Cuando tenía 14 años, pasaba la mayor parte de mi tiempo libre haciendo dos cosas que me encantaban: corría mucho y tocaba mucho el piano, aunque en la secundaria estaba claro que nunca destacaría en ninguna de esas actividades. Una vez, mientras una amiga y yo dábamos el habitual paseo previo a una carrera de campo, estábamos tan enfrascadas en una conversación que nos dimos cuenta de que llegábamos tarde solo cuando oímos, a lo lejos, el estampido del disparo de salida. Y cuando mi profesora de piano intentaba explicarme lo que hacía mal, a veces imitaba mi forma de tocar de un modo que dejaba claro que no estaba destinada a Juilliard.
Aquel año, en mi primer año de secundaria, mi hermano, que es seis años mayor que yo, regresó de la universidad para las vacaciones de Acción de Gracias y me dijo que creía que debía unirme al periódico de la secundaria. No había periódico, le dije; en algún momento se disolvió por falta de interés. Aún recuerdo a mi hermano en la puerta de mi dormitorio: yo solo quería volver a lo que estaba leyendo (¿Un árbol crece en Brooklyn?, ¿El clan del oso cavernario?), pero él se quedó ahí lo que me pareció una eternidad, sermoneándome sobre el declive de la democracia sin una prensa libre y la apatía de mis compañeros; la secundaria tenía que tener un periódico, y si nadie más iba a revivirlo, insistió, yo debía hacerlo.
Solo puedo imaginar cómo habría respondido si mis padres me hubieran dado el mismo sermón: probablemente no habría hecho nada. Como la mayoría de los adolescentes, estaba en cierto modo programada evolutivamente para rechazar lo que más ganas tuvieran de inculcarme. Pero tampoco me lo sugirieron. No tenían ideas muy claras sobre el periódico del colegio o sobre si debíamos tener uno, y quizá no me conocían como me conocía mi hermano. A veces pienso que los padres siempre ven a sus hijos como algo fijo, esencialmente inalterado con respecto a quienes eran cuando llegaron al mundo como, por ejemplo, un bebé inquieto o un niño demasiado ansioso. Yo era la menor de tres hermanos, pasiva, observadora más que hacedora, alguien que tenía que aprender a hablar rápido porque, si no, nunca lograría decir nada en la cena. Los hermanos se ven unos a otros en la naturaleza, cómo interactúan con otros niños; los hermanos son espías, siempre midiendo a la competencia, a veces amenazados, pero con la misma frecuencia orgullosos.
No quería enfrentarme a otro sermón cuando mi hermano volviera a casa. No solo valoraba su opinión, sino también la alta opinión que tenía de mí, y pensaba que yo era alguien que podía fundar un periódico de secundaria. Y, para mi sorpresa, así lo hice. No ganó premios ni fue noticia (creo recordar muchos editoriales sobre la apatía de los estudiantes). Pero en cuanto me senté con los primeros trabajos que iban llegando, supe que estaba en el lugar adecuado. Cuando mi profesora de piano me dijo que tenía que dejar mis otras actividades extraescolares y centrarme en el piano o buscar otra maestra (subtexto para: ¿Qué sentido tiene toda esta mediocridad, de verdad?), no me lo pensé dos veces: el periódico era mi prioridad. Mi hermano casi me había intimidado para que encontrara una vocación en el periodismo: conocía mi entorno, sabía cómo debía ser la secundaria y me conocía a mí.
Cuando pensamos en las fuerzas que nos moldean, inevitablemente recurrimos a los padres. La relación padre-hijo es la base de probablemente medio milenio de conversación psicoanalítica y discurso intelectual; los libros sobre paternidad son éxitos de ventas perennes, con consejos que fluctúan tan a menudo como los consejos de salud sobre qué comer o beber y cuánto. Sus instrucciones fulminantes no impiden que muchos padres los lean, y quién puede culpar a esas madres y padres: los niños son desconcertantes, variables, no tan verbales… y los padres también saben que si se equivocan, sus hijos los culparán de casi todo.
Sin embargo, los investigadores, tras analizar miles de estudios sobre gemelos, han llegado a la conclusión de que el entorno compartido —el entorno que tienen en común los hermanos, que incluye a los padres— parece hacer muy poco para que los gemelos fraternos se parezcan en muchos aspectos de manera especial. Pueden estar expuestos a las mismas normas de práctica del oboe, rituales a la hora de cenar, castigos, valores familiares y armonía o discordia de los padres, y nada de eso importa realmente en muchos aspectos clave: las personalidades de los hermanos pueden terminar siendo tan diferentes como las de dos desconocidos cualesquiera en la calle. Nadie diría que la paternidad no importa; lo que ocurre es que las decisiones sobre las que agonizan tantos padres amorosos —dormir con sus hijos o no, hacer cumplir las normas rígidamente o a veces dejarlas pasar— no importan tanto como imaginamos. Esto tampoco significa que los genes sean todopoderosos, sino que la educación abarca mucho más que la crianza: los efectos ambientales a los que está expuesto un niño son enormes, e incluyen (solo para empezar) los medios de comunicación que consume y los amigos y profesores en cuya compañía pasa la mayor parte del día.
Y luego están los hermanos. “Creo que la influencia de los hermanos es un área de la psicología que no ha recibido ni de lejos la atención que merece”, dice Lisa Damour, psicóloga y autora que escribe sobre la adolescencia. “Cuando estudiamos el desarrollo infantil, nuestros marcos principales han girado en torno a la influencia de los padres sobre los hijos, y esa es la tradición establecida que nos ha costado mucho superar”.
Cualquiera que críe a más de un hijo, dice Damour, o que tenga un hermano, sabe intuitivamente que las relaciones entre hermanos desempeñan un poderoso papel a la hora de influir en quiénes nos convertimos. “Si los padres son las estrellas fijas en el universo del niño, unas esferas celestes vagamente comprendidas que son distantes pero constantes, los hermanos son los cometas cercanos, deslumbrantes y a veces abrasadores”, escribió Alison Gopnik, psicóloga del desarrollo, en una reseña de un libro sobre hermanos en 2011.
En los últimos años ha crecido un corpus de investigación que añade claridad y profundidad a nuestra comprensión de lo significativo que puede ser el impacto de los hermanos. Los investigadores han estudiado cómo los hermanos se influyen mutuamente en sus elecciones y trayectorias vitales mediante la competencia; han descubierto un conocimiento más profundo de los llamados efectos indirectos, los efectos dominó de cómo las experiencias de un hermano afectan a las de otro; y han aportado rigor a las ideas populares sobre el orden de nacimiento. Las nuevas herramientas de la investigación genética pueden cuestionar o agudizar las concepciones previamente mantenidas sobre los hermanos. El conjunto de datos de familias cuyas historias podrían arrojar luz sobre algunas de estas interacciones es ilimitado, pero un aspecto para analizar son los casos de hermanos que me fascinan desde hace tiempo: los de familias en las que un número sorprendente de hermanos y hermanas han encontrado su camino hacia la cima de la escalera del éxito. Algunas de las dinámicas descritas en la investigación, en esas familias, podrían confirmarse en extremo. Los hermanos, en el mejor de los casos, pueden animarse unos a otros; compitiendo y colaborando —intencionalmente o no—, ayudan a trazar el curso de la vida de los demás.
Desde hace tiempo, los psicólogos creen que los hermanos tienden a encontrar formas de diferenciarse unos de otros, afilando algunos bordes, suavizando otros, forzándose mutuamente a adoptar papeles que puedan coexistir en el espacio de su familia. Ciertamente, los hermanos de una extraordinaria familia que conocí, los Groff, parecen confirmarlo con inusitada claridad, impulsándose unos a otros hacia dominios distintos en los que todos triunfaron a niveles excepcionalmente altos. Sarah True, de 43 años, es una triatleta olímpica convertida en campeona mundial de Ironman; su hermana mayor, Lauren Groff, de 46 años, es una célebre novelista y tres veces finalista del Premio Nacional del Libro; y Adam Groff, el mayor, de 48 años, obtuvo simultáneamente un doctorado en medicina y un máster en Administración de Empresas en la Universidad de Pensilvania, luego se convirtió en empresario en serie en el campo de la atención a la salud, y es médico adjunto en el Centro Médico Dartmouth Hitchcock.
Los tres hermanos Groff hablan, con cierta reverencia, de la laboriosidad y los logros de sus padres: Jerry Groff, médico, y Jeannine Groff, quien trabajó muchos años como profesora de ciencias. Cada uno de ellos procedía de un entorno humilde y asistió a la universidad con una beca de estudio y trabajo, y finalmente construyeron juntos una vida de comodidades y oportunidades para sus hijos. Pero Sarah y Lauren dirían que sus hermanos influyeron en ellas tanto o más que sus padres.
Lauren Groff, 15 meses menor que su hermano, Adam, recuerda sentirse obligada, constantemente, a imponerse ante lo que ella percibía como su dominio. “Era una gran introvertida con un hermano mayor que no me dejaba hablar”, dijo una vez a un periodista de The Guardian, “así que era la que más leía”. Generalmente se retiraba a su habitación, a los libros que allí le hacían compañía y le proporcionaban refugio emocional. “Sin eso” —con “eso” se refiere a las burlas habituales de Adam, el hermano mayor— “nunca habría leído seis mil millones de libros”, me dijo. “El mero hecho de que él fuera mayor y más listo me formó a mí en particular, así que, como mujer joven, solo intentaba seguirle el ritmo y demostrarle que no solo era un ser humano que valía la pena, sino que era igual que él”.
Ahora, Lauren es una autora de libros con grandes ventas y ha publicado siete obras de ficción. Aunque suele formar parte de los jurados de los principales premios literarios, sigue creyendo que la respuesta emocional a su percepción de la superioridad de Adam, y su seguridad en sí mismo, perduró desde la infancia. Lauren calcula que, durante muchos años, el 80 por ciento de lo que la impulsó a esforzarse en la vida fue Adam.
Su hermana menor, Sarah, sentía la presión de tener no uno, sino dos hermanos de alto rendimiento. Experimentaba una incómoda admiración por su hermana y su hermano, que sobresalían en la escuela de un modo que ella temía no poder igualar.
Es un hecho incómodo de la investigación sobre hermanos que, por término medio, el orden de nacimiento en una familia tiende a predecir cuál de los hermanos tendrá mejor rendimiento escolar. Un sólido conjunto de investigaciones muestra el mismo efecto consistente (aunque relativamente pequeño): el hermano mayor de una familia suele sacar las mejores notas. Algunas investigaciones han descubierto que los padres hacen cumplir las normas con los hermanos mayores de forma más estricta, pero también hay beneficios para el primogénito que empiezan ya en el embarazo: las madres tienden a cuidar mejor de su salud prenatal con sus primeros bebés, y los padres prodigan más atención a ese primer hijo durante esos primeros meses cruciales para su desarrollo. Los investigadores analizaron bases de datos que incluían a unos 5000 niños estadounidenses y descubrieron que los hijos mayores de la familia obtenían mejores resultados en pruebas cognitivas ya en su primer cumpleaños, en comparación con sus hermanos pequeños cuando alcanzaban la misma edad, y que esos hijos mayores también sacaban mejores notas en la escuela. Los padres pueden querer a sus hijos por igual; pero no hay forma fácil de eludir la realidad de que tienen más tiempo para dedicarse a enriquecer el entorno de un solo hijo que el de dos o más.
Tanto si sus hermanos la superaban académicamente, como si ella simplemente percibía que ellos lo hacían, Sarah optó por hacer lo que hacen muchos hermanos pequeños: buscó un nicho fuera del ámbito académico. Su primer interés por la natación competitiva se inspiró en su amor por el deporte, según ella misma cree, pero también en su deseo de superar a Lauren en algún ámbito. “No sentía que intentara estar a la altura de mis hermanos para complacer a mis padres”, dice Sarah. “Era por mí, era omnipresente. Nunca iba a ser lo bastante buena, y eso era un fallo de algo en mí, porque todos tuvimos la misma educación. No creo que fuera atleta profesional si no fuera por mis hermanos. No habría intentado labrarme mi propio pequeño mundo de la manera en que lo he hecho”.
Algunas investigaciones han descubierto que los hermanos menores están sobrerrepresentados en las actividades atléticas. Matt Robinson, director del programa de gestión deportiva de la Universidad de Delaware, trabajó con April Heinrichs, que en aquel momento era la directora del Programa del Equipo Nacional Juvenil Femenino de la Federación de Fútbol de Estados Unidos (y exjugadora nacional ella misma), para realizar una encuesta entre unas 250 jugadoras de fútbol, cada una de las cuales entrenaba para el equipo nacional femenino estadounidense en su categoría de edad (de menos de 14 a 23 años). Los resultados, publicados en Soccer Journal en 2014, revelaron que cerca de tres cuartas partes de las mujeres que jugaban a ese nivel de élite eran hermanas menores.
Los investigadores teorizaron que estas niñas y mujeres se esforzaban para poder aguantar cuando daban patadas a un balón con sus hermanos mayores. La constante competición informal podía haber mejorado su juego, y también era posible que sus padres pudieran orientarse mejor a la hora de elegir equipos, entrenar y dirigir, al haber pasado por eso con un hijo mayor. También es probable que los hermanos menores empiecen a practicar deportes antes. Es posible que a un padre no se le ocurra darle a un niño de 2 años un balón de fútbol, pero si su hermana de 5 años está jugando con uno, puede que el niño se sienta atraído por esa actividad.
Jonah Berger, profesor de mercadeo de la Wharton School, en su libro Invisible Influence, explora el fenómeno de los hermanos menores en el deporte. Destacó un estudio de unos 250 atletas, todos ellos procedentes de familias con unos dos hijos. El estudio descubrió que los hermanos menores están sobrerrepresentados en el nivel élite aunque no tengan hermanos mayores que hayan practicado el mismo deporte, lo que, según él, sugiere que los hermanos menores intentan diferenciarse de sus hermanos mayores académicamente más fuertes, en vez de solo beneficiarse de su experiencia previa.
Para Sarah True, la idea de que la natación podría ser una manera de encontrar su propia área de excelencia parece haberse consolidado a los 14 años, cuando decidió nadar la longitud del lago Otsego, una masa de agua de unos 14 kilómetros justo a las afueras de la casa de su familia en Cooperstown, Nueva York. Cuando les contó a sus padres su intención, su padre tuvo sus dudas. “Cariño, es un trayecto largo”, le dijo. Pero, de algún modo, Sarah confiaba en que podría hacerlo. “Probablemente me entrené poco”, dijo. “Sabía que otras personas lo habían hecho. Sabía nadar”.
A todos los miembros de la familia les preocupaba que no pudiera realizar el trayecto, que suele durar cinco horas para los nadadores aficionados. “Va a ser un desastre”, le dijo su padre a su hermano, que estaba de visita.
El día de la travesía, el hermano de Sarah, Adam, y su padre remaron junto a ella mientras intentaba cruzar el lago. Tres horas y 49 minutos después, Sarah estaba de pie, temblando un poco, en un muelle de la orilla más lejana. Adam tenía las manos llenas de ampollas. Sarah había completado los 14 kilómetros y, para asombro de toda su familia, también había batido el récord de la ciudad para todos los nadadores de cualquier edad (su récord sigue vigente).
“Para mi hermana, el mero hecho de nadar en el lago era una forma de distinguirse”, dijo Lauren. “Era la tercera hija, y eso fue psíquicamente enorme en su vida. La convirtió en quien es, y no solo como atleta. Le demostró quién era”.
La forma en que los hermanos se diferencian suele estar en función de los recursos de su familia. Dar a un hijo clases de flauta y a otro entrenamiento de tenis, disponer de tiempo para trasladar a los niños de un lado a otro… son lujos que pueden darse los padres de clase media y alta. Annette Lareau, profesora de sociología de la Universidad de Pensilvania, explora ese tipo de diferencias de clase en la crianza de los hijos en su obra de referencia, Unequal Childhoods. Descubrió que los hermanos de los hogares de clase trabajadora y más pobres participan en menos actividades extraescolares. Esto significa, a su vez, que los hermanos suelen pasar más tiempo juntos, lo que aumenta la probabilidad de que se influyan mutuamente de múltiples maneras.
Emma Zang, profesora de sociología de la Universidad de Yale, formó parte de una cohorte de investigadores que se dieron cuenta de la importancia de esta idea. Pensó que la posibilidad de esta influencia podría utilizarse para crear políticas o intervenciones que maximizaran las oportunidades de los niños con rentas bajas. Zang se preguntó: si se pudiera mejorar la experiencia académica de un niño mayor, ¿ese beneficio también se extendería a los hermanos menores?
Para averiguarlo, Zang analizó los datos de inicio escolar de miles de alumnos que ingresaron en la escuela entre 1988 y 2003 en Carolina del Norte. Un gran número de investigaciones sugiere que los alumnos que resultan ser relativamente mayores para su curso tienden a ir mejor en la escuela. Zang quería saber si los hermanos menores de esos alumnos se beneficiarían de las ventajas de sus hermanos mayores, y descubrió que la respuesta era afirmativa: los hermanos menores de los niños que se encontraban entre los más mayores para su curso obtenían mejores resultados académicos, obteniendo puntuaciones más altas en los exámenes que los hermanos pequeños de los niños que entraron en la escuela más jóvenes, independientemente de que fueran mayores o menores para su curso.
Joshua Goodman, profesor asociado de educación y economía de la Universidad de Boston, descubrió un efecto igualmente sorprendente a nivel universitario. Goodman examinó un conjunto de datos de estudiantes cuyas puntuaciones en el SAT estaban justo en el margen de un punto de corte establecido para la admisión en lo que denominó “universidades objetivo”. Los candidatos eran esencialmente equivalentes, con puntuaciones que diferían en no más de 10 puntos en el SAT, en función de que un estudiante hubiera acertado quizá solo una pregunta más, una diferencia tan pequeña que podría dejarse al azar pero, por término medio, los que estaban justo por encima del umbral fueron admitidos, y los que estaban justo por debajo, no. Goodman descubrió que los hermanos menores de quienes habían sido admitidos tenían muchas más probabilidades de ingresar en una universidad igualmente selectiva que aquellos cuyos hermanos mayores no habían sido admitidos por unos pocos puntos. Es posible que a los hermanos menores que acabaron en universidades selectivas se les aumentaran las expectativas; podían ver un camino a seguir; podían beneficiarse de lo que hicieron sus hermanos mayores.
La experiencia de Michelle Obama en la universidad puede considerarse un reflejo de las conclusiones de Goodman, aunque ella presentó su solicitud décadas antes de que él emprendiera su investigación. Los padres de Obama la criaron en un barrio obrero de la zona sur de Chicago. Su hermano mayor, Craig, era un buen estudiante, pero las escuelas de la Ivy League no estaban en el radar de sus padres. Craig, sin embargo, también tenía la ventaja de ser un atleta estrella, por lo que fue reclutado para jugar al baloncesto en la Universidad de Princeton. Como escribe Obama en su libro Becoming, ver dónde estudiaba su hermano amplió su propio sentido de las posibilidades. “Nadie en mi familia inmediata había tenido mucha experiencia directa con la universidad, así que había poco que debatir o explorar”, escribió Obama sobre una visita a su hermano en la universidad. “Como siempre había ocurrido, supuse que todo lo que le gustara a Craig, también me gustaría a mí, y que todo lo que él pudiera lograr, yo también lo podría hacer. Y con eso, Princeton se convirtió en mi primera opción para la universidad”. Recuerda que una orientadora le dijo que “no era material para Princeton”; eso no disuadió a Obama. Habla de su fe en sí misma, pero es muy probable que conociera a su hermano lo suficiente como para evaluar su talento en relación con el suyo. Sabía que si él tenía madera para Princeton, seguramente ella también.
Las conclusiones de Zang y Goodman sugieren que las intervenciones eficaces dirigidas a un niño de una familia con bajos ingresos también podrían tener efectos positivos en cadena para sus hermanos, lo que significa que las intervenciones eficaces podrían tener más impacto del que se pensaba: mejorar la experiencia del hermano mayor podría tener un efecto dominó que cambiaría la trayectoria de toda la familia.
La investigación de Zang descubrió que casi un tercio de la similitud académica de los hermanos puede atribuirse al efecto indirecto (en contraposición a su entorno compartido o a su superposición genética). Pero el efecto indirecto también puede ser negativo, sobre todo en las familias desfavorecidas. Un niño que crece en un hogar desfavorecido tiene más probabilidades de sufrir académicamente debido a diversas perturbaciones; pero el rendimiento académico de ese niño sufrirá además por cualquier exposición traumática que haya perjudicado el éxito escolar de su hermano, según teoriza Zang. Como los resultados de los exámenes son indicadores fiables de los ingresos más adelante en la vida, las influencias de los hermanos en estas familias pueden traducirse en menores ingresos a lo largo de la vida.
Tanto Zang como Goodman descubrieron que el efecto indirecto era mayor en las familias menos favorecidas, lo que subraya la necesidad de que los investigadores tengan en cuenta que la influencia de los hermanos funciona de forma diferente según la clase social. Un estudio publicado en 2022 en Frontiers in Psychology, por ejemplo, complicó la conclusión, a menudo repetida, de que los hermanos mayores son los que obtienen mejores resultados académicos en sus familias. Los hermanos mayores de las familias de alto riesgo y de las familias en las que los padres no son hablantes nativos de inglés no obtienen, de hecho, puntuaciones más altas en las pruebas cognitivas cuando cumplen 2 años ni muestran una mayor preparación escolar a los cuatro años. En esas familias, no hay un efecto del orden de nacimiento, o los niños más pequeños obtienen puntuaciones más altas, probablemente porque se benefician de la fluidez de sus hermanos mayores y de la experiencia que sus padres adquieren con el tiempo al interactuar con centros preescolares y escuelas.
Observé indicios convincentes de efectos positivos indirectos entre hermanos en los Chen, una familia de cuatro hermanos que crecieron en Bristol, una pequeña ciudad de Virginia. Los tres primeros hijos de los Chen emigraron de China en 1994 junto con sus padres, ninguno de los cuales fue a la universidad ni hablaba inglés con fluidez. Elizabeth, la mayor, con el tiempo se convertiría en médico y trabajaría estrechamente con muchos inmigrantes chinos (para proteger su intimidad, nos pidió que utilizáramos su nombre estadounidense). Yi, ahora director ejecutivo de una empresa de inteligencia artificial (IA), formó parte del equipo inicial de cinco personas de Toast, la plataforma de software para restaurantes que en 2021 realizó la mayor oferta pública de tecnología de la historia de Boston; Gang trabaja ahora en una empresa líder en la enseñanza de idiomas mediante IA; y Devon, que nació en Estados Unidos, es desarrollador de software en Amazon.
Elizabeth, cuando llegó a Estados Unidos a los 10 años, hablaba poco inglés; por eso, su madre decidió ponerla en una clase dos cursos por debajo de la de su edad. Me contó que siempre les cayó bien a los profesores, lo que ella pensaba, incluso de niña, que era una función de los estereotipos positivos: esperaban que fuera una buena estudiante porque era asiática. Pero quizá solo tenía las ventajas de ser un par de años mayor que los demás en tercer curso: quizá era más organizada, tenía más autocontrol. Es posible que se convirtiera en la favorita de los profesores por ese motivo; la escuela se convirtió en un entorno cálido en el que podía destacar. Su pericia se convirtió en la escuela; se la transmitió a sus dos hermanos pequeños, quienes, a su vez, también destacaron.
Como sus padres trabajaban muchas horas porque tenían y administraban un restaurante chino en la ciudad, los tres hijos mayores se apoyaban mutuamente. Un primo que vivió con ellos varios años dijo que, cuando él llegó, los tres hermanos mayores, que entonces estaban en la secundaria, le parecían los principales motivadores los unos de los otros. “La forma en que esos tres se impulsaban unos a otros era la clave de su éxito”, observa, ya que las interacciones de los hermanos amplificaban cualquier talento que tuvieran.
Su madre insistió en que cada uno aprendiera al menos un instrumento, pero fueron los hermanos quienes se ayudaron mutuamente a crecer en la música. Cuando su prima fotografiaba a un niño Chen tocando el piano, a menudo había también un hermano en el banco, perfeccionando la técnica del hermano menor; se inclinaban juntos sobre las tareas, el mayor enseñando al menor. Elizabeth aconsejaba a Yi sobre qué cursos debía hacer y, cuando llegaba el momento, revisaba sus solicitudes para la universidad; ambos hacían lo mismo con su hermano pequeño Gang cuando llegó el momento. Años más tarde, todos colaboraron, en equipo, para ayudar a su hermano menor a solicitar el ingreso en la universidad. Los cuatro obtuvieron el mejor expediente académico en sus respectivos cursos (aunque el margen de Devon era incómodamente pequeño para Elizabeth. “Lo hizo bien”, dijo ella, suspirando). “Cada uno quería que el menor lo hiciera mejor que nosotros”, explica Yi.
Elizabeth guio a sus hermanos de otras maneras: animó a su hermano Yi, un año mayor que Gang, a que dedicara su energía a la lucha libre, creyendo que era el raro deporte en el que alguien del tamaño de Yi (era delgado comparado con sus compañeros) no estaría en desventaja. Yi era un competidor feroz, y ocupaba sistemáticamente el segundo puesto estatal en su categoría de peso en su último año. Era solo natural que Gang también se dedicara a la lucha, dado lo cercano que era a Yi; entonces Yi se dedicó a entrenar a Gang, a inmovilizarle, a hablarle de las maniobras, a impulsarle hasta la extenuación. “Quería que Gang fuera mejor que yo”, dijo. “Ese era mi objetivo”. Los hermanos creen que Gang podría haber llegado más lejos que Yi, competitivamente, excepto porque Gang también era el músico más consumado de los tres, un saxofonista que consiguió el puesto de tenor titular en la banda estatal, y, por tanto, no podía dedicarse plenamente al deporte.
Cuando Gang estaba en el último curso de la secundaria y su hermana era estudiante de medicina en la Universidad de Vanderbilt, presentó la solicitud de ingreso en Yale. El día en que se publicaron las aceptaciones, estaba compitiendo en un torneo de lucha libre y lejos de su computadora. Desde un laboratorio en el que estaba trabajando, Elizabeth intentó entrar en su nombre en el portal de admisiones de Yale, pero él no recordaba su PIN y seguía dándoselo erróneamente. “Eres un idiota, no mereces entrar”, le gritó Elizabeth, enojada. Estaba nerviosa, no solo porque quería lo mejor para él, sino también porque sabía que había escrito su redacción para la universidad sobre ella: sobre la manera en que lo ayudó a adaptarse a Estados Unidos, cuando le dijo qué ropa ponerse para ir al colegio, y cómo debía asegurarse de que tenía el dinero necesario para comer o para una excursión escolar. Le preocupaba que “si no entraba, fuera porque yo no era lo bastante buena”, dice Elizabeth.
Al final, Gang recordó su PIN y se lo dio a Elizabeth. Más tarde, ella y un encargado del su laboratorio que estaba allí en ese momento se reían de eso: un minuto estaba gritándole a su hermano lo idiota que era, y al siguiente estaba en silencio, con lágrimas corriéndole por la cara, mientras miraba la palabra que se desplazaba por la pantalla: Felicidades.
Cuando las familias intentan darle sentido a su propio funcionamiento interno, a menudo recurren a teorías sobre el orden de nacimiento —concepciones o esquemas de cosecha propia que se han popularizado ampliamente— para explicar por qué los distintos hermanos actúan como lo hacen. En 1996, el libro de Frank J. Sulloway sobre el tema, Born to Rebel, se convirtió rápidamente en un éxito arrollador, elogiado por intelectuales como EO Wilson, quien lo calificó de “uno de los tratados más autorizados e importantes de la historia de las ciencias sociales”.
Sulloway argumentaba que los hijos mayores, quienes pasan más tiempo a solas con sus padres y tienden a identificarse con ellos, se vuelven concienzudos y tienden a reforzar el statu quo; los hijos más jóvenes, por el contrario, son más propensos a rebelarse e innovar. Sulloway se basó en datos históricos para argumentar que los niños más pequeños estaban significativamente sobrerrepresentados en levantamientos como la Revolución Francesa, y eran responsables de un número desproporcionadamente alto de los descubrimientos científicos que requerían las mayores rupturas con el pensamiento tradicional.
Muchas de las conclusiones de Sulloway han sido ampliamente cuestionadas desde entonces. Sulloway sostenía, por ejemplo, que el orden de nacimiento predecía mejor las actitudes sociales —como la defensa de los valores convencionales— que el sexo, la raza o la clase social; sin embargo, un análisis de una encuesta realizada a 1945 adultos, publicado en la revista American Sociological Review en 1999, reveló lo contrario. Y otras investigaciones consideradas desde entonces el patrón oro han descubierto que, cuando se trata de los “cinco grandes” rasgos de la personalidad —concienciación, agradabilidad, apertura, neuroticismo y extroversión—, el orden de nacimiento no parece influir.
Uno de los problemas de muchas investigaciones sobre el orden de nacimiento es lo que se conoce como sesgo de confirmación: es muy posible que los sujetos de los estudios a quienes se preguntó por sus hermanos tuvieran ideas preconcebidas sobre los hermanos y el orden de nacimiento que transmitieron a su propia familia. Los padres también están sujetos a ese tipo de ideas preconcebidas; a partir de ahí, pueden establecerse expectativas que pueden tener consecuencias a largo plazo. Pensemos en los hermanos Emanuel, que crecieron en Chicago, hijos de una madre que se dedicaba al activismo por los derechos civiles cuando no intentaba mantener a raya a sus tres revoltosos hijos, y de un padre que era un médico partidario de la justicia social. Ezequiel Emanuel ahora es un destacado bioético de la Universidad de Pensilvania; Rahm Emanuel fue embajador en Japón y jefe de gabinete del presidente Barack Obama; y Ari Emanuel es uno de los ejecutivos del mundo del deporte y el espectáculo más poderosos del país.
La trayectoria de Ezequiel Emanuel parecía desarrollarse de acuerdo con las ideas de Sulloway: era el hijo mayor, el concienzudo que seguiría a su padre en el campo de la medicina. No tenía aún 6 años, escribe en su libro Brothers Emanuel, cuando sus padres empezaron a sugerirle que se dedicara a la medicina. “Era el primogénito de un inmigrante que era médico”, escribió. “Además, era un buenazo y sacaba buenas notas en todas las asignaturas, y me gustaba especialmente la ciencia, donde podía literalmente hurgar y sondear la naturaleza”. Y continúa: “Parecía casi predeterminado que yo fuera médico. El hecho de que me decantara por la medicina liberó a Rahm y a Ari de cualquier presión profesional”.
Sus hermanos han dicho que, de los tres hijos, Ezequiel era el más inteligente. Y quizá era el más adecuado para la profesión de su padre; o quizá sus padres proyectaron esa idea, que él y sus hermanos adoptaron. Es indiscutiblemente cierto que era el mayor y, por tanto, estadísticamente tenía más probabilidades de sobresalir; pero todas las investigaciones sobre el orden de nacimiento se basan en promedios. Es más predictivo que concluyente. ¿Era intrínsecamente más apto que sus hermanos para ser médico? En cualquier caso, está claro que la carrera de sus hermanos no se vio afectada por la atención que prestaron sus padres a la futura profesión de Ezequiel.
Pero las creencias subjetivas de los padres sobre la inteligencia o las cualidades relativas de sus hijos —cualquiera que sea la causa de esa valoración— a veces pueden perjudicar a sus hijos, sobre todo porque no siempre tienen razón. En 2015, Susan McHale, ahora profesora emérita de Desarrollo Humano y Estudios Familiares en Penn State, fue autora de un estudio en The Journal of Family Psychology que descubrió que, incluso cuando las notas de dos hermanos eran esencialmente equivalentes, los padres solían tener la creencia de que un alumno tenía más talento académico que el otro; y esa creencia parecía predecir incluso mejores notas en el futuro para el alumno posiblemente percibido erróneamente como más académico. Los alumnos que se creían más académicos también expresaban más interés por las actividades académicas extraescolares que el otro hermano, quien, según la teoría de McHale, bien podría haber sido un buen estudiante, pero parecía menos propenso a percibir que eso fuera cierto. “Cuando uno de los padres pensaba que un niño era más inteligente que el otro, ese niño mejoraba progresivamente con el tiempo”, dijo. “Las pequeñas diferencias tenían implicaciones cada vez mayores con el tiempo, en virtud de la comparación social”.
Dalton Conley, sociólogo de formación que también tiene un doctorado en biología, está interesado en tratar de desenmarañar las inclinaciones innatas de las influencias ambientales como las que pueden existir dentro de una familia. Por ejemplo: ¿los padres hacen suposiciones sobre los talentos de sus hijos, en relación con los demás, porque de hecho los niños están dotados de forma innata en esas áreas, o empujan los padres a sus hijos —o se empujan los hijos a sí mismos— en una dirección u otra debido a determinadas dinámicas familiares?
Conley cree que los avances en el análisis genético podrían responder a algunas de estas preguntas. En la última década, los científicos han analizado el genoma de decenas de miles de individuos, creando un banco de datos genéticos que revela marcadores genéticos de diversos rasgos. Para una persona determinada, el análisis genético puede generar ahora lo que se conoce como puntuaciones poligénicas: números (todavía toscos y algo controvertidos) que denotan las predisposiciones genéticas de un individuo a determinadas cualidades (o enfermedades), basándose en sus variantes genéticas combinadas. Las puntuaciones poligénicas nos indican hasta cierto punto en qué medida las variantes genéticas de alguien aumentan la probabilidad de que esa persona obtenga un título universitario, por ejemplo.
Aunque esta investigación se encuentra en sus primeras fases, Conley cree que las puntuaciones poligénicas permitirán con el tiempo desentrañar las formas en que los efectos de los hermanos entre sí —en contraposición a su solapamiento genético— mejoran sus oportunidades o posiblemente las frenan. Ahora está llevando a cabo una investigación para intentar determinar, observando las puntuaciones poligénicas, si los padres a veces acaban asignando a sus hijos nichos de formas que podrían incluso desafiar sus inclinaciones naturales. Conley, autor de The Social Genome, un libro que explora la interacción de la naturaleza y la crianza, se preguntaba, por ejemplo, sobre un estudiante que tuviera una gran aptitud para las matemáticas, como indicaba una puntuación poligénica, pero que fuera un atleta aún más destacado. Si tuviera un hermano que no fuera tan buen estudiante de matemáticas pero fuera muy poco atlético, ¿su familia llegará a creer que el segundo hermano era, de hecho, el estudiante de matemáticas de la familia, que estaba más dotado para las matemáticas?
Conley cree que trabajar con puntuaciones poligénicas podría revelar muchos de los misterios y mecanismos de los sistemas familiares que, hasta la fecha, solo se han comprendido en gran medida a nivel teórico. “Lo que ocurre en las familias ha sido una caja negra desde que existen las ciencias humanas o sociales”, afirma Conley. “Creo que ahora tenemos la oportunidad de comprender mucho mejor la dinámica familiar con estas herramientas”. Cree que para los humanos, que son criaturas tan fundamentalmente sociales, sería significativo comprender mejor la interacción entre naturaleza y crianza. “Todas estas intuiciones sobre los hermanos que creemos ciertas, ahora tenemos una forma de ponerlas a prueba”, afirma.
Los padres que sienten la presión de tomar decisiones que maximicen el potencial de sus hijos también pueden pensar que les corresponde a ellos dar forma a las interacciones de sus hermanos: lo unidos que están; si colaboran o compiten; si, en caso de que compitan, esa competencia es bondadosa o malsana. Pero si criar a un hijo es una tarea que puede parecer una partida de damas interminable y posiblemente imposible de ganar, intentar gestionar una relación entre hermanos sería más bien como jugar al ajedrez con los ojos vendados: es tan polifacética y complicada, con tantos acontecimientos aleatorios que afectan a los niños, que a su vez afectan a la forma en que los hermanos interactúan entre sí. Un padre o una madre tendrían que ser unos auténticos sabios para conseguir que la relación fuera lo más pacífica y satisfactoria posible.
O tal vez necesitaría nada menos que clarividencia, porque gran parte de lo que ocurre en la vida de nuestros hijos —y en nuestra propia vida— depende de caprichos del destino. Una decisión depende de un estado de ánimo o de la casualidad, y una vida cambia, una personalidad se modifica como resultado, dando lugar a una persona recién alterada que interactuará, una y otra vez, con una sucesión interminable de pequeños momentos formativos.
Unos tres años después de que Sarah, que acabaría siendo una atleta olímpica, dejara su huella en el lago Otsego, Lauren, quien se convertiría en la novelista, decidió que iba a intentar nadar lo mismo. Cuando le faltaban unos dos kilómetros para llegar a la meta, su padre, que remaba a su lado, le hizo saber que estaba a punto de batir el récord: solo tenía que acelerar un poco el ritmo. “Para serte sincera”, dijo Lauren, “soy una persona muy competitiva, así que hubo una guerra”. Pensó en lo que sentiría al batir el récord. Luego pensó en su hermana pequeña. Lauren decidió seguir nadando exactamente al mismo ritmo. El récord de Sarah se mantendría.
“Sarah era joven”, dice. “Era algo de lo que se sentía muy orgullosa”.
Es difícil saber lo que habría significado para Sarah, de adolescente, que el tiempo de Lauren hubiera batido el suyo aquel día en el lago. Si Lauren hubiera tomado una decisión diferente, ¿Sarah habría seguido con el triatlón en la universidad, llegando a competir en los Juegos Olímpicos como triatleta —no una sino dos veces— y abordando la carrera Ironman de 226 kilómetros, ganando tres de ellas, demostrando ser una de sus mayores competidoras femeninas?
Ahora es fácil decir que fue lo mejor; todos los Groff estarían de acuerdo.
No podemos elegir a nuestras familias, pero podemos elegir las historias que nos contamos sobre ellas.