de Amazon. El director ejecutivo de Apple, Tim Cook, es famoso por enviar correos electrónicos a las 4:30 a. m. El aparente jefe de Musk, a pesar de su conocida afición a los informativos de televisión y las redes sociales, también insiste en que “ningún presidente ha trabajado más que yo”.
Estos alardes, plausibles o no, revelan algo importante sobre la valorización estadounidense del trabajo, y ayudan a explicar por qué esta clase de multimillonarios supuestamente ocupados ha llegado a creerse con derecho a dominar nuestra vida nacional. Para Musk y sus socios, un entusiasmo hercúleo por el trabajo no es simplemente una forma de hacer las cosas; también es una marca de superioridad innata, un “superpoder” que confiere el derecho a imponer su visión al mundo. Las décadas que Musk lleva en las más altas esferas de la industria tecnológica, rodeado de otros ejecutivos que justificaban su señorío sobre sus imperios privados pregonando su inagotable ética del trabajo, le han enseñado que si trabajas más que los demás, deberías ser recompensado con un control incuestionable sobre tus dominios. Ahora pretende extender esta lógica a nuestro gobierno, transformándolo, como una de sus empresas, en otro feudo personal.
Aunque el ámbito del proyecto de Musk puede ser nuevo, el arquetipo que encarna tiene una larga historia. El economista de origen austriaco Joseph Schumpeter, que enseñó en Harvard desde 1932 hasta su muerte en 1950, contribuyó a popularizar la idea de que los empresarios poseían un conjunto especial de rasgos de personalidad que los diferenciaban de los hombres de negocios y directivos de menor categoría. El espíritu empresarial, según Schumpeter, rompía las rutinas económicas. Eso requería “voluntad y personalidad”. Los verdaderos empresarios generaban “vendavales de destrucción creativa”, según su célebre frase, una noción que adaptó del economista alemán Werner Sombart, quien sostenía en 1909 que los empresarios eran “hombres (¡no mujeres!) dotados para todo de una vitalidad extraordinaria, de la que brota un impulso inusitado para actuar, una alegría apasionada por el trabajo y un deseo irreprimible de poder”. Eran superhéroes.
Los líderes empresariales estadounidenses no tardaron en adoptar esta forma de pensar. Les permitió racionalizar su éxito como el resultado natural de su propia productividad, y considerar las cargas de trabajo más pesadas como una forma de potenciar a los empleados en lugar de machacarlos. Cuando en 1960 preguntaron a Georges Doriot, cofundador de una de las primeras grandes empresas estadounidenses de capital riesgo, si tenía previsto contratar a nuevos empleados para mantener el rápido crecimiento de su empresa, él respondió: “No, simplemente trabajaremos todos hasta más tarde por la noche”. Esta mentalidad se extendió a las empresas tecnológicas en las que Doriot invirtió, y conformó la visión del mundo de los ejecutivos de Silicon Valley. A principios de la década de 1980, los empleados que trabajaban a las órdenes de Steve Jobs en la división Macintosh de Apple se hacían camisetas en las que se podía leer “¡90 horas a la semana y me encanta!”.
En las últimas décadas, dos tendencias de la vida estadounidense han sobrealimentado la difusión de esta ética del trabajo empresarial, ayudando a empujar a los multimillonarios ocupados al centro de nuestra política. En primer lugar, cada vez más estadounidenses de a pie aprendieron a considerar el trabajo como algo escaso. A medida que la desindustrialización asolaba amplias franjas del país y la sindicalización disminuía, se acostumbraron a los ciclos de despidos y a la necesidad de incorporarse en nuevas ocupaciones o nuevas industrias. Ahora, en una época en la que más del 70 por ciento de los estadounidenses se preocupan por la disponibilidad de buenos empleos bien remunerados, los jefes de la cúspide de nuestra pirámide de clases perciben correctamente cómo esos empleos se han convertido en un símbolo de estatus: si los ricos de la Edad Dorada tenían un consumo visible, alardeando de ser libres del trabajo, los ricos de nuestra nueva Edad Dorada tienen un trabajo visible. Los vemos trabajar constantemente mientras nosotros buscamos turnos extra o luchamos por encadenar trabajos a tiempo parcial, y nos maravillamos de lo especiales que deben de ser.
Luego está la amenaza inminente de un avance tecnológico de enormes proporciones. Hoy, muchos líderes tecnológicos creen que el desarrollo de la inteligencia artificial está a punto de automatizar la mayoría de los trabajos hasta dejarlos en el olvido. Empresas tecnológicas como Google, Dropbox y Meta ya han recurrido a señalar los avances de la inteligencia artificial para justificar despidos recientes, y más del 40 por ciento de las empresas de todo el mundo prevén seguir su ejemplo en los próximos cinco años, según una encuesta del Foro Económico Mundial. Para quienes impulsan el auge de la IA, esta es una perspectiva esperanzadora. En el mundo automatizado que se avecina, los multimillonarios parecen esperar ser algunos de los últimos trabajadores en pie, encargados de gran parte del único trabajo que imaginan que les quedará por hacer a los humanos: dar órdenes a todos los demás.
Para Musk, seleccionar a los trabajadores de las empresas que adquiere parece ser una forma de acercarse a ese futuro. Tras hacerse cargo de Twitter, despidió a la mitad de sus empleados e informó a quienes se quedaron de que impondría un estilo de gestión “extremadamente duro”; muchos de ellos aceptaron su oferta de dimitir a cambio de tres meses de indemnización. Ahora Musk está aplicando el mismo manual de jugadas al gobierno federal, tratando de sustituir a los funcionarios de carrera por soldados de choque del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE por su sigla en inglés) y algoritmos de aprendizaje automático. “Todo lo que pueda automatizarse mecánicamente, se automatizará”, declaró recientemente a The Washington Post un funcionario que observaba el bombardeo de Musk. “Y los tecnócratas sustituirán a los burócratas”.
El sentido común parecería sugerir obstáculos a esta visión. Como Musk está demostrando ante nuestros ojos, trabajar 120 horas semanales no es lo mismo que hacer un buen trabajo. Musk y sus secuaces del DOGE están cometiendo el tipo de errores descuidados que cabría esperar de personas que trabajan sin descanso, subsistiendo, como supuestamente hacen, con “un flujo constante de pizzas a domicilio, Red Bull y Doritos” y descansando solo de forma intermitente en las “cápsulas de sueño” de la oficina. Crearon un sitio web para intentar documentar sus ahorros de costos, que estaba plagado de errores contables evidentes. Despidieron a cientos de trabajadores responsables de la seguridad de las armas nucleares, y luego se apresuraron a volver a contratarlos.
Musk sabe hasta qué punto un ejecutivo puede salirse con la suya cuando se cree que posee poderes productivos extraordinarios. Hizo de Twitter una empresa peor y menos valiosa, desmantelando sus sistemas de verificación y moderación y suprimiendo los enlaces a otros sitios web, y aun así pudo lucrar convirtiéndola en un megáfono de la política MAGA. Sus coches se incendian y, sin embargo, siguen saliendo de la cadena de montaje de sus fábricas hiperautomatizadas, con el atractivo que su base de seguidores de culto les confiere. Y ahora, al parecer, si algo detiene alguna vez la bola de demolición de DOGE, serán los tribunales, o quizá los celos del presidente, no el descubrimiento de que Musk y su equipo no saben lo que hacen.
Como Peter Thiel observó una vez, “una empresa emergente está estructurada básicamente como una monarquía”. Y como en una monarquía, el objetivo principal de muchas es halagar el ego de sus líderes en lugar de mejorar la vida de la gente común y corriente. Si Estados Unidos se siente cada vez más como un país gobernado por dos reyes petulantes, quizá sea porque el gobierno se está gestionando por fin como una empresa.