Nueva York.- Cuando Daniel y Victoria Van Beuningen visitaron por primera vez su futura casa, una tranquila villa de la ciudad polaca de Breslavia, la vivienda había estado abandonada durante varios años y tenía las ventanas selladas con ladrillos. Pero había algo en su descuidado jardín que les atraía. Se imaginaban criando gallinas, plantando tomates y pepinos. Pensaron que podrían convertirlo en algo hermoso, en un lugar donde sus hijos pudieran correr y jugar.

Se mudaron sabiendo muy poco de lo que había ocurrido en la casa antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando Breslavia, antiguamente Breslau, aún formaba parte de Alemania; o de lo que ocurrió allí durante la guerra, cuando las fuerzas soviéticas mantuvieron la ciudad bajo un brutal asedio; o incluso de lo que sucedió con la casa durante la posguerra, cuando cientos de miles de alemanes locales fueron reubicados a la fuerza de lo que ahora era territorio polaco. Lo único que sus vecinos pudieron decirles fue que, alguna vez, la casa había albergado un periódico comunista.

Sin embargo, la pareja quería saber más, y en sus indagaciones conocieron a la familia Meinecke de Heidelberg, Alemania, unos hermanos ancianos que dijeron haber nacido en la casa. Durante una larga tarde, le mostraron a la pareja fotos del lugar en tiempos más felices, antes de la guerra, pero también ofrecieron a los Van Beuningen una sorprendente advertencia: la pareja podría encontrar los restos de algunos soldados alemanes enterrados en el jardín. Tal vez unos pocos, tal vez más; no estaban seguros.

Los Van Beuningen no sabían muy bien qué pensar sobre esa afirmación, pero de súbito sonó más plausible cuando Daniel, al cavar una zanja para una tubería de agua en su patio trasero, desenterró un casco de la época nazi. Fue en esas fechas cuando Victoria recibió una inesperada visita, nada menos que de un arqueólogo. Sus noticias inquietaron aún más a los Van Beuningen: había encontrado documentos que describían todo un “cementerio de guerra” situado en su domicilio. ¿Alguien podría ir a la propiedad a investigar? Tal vez fuera una coincidencia del momento, pero a los Van Beuningen les quedó claro que la respuesta tenía que ser afirmativa.

Resultó que el arqueólogo fue contratado por una organización privada de Alemania, dirigida en gran parte por antiguos militares y poco conocida por el público. La Volksbund, como se llamaba el grupo, tenía una misión inusual: encontrar las tumbas de todos los alemanes que murieron en las numerosas guerras del país, y luego dar a cada uno un entierro digno, sin importar quiénes fueran o qué hubieran hecho.

Un equipo de la Volksbund se presentó en la propiedad de los Van Beuningen con una excavadora en un frío día de marzo de 2023. Al poco tiempo, los trabajadores dieron con una capa de tierra removida, señal de que una tumba yacía debajo. Los arqueólogos hicieron una pausa para sacar desplantadores y pinceles con el fin de no dañar ningún hueso. Victoria y su hijo se inclinaron para mirar mientras los excavadores descubrían los restos de una mujer joven con un cráneo mucho más pequeño en el regazo: una madre y su hijo, como nosotros, pensó Victoria. Sus hijos, fascinados, preguntaron si podían faltar a la escuela al día siguiente para observar. Sus padres accedieron y, durante toda esa semana, los Van Beuningen contemplaron atónitos lo que emergía de la tierra detrás de su casa.

La mayoría de estos campos de exterminio simplemente se pavimentaron cuando los europeos trataron de seguir adelante, dejándoles a las generaciones futuras la desalentadora tarea de encontrar a los muertos.

Había viejos objetos oxidados, como llaves y aretes. Un prendedor. Una alianza de oro. Una cadena larga, y en ella un medallón con el nombre de Wilhelm Korn. Cuando alguien levantó los restos de un soldado de la Wehrmacht, cayó al suelo una muñeca, quizá perteneciente a la hija del muerto. Los trabajadores acumulaban cuidadosamente los huesos y luego los enviaban en cajas etiquetadas. Donde los Van Beuningen habían imaginado un jardín, o tal vez una piscina, ahora solo había una serie de montículos. El recuento final de cadáveres fue asombroso: 128 personas.

Asombroso, pero —al menos para la Volksbund— no del todo sorprendente. Europa, en cierto modo, es un vasto cementerio, sembrado de los restos de dos guerras mundiales que mataron, según cálculos conservadores, a unos 56,5 millones de personas. Muchos simplemente desaparecieron entre los escombros, mientras que otros fueron enterrados de manera apresurada en tumbas sin nombre. A medida que los países se reconstruyeron tras la guerra, la mayoría de estos campos de exterminio simplemente se pavimentaron cuando los europeos trataron de seguir adelante, dejándoles a las generaciones futuras la desalentadora tarea de encontrar a los muertos. Muchos países de todo el mundo tienen una organización como la Volksbund, pero en ningún lugar esta labor es más tensa que en Alemania, donde la memoria y el olvido están constantemente ligados en una lucha por afrontar —o evitar— una culpa tan vasta que muchas referencias al pasado nacionalista del país siguen siendo tabú incluso hoy en día. Alemania es un lugar donde rara vez ondea la bandera fuera de los partidos de fútbol y hacer el saludo nazi puede castigarse con una pena de prisión. La respuesta de Alemania en el periodo previo a la guerra entre Rusia y Ucrania se vio obstaculizada porque no quería ser vista como una fuerza militar.

Sin embargo, aunque el país ha tratado de evitar los recordatorios de su historia, los restos de ese pasado siguen apareciendo: cada año se descubren las tumbas de guerra de entre 8000 y 12000 alemanes. Han descubierto huesos excavadoras que cavaban aparcamientos en pueblos alemanes y trabajadores de telefonía que tendían cable de fibra óptica donde se libraron batallas en la década de 1940. Al comienzo de la invasión rusa de Ucrania en 2022, unos soldados en las afueras de Kiev cavaban una trinchera cuando se encontraron con el esqueleto de un hombre. Era un soldado alemán que murió durante la última guerra librada allí, la invasión nazi de la Unión Soviética unos 80 años antes.

El ascenso de la extrema derecha en Europa y en todo el mundo complica las cosas. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, los partidos extremistas han cobrado importancia en toda la región, y en lugares como Italia, Austria, Hungría y los Países Bajos, estos movimientos imitan —y en algunos casos trazan sus raíces directamente a— los grupos fascistas que desencadenaron la guerra. En Alemania, lidera la ofensiva el partido Alternativa para Alemania, o AfD, que en las elecciones anticipadas de febrero se convirtió en el segundo partido más grande del Parlamento, casi duplicando sus escaños.

La AfD ha reconfigurado el discurso alemán sobre temas como la inmigración y el cambio climático. Pero es el enfoque del partido sobre los viejos tabúes de la guerra lo que ha chocado de manera más frontal con las normas alemanas. Los líderes de la AfD ahora denigran lo que llaman un “culto a la culpa” en torno a cómo se enseña el pasado nazi en las escuelas, y han pedido ayuda a figuras de la derecha estadounidense. Antes de las elecciones de febrero, el multimillonario tecnológico Elon Musk hizo campaña a favor de la AfD después de hacer un saludo al estilo nazi en la toma de posesión del presidente Trump. “Los niños no deberían ser culpables de los pecados de sus padres, y mucho menos de sus bisabuelos”, dijo a una multitud de simpatizantes de la AfD en un mitin. Semanas después, en una conferencia sobre seguridad celebrada en Múnich, el vicepresidente JD Vance lanzó su apoyo a los movimientos autoritarios de toda Europa, al decir a los dirigentes alemanes que “no hay lugar para un muro cortafuegos” entre los partidos extremistas y las sedes del poder. El comentario provocó exclamaciones de sorpresa en la sala y una reprimenda del canciller Olaf Scholz, quien dijo más tarde: “El compromiso de ‘nunca más’ no es conciliable con el apoyo a la AfD”.

El compromiso de “nunca más” plantea preguntas difíciles a la Volksbund, la cual se enfrenta a la idea de culpabilidad —individual o colectiva— con cada desenterramiento. “A veces tenemos criminales verdaderamente malvados”, afirma Dirk Backen, quien dirige la organización. “En algunos casos, conocemos las biografías, y sabemos que probablemente si hubieran sobrevivido a la guerra habrían sido juzgados y ejecutados”. Pero, a veces, la organización termina buscando una tumba para los cadáveres desenterrados de madres alemanas y sus hijos que fueron abatidos por el fuego de la artillería soviética o, en una zona más gris, el cadáver de un soldado adolescente reclutado a quien obligaron a punta de pistola a asesinar judíos. Estos casos pueden reflejar la complejidad de la historia, pero —como descubrí tras muchos meses de reportar sobre la Volksbund y su propia historia, a veces reñida— también pueden oscurecerla.

La búsqueda de los soldados caídos de Alemania comienza en un solitario complejo de oficinas ubicado a dos horas en tren de Frankfurt. En un día de otoño, me reuní con Arne Schrader, mayor retirado de la reserva del ejército, quien dirige el departamento de exhumaciones en la sede de la Volksbund, cerca de Kassel, una ciudad industrial del centro de Alemania. Antaño, Kassel estuvo repleta de edificios medievales, pero tras convertirse en un centro de fabricación de los nazis en tiempos de guerra, los bombarderos aliados la redujeron a escombros. Ese paisaje cambiante después de la guerra supuso uno de los mayores retos para encontrar a los muertos, me dijo Schrader. Un mapa de archivo puede mostrar el lugar exacto donde se enterró a un grupo de soldados, con base en la ubicación de una iglesia local o en el plano de una antigua calle. Pero ¿y si esa iglesia ha desaparecido y las calles se volvieron a trazar? “Ahora solo es un campo”, dijo Schrader. “¿Por dónde empezar?”.

La Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge —el nombre completo de la organización que puede traducirse como Liga Popular para el Cuidado de las Tumbas de Guerra Alemanas— se fundó en 1919 como grupo privado para buscar a los desaparecidos en la Primera Guerra Mundial. Los miembros iban de puerta en puerta recolectando monedas de las viudas de guerra y sus hijos, quienes esperaban que la próxima vez que tuvieran noticias de la Volksbund fuera con datos sobre el destino de sus seres queridos. El mandato de la Volksbund no solo consiste en encontrar los cadáveres, sino también en decidir dónde depositarlos, creando una especie de operación integrada de manera vertical que primero exhuma a los muertos y luego los vuelve a enterrar, a menudo en cementerios que ha establecido en las afueras de las ciudades, de los cuales la Volksbund se ocupa a perpetuidad. Hoy en día, gestiona unos 830 cementerios de guerra en todo el mundo, donde están enterrados 2,8 millones de alemanes. El presupuesto de la Volksbund procede principalmente de sus miembros, muchos de ellos familiares de los muertos. Dirige visitas a las tumbas como punto de partida para reflexionar sobre lo que habrían hecho los participantes si hubieran estado en el lugar de las víctimas de la guerra. Die Toten verpflichten die Lebenden reza un viejo dicho de la Volksbund: “Los muertos obligan a los vivos”.

La gran cantidad de restos desenterrados, que asciende a millones de huesos, hace que las pruebas de ADN sean demasiado costosas, por lo que los investigadores utilizan como pistas otros objetos encontrados con los esqueletos, como placas de identificación o cartas de seres queridos. Mientras Schrader y yo caminábamos por la sala, vimos una colección de objetos que sobrevivieron a los años junto con los huesos de los muertos: una cruz oxidada, un ojo de cristal con el iris azul, un reloj de bolsillo con las manecillas congeladas a las 11 menos cinco.

Schrader sacó una botella que alguna vez contuvo vino. Ahora contenía un mensaje mecanografiado con un nombre: Franz Tauber. Nació el 16 de julio de 1918 y era lechero antes de alistarse en la guerra. Schrader pidió a un colega que entrara en una base de datos, pero los resultados decían que la Volksbund aún no había encontrado descendientes de Tauber. En el otro extremo de la mesa había cientos de placas de identificación recogidas en las exhumaciones, organizadas en montones de más o menos una decena. “Trescientas vidas, puestas sobre una mesa”, dijo. “Quinientos niños que quedaron atrás, tal vez. Trescientas esposas. Seiscientos padres”. Schrader hizo una pausa mientras sus colegas seguían tecleando. “La pregunta es: ¿Por qué hacemos esto?”.

No siempre había sido tan filosófico, pero cuando Schrader era un joven teniente, visitó un cementerio de guerra de la Volksbund en Bélgica, el destino final de casi 40.000 soldados alemanes, muchos de ellos de la misma edad que Schrader y el resto de su pelotón de paracaidistas. La cruda realidad de todas aquellas tumbas le planteó muchas preguntas sobre la violencia militar y la culpabilidad moral de los combatientes. “¿Qué le permite a los hombres matarse unos a otros?”, se preguntó. “¿Qué guerra puede convertir a un padre de familia, amable y cariñoso en 1938, en una máquina de combate en 1942 en Rusia?”.

A pesar de eso, los vivos juzgan a los muertos. A muy pocas familias les interesa aceptar los huesos de antepasados nazis cuando la Volksbund llama con la noticia de su hallazgo. Otros grupos han atacado de manera abierta el trabajo de la Volksbund. En 2020, dirigentes antifascistas empezaron a protestar cuando se hizo público que funcionarios alemanes habían asistido a ceremonias en un cementerio de la Volksbund en los Países Bajos, el cual albergaba los restos de destacados nazis, entre ellos Julius Dettmann, el oficial de las SS que ordenó la detención de Ana Frank. A ellos se unieron dirigentes judíos que firmaron una petición en la que calificaban el cementerio como “el lugar más racista y antisemita de los Países Bajos”. La Volksbund hace caso omiso de esas críticas: el grupo cree que si Europa quiere enfrentar los daños causados por su historia de guerra, debe tener lugares para recordar a los muertos, incluidas figuras como Dettmann.

Algún tiempo después de regresar de Alemania, busqué a Arthur Graaff, quien organizó la petición contra el cementerio. “Hay que enterrar a los muertos”, dijo cuando lo llamé en los Países Bajos. “No se les puede dejar ahí tirados”. Pero ¿el hombre que en última instancia envió a Ana Frank a la muerte? Al ofrecerle una tumba como a cualquier otra persona, dijo, la Volksbund había ido demasiado lejos en su misión: hizo que los muertos del nazismo parecieran víctimas de la guerra, no sus criminales, un objetivo que sospechaba que estaba detrás del deseo de la Volksbund de cuidar las tumbas, me dijo Graaff.

Le pregunté a Graaff qué haría con el lugar si estuviera al mando. “Pondría un muro de tierra alrededor”, me dijo. “Dejaría que crecieran las zarzas. Eso es todo”.

La Volksbund obtiene sus pistas de diversas fuentes, y a veces la fuente es quien enterró los cadáveres. En mayo de 2023, un anciano de 98 años llamado Edmond Réveil dijo a su periódico local que tenía algo que confesar. A los 19 años, había formado parte de los maquis, un grupo guerrillero que luchó contra los ocupantes nazis en Francia. En los últimos días de la guerra, su escuadrón capturó a un grupo de 47 soldados alemanes. Réveil dijo que, en vez de llevarlos a un campo de prisioneros de guerra, su escuadrón llevó a los prisioneros a las afueras de un pueblo llamado Meymac, les dijo que cavaran sus propias tumbas y luego los mataron a tiros, junto con una mujer francesa sospechosa de colaboración. Réveil dijo que todos los miembros del escuadrón juraron aquel día no hablar nunca de lo que habían hecho. Ahora todos estaban muertos, menos él. Quería que la gente supiera lo que había pasado y —quizá lo más importante para la Volksbund— dijo que aún sabía exactamente dónde estaban enterrados los cadáveres.

Cuando llegué aquel verano, el anciano ya había conducido a los alemanes a un lugar situado a unos 15 minutos en coche del centro de Meymac. Pero el paso del tiempo había transformado el supuesto campo de exterminio: las colinas, otrora desnudas, ahora estaban cubiertas por un imponente bosque de abetos de Douglas, plantados después de la guerra. Aun así, la Volksbund se sentía bien sobre aquel lugar. Su sistema de radar terrestre, aunque incapaz de detectar huesos, había avistado lo que parecían casquillos de bala y la evidencia de tierra removida.

Mientras los alemanes seguían con su trabajo, yo fui a buscar a Réveil. Su confesión fue una gran noticia en Europa; al menos un periodista había vigilado su casa. Pero cuando llegué a Meymac, el frenesí se había calmado y Réveil aceptó verme para comer en casa de su amigo, el dentista del pueblo. Entró con una boina de repartidor de periódicos a cuadros y rechazó todos los intentos de ayudarlo a sentarse a la mesa; aparte de una ligera encorvadura, tenía una figura elegante para un hombre que estaba a punto de cumplir 100 años. “¿Quieres oír toda la historia?”, preguntó tras sentarse.

Su escuadrón de resistencia, dijo, estaba comandado por un antiguo reservista francés cuyo nombre de guerra era Aníbal. El 7 de junio de 1944, el escuadrón atacó la ciudad de Tulle, y al día siguiente capturó 55 prisioneros. El escuadrón dio a los soldados la oportunidad de unirse a la resistencia, pero solo unos pocos lo hicieron, principalmente checos y polacos que fueron reclutados por los nazis. Pero quedaba el asunto de los 47 alemanes. No había nadie a quien entregarlos, y el escuadrón era demasiado pequeño como para retenerlos. “Cuando se recibía una orden”, dijo, “solo había que ejecutarla”.

Réveil dijo que encontró a Aníbal llorando después de recibir la orden de uno de sus superiores; el comandante, el único combatiente entre los franceses que hablaba alemán, había llegado a conocer a sus cautivos, algunos de los cuales habían crecido en la misma frontera que él. Nadie quería matar a la mujer francesa, una colaboradora, según les dijeron, de un pueblo llamado Saint-Pardoux. Lo dejaron a la suerte, y la tarea recayó en un hombre cuyo apellido Réveil recordaba como Texier, hermano de un carpintero local. Cuando cavaron la trinchera, Aníbal ordenó a los alemanes que tenían fotos de sus familias que las miraran por última vez. Los hombres a los que iban a matar eran padres para unos e hijos para otros, me dijo Réveil. Los prisioneros recibieron un tiro, y luego otro para asegurarse de que estaban muertos, el “tiro de gracia”, en palabras de Réveil.

“Mi vida es una novela”, me dijo Réveil finalmente. “No deseo que pases por lo que yo pasé”. Terminó su postre y su hijo lo llevó a casa.

A medida que pasaban los días sin apenas avances en la búsqueda, los trabajadores de la Volksbund se ponían tensos. Los coleccionistas de derecha alimentaban un mercado en línea de parafernalia de la época nazi, y los trabajadores temían que los saqueadores se colaran en el yacimiento por la noche en busca de trofeos. Al mismo tiempo, el pueblo estaba cada vez más cansado de la atención internacional. El papel de Meymac en la resistencia a los nazis parecía claramente heroico hasta la revelación de Réveil. Ahora algunos comentaristas en internet decían que había perpetrado una masacre. Un día, mientras hablaba por teléfono en Meymac, encontré en internet un panfleto que quería dejar las cosas claras. Decía: “¡Los combatientes de la resistencia son lo contrario de criminales de guerra!”, y criticaba a los periodistas que habían escrito sobre las matanzas por sensacionalizarlas.

Tomando un café, Céline Kompa, la reportera local que publicó el primer artículo sobre Réveil, me contó cómo reaccionó la ciudad ante la noticia. “Mucha gente hubiera preferido que se callara, que no dijera nada”, dijo. “Y a mí me pareció muy valiente que hablara”. Francia, al parecer, tenía su propio tabú a la hora de hablar de lo que sus combatientes hicieron durante la guerra. Todos los bandos tenían algo de lo que eran culpables, dijo, y la guerra sacaba lo peor de cada uno. “Esto es como sacar un fantasma de un armario”.

A finales de agosto, empezó a correr por el pueblo el rumor de que la búsqueda no iba bien. Pocos pensaban que Réveil pudiera haber urdido de la nada una historia tan dramática, y de hecho algunos elementos habían sido corroborados; lo más probable, al parecer, era que los restos estuvieran en otro lugar cercano. El secreto de Réveil llevaba tanto tiempo enterrado que quizá fuera imposible desenterrarlo alguna vez. Diez días después de comenzar las excavaciones, la Volksbund emitió un comunicado en el que decía que había encontrado monedas antiguas y casquillos de bala de la guerra, pero que no había esqueletos en el lugar. “Desafortunadamente, estos contratiempos forman parte de nuestro trabajo”, decía el comunicado, “pero no nos rendimos y buscamos más información”.

Algunos de los descubrimientos de la Volksbund se producen con mucha más rapidez. En abril de 2024, recibí una llamada preguntándome si podía volar a Budapest: el grupo había desenterrado lo que creía que era una fosa común con unos 1000 restos, junto a una carretera cerca de la frontera de Hungría con Serbia y Croacia. El terreno era arenoso, lo que significaba que la excavación avanzaba más deprisa de lo habitual, y tendría que llegar pronto si quería llegar antes de que terminaran.

La historia de esta fosa común en particular comenzó con el asedio de 50 días de Budapest por las fuerzas soviéticas y rumanas al final de la guerra. Para entonces, Hungría estaba gobernada por su propio régimen fascista, el Partido de la Cruz Flechada, el cual mató a miles de civiles mientras luchó junto a sus aliados nazis durante solo cinco meses en el poder. Cuando los soviéticos finalmente tomaron la ciudad, los combates no se limitaban a las calles, sino que habían descendido a las alcantarillas, y más de 150.000 personas morirían.

En un día soleado de la primavera pasada, me detuve en un lote cercano a un cuartel abandonado de los años comunistas de Hungría. Los huesos de cientos de hombres, tanto alemanes como húngaros, yacían en una fosa abierta. Salí del coche y oí el canto de los pájaros mezclado con el tintineo de las palas excavando en la arena. La fosa se hundía a tres metros de profundidad, y un soldado húngaro que trabajaba con la Volksbund me hizo un gesto para que lo acompañara en el fondo. Detrás del soldado, sobresaliendo de una pared, se había levantado un ejército de huesos: donde antes había hombres, ahora había costillas, fragmentos de esternón, trozos de vértebras y dientes, todo sobresalía de la tierra. En el suelo, otros soldados estaban sentados con pinceles quitando el polvo de los huesos y colocándolos en grupos; fémur con fémur, cadera con cadera. Una colección de cráneos cubría una mesa, en donde antes había ojos ahora brotaban raíces.

Los soldados cuyos huesos observábamos —soldados de la Wehrmacht y húngaros que lucharon con ellos— habían sobrevivido a la invasión soviética y fueron enviados como prisioneros de guerra a un campo de una ciudad llamada Baja. Pero después de llegar allí, una enfermedad, probablemente tifus, empezó a extenderse entre ellos. Habían vivido una guerra mundial —los más viejos probablemente habían sobrevivido a dos— solo para morir en un campo, la mayoría en ropa de cama. El sol se abrió paso entre las nubes, y el soldado húngaro y yo vimos simultáneamente algo que centelleaba en la arena. Era una placa de identificación. Una multitud de húngaros y alemanes se agolpó rápidamente para examinarla. Parte de la fecha de nacimiento de la placa, 29 de julio, estaba clara, pero el año había quedado ilegible por el óxido. Se llamaba Péter Virág; su apellido significaba “flor” en húngaro, según me dijo un soldado.

Al día siguiente de la exhumación, varios funcionarios de la Volksbund me llevaron a un cementerio a las afueras de Budapest donde estaban enterrando los restos de muchos alemanes que murieron durante el asedio de 1944. Era un lugar tranquilo con cientos de cruces blancas y una lápida grabada con una cita de Albert Schweitzer: “Las tumbas de los soldados son los mayores predicadores de la paz”.

La presencia del cementerio en suelo húngaro parece haber sido aceptada por los lugareños, pero en otros lugares las tumbas de la Volksbund han suscitado polémica. Cuando empecé a investigar otros cementerios gestionados por la Volksbund, me encontré con muchas disputas sobre los mismos, algunas de ellas de hace décadas, y similares a la que afectó a la tumba del verdugo de Ana Frank en los Países Bajos.

En un caso, los habitantes de Costermano, en Italia, habían descubierto que Christian Wirth, oficial de las SS conocido como Christian el Cruel por haber sido pionero de los programas de gaseamiento e inyección letal de Hitler, estaba enterrado en un cementerio local de la Volksbund junto con otros dos oficiales de alto rango nazis. Los ciudadanos exigieron que se retiraran los restos, pero la Volksbund dijo que no podía exhumarlos porque estaban enterrados en una fosa común. Solo tras cuatro años de protestas de los residentes —y la negativa de los funcionarios a enterrar más restos en el lugar— se retiraron los nombres de los hombres del “libro de honor” del centro de visitantes del cementerio en 1992. En 2002, el memorial oficial del Holocausto en Israel, Yad Vashem, se opuso a una ceremonia de la Volksbund en Israel que rendía homenaje a los alemanes muertos durante el servicio militar, incluidos oficiales de las SS; el acto tuvo que posponerse. Al año siguiente, la Volksbund propuso construir un monumento a los alemanes cerca de un cementerio para las víctimas de los experimentos médicos de las SS en el enclave ruso de Kaliningrado. En un momento dado, los huesos de 4300 soldados alemanes pasaron años en una fábrica checa que producía tazas de inodoro, tras una disputa con las autoridades, las cuales exigieron inicialmente que los alemanes pagaran millones de dólares para enterrarlos.

Cuando hablé de las controversias con David Livingstone, historiador de la Universidad Luterana de California quien ha investigado el trabajo de la Volksbund, dijo que la historia del grupo puede tener algo que ver con su comportamiento actual. En Alemania Occidental, donde tenía su sede la Volksbund, la tarea de purgar a los antiguos nazis de sus viejos cargos se estancó cuando la lucha de la Guerra Fría contra los soviéticos se convirtió en la principal preocupación de Europa. Eso permitió que muchos antiguos nazis encontraran trabajo en la Volksbund, buscando a sus compatriotas muertos. Aquellos hombres murieron hace mucho tiempo, dijo Livingstone, y la Volksbund era diferente hoy en día. “Pero la cultura institucional se estableció por quienes fueron sus fundadores en los años cincuenta y sesenta, concretamente veteranos militares del Tercer Reich”, me dijo.

Livingstone me habló de un vínculo personal con la búsqueda de las fosas: a principios de la década de 2000, se enteró de que su abuelo materno estaba enterrado en el cementerio de la Volksbund de Costermano. Según una leyenda familiar, el abuelo, que tuvo el grado de sargento, fue asesinado en un motín por sus propios hombres cuando no quiso abandonar la causa nazi, incluso después de que quedara claro que los alemanes habían perdido la guerra. Livingstone me contó que explicó la situación a la Volksbund mientras investigaba para un libro y le pidió a la organización si podía darle toda la documentación que tuviera sobre cómo se encontró el cadáver de su abuelo para poder corroborar la historia. “De repente empezaron a mostrarse muy evasivos conmigo”, dijo. “Para resumir, no respondieron”. (La Volksbund me dijo que el intercambio había sido “extremadamente cortés”, pero que sus archivos “son documentos de trabajo internos que la Volksbund no puede transmitir”).

Livingstone dijo que la descripción que hace la Volksbund de los soldados como bajas accidentales del régimen nazi tiene sus límites. “La narrativa que promueven, según mis investigaciones, es lo que yo llamaría una ‘gran equivalencia’, que todos fueron víctimas. Pero no se puede poner en la misma categoría a una víctima judía que fue arrancada de su hogar y a un ciudadano alemán que fue objeto de bombardeos por parte de los Aliados”, dijo. “Creo que ahora mismo es realmente importante denunciar estas cosas, porque nos estamos deslizando hacia esta visión populista iliberal, si no es que autoritaria, del mundo”.

Una tarde de verano, en un largo viaje en coche a Viena con Dirk Reitz, director general de la oficina de la Volksbund en Dresde, le pregunté qué significaba para su trabajo la creciente ola de populismo. Tardó un momento en responder. Había un debate sobre cómo la Volksbund debía gestionar el interés del partido de extrema derecha alemán, AfD, el cual se había puesto en contacto con la Volksbund para organizar actos conjuntos. Reitz creía que, como organización no partidista, la Volksbund debía intentar involucrarse con todos los partidos políticos de Alemania.

Pero a veces las cosas no salían como estaba previsto, dijo. Poco antes, un colega y él habían sido invitados por un simpatizante de la AfD a hacer una presentación en una reunión. Cuando llegaron, se encontraron en medio de una recreación de una batalla, como las que se hacen con motivo de la Guerra Civil estadounidense. Pero esta batalla parecía ser de la Segunda Guerra Mundial, y algunos de los participantes llevaban uniformes de las SS. Para Reitz, los uniformes se extralimitaron; dijo que abandonó el acto inmediatamente. Sin embargo, le pregunté si había confrontado al simpatizante de la AfD por los uniformes. “Aún tenemos pendiente esa conversación”, me dijo.

Reitz siguió conduciendo por el paisaje llano hacia Viena. Hacia el atardecer, sonó el teléfono y Reitz contestó, intercambiando unas palabras con su interlocutor antes de colgar. Le pregunté quién era. “El hombre del que te hablé”, dijo. “Le dije que ahora no era un buen momento para hablar”.

‘Temo que esta organización corre un gran riesgo de ser instrumentalizada’.

Aunque la Volksbund se muestra cauta en su trato con los miembros de la AfD, el partido de extrema derecha de Alemania manifiesta su apoyo al grupo y a su misión. En el sitio web de la AfD, una petición de su líder, Alice Weidel, enumera la financiación del grupo como una de sus prioridades legislativas, junto con el establecimiento de un “Día Nacional de la Vida por Nacer” y un plan para impedir que los refugiados gazatíes entren en Alemania. Jan-Phillip Tadsen, diputado de la AfD en el parlamento estatal de Mecklemburgo-Pomerania Occidental, al noreste de Alemania, me dijo que es donante de la Volksbund y que le gusta llevar coronas de flores de la AfD a las ceremonias de la organización.

La Volksbund tiene partidarios en todo el espectro político: varios funcionarios de la Volksbund con los que hablé dijeron que sus mayores patrocinadores políticos pertenecían a la Unión Cristianodemócrata, el partido de centroderecha de Alemania. Una integrante del Partido Verde con la que contacté me dijo que apoyaba al grupo porque promovía la paz y se oponía al sectarismo de extrema derecha.

Sin embargo, la posibilidad de que los extremistas de derecha puedan apropiarse de la Volksbund preocupa a algunos, incluidos sus antiguos dirigentes. “Me temo que esta organización corre un gran riesgo de ser instrumentalizada”, me dijo Markus Meckel, presidente de la Volksbund hasta 2016, cuando me reuní con él en Berlín. Meckel, antiguo pastor protestante, creció en Alemania Oriental, donde el régimen comunista se negó a construir monumentos conmemorativos de la Segunda Guerra Mundial porque se consideraban intrínsecamente a favor de los nazis, un planteamiento con el que Meckel dijo no estar de acuerdo porque eludía las cuestiones difíciles de la historia. Sin embargo, cuando llegó al frente de la Volksbund en 2013, dijo que le sorprendió el énfasis del grupo en la conmemoración. “Había una actitud de ‘nuestros pobres muchachos; mira lo que les pasó en el campo de batalla’”, dijo. Para ser una organización tan preocupada por el pasado, la Volksbund parecía haber dejado de lado el mantra del “nunca más”.

Meckel decidió que emprendería un proyecto de reforma en la Volksbund. Tras echar un vistazo a los materiales que distribuía el grupo, descubrió que la mayoría eran inapropiados: por ejemplo, los libros de conmemoración de los soldados muertos de la Wehrmacht que contaban sus vidas pero omitían cualquier información sobre los crímenes que cometieron los soldados alemanes, o las tarjetas de Navidad enviadas a las familias que habían hecho donativos que contaban “historias tristes del frente occidental”. Los folletos que la Volksbund distribuía en sus cementerios se centraban principalmente en la arquitectura. “Pero no había nada sobre la guerra, nada sobre por qué los soldados estaban allí en primer lugar”, dijo. Meckel ordenó que cesaran las publicaciones hasta que pudieran reescribirse. Meckel también me dijo que el personal de la Volksbund se centraba casi exclusivamente en identificar las tumbas de los soldados alemanes e ignoraba los restos de los civiles.

Al poco tiempo, el nuevo presidente se ocupó de las finanzas de la Volksbund. Una de las preocupaciones era que cada año quedaban menos viudas de guerra vivas para hacer aportaciones, y los ingresos de la organización disminuían. Pero igualmente preocupante, dijo Meckel, era que algunos de los donantes que quedaban tenían antecedentes muy dudosos. En un caso, Meckel descubrió que un gran contribuyente era en realidad una organización que sospechaba había sido fundada por veteranos de las SS. El grupo enviaba ahora el dinero a través de una fundación benéfica para ocultar los vínculos nazis de la financiación, me dijo Meckel. “La pregunta es: ¿quién patrocina esto?”, dijo.

(Cuando me puse en contacto con la Volksbund sobre el asunto, esta identificó al grupo como la Organización de Ayuda Mutua de las Antiguas Waffen-SS, un grupo que se conocía por sus iniciales en alemán, HIAG, y que acabó disolviéndose tras numerosas controversias. La Volksbund confirmó que el patrimonio de la HIAG se había transferido a una fundación con la que trabajó posteriormente. Sin embargo, la Volksbund dijo que el grupo de las Waffen-SS “se consideraba a sí mismo una organización de ayuda” y que, por este motivo, era libre de hacer donaciones).

Meckel, cada vez más frustrado, trató de dejar las cosas claras con una declaración de objetivos, un paso que esperaba que sirviera para impulsar propuestas de mayor envergadura. Resultó ser la última cruzada de Meckel en la Volksbund. Su propuesta pretendía aclarar la postura del grupo respecto a la Segunda Guerra Mundial, calificándola de “guerra racista de exterminio”, una descripción estándar aprobada años antes por el Parlamento alemán que culpaba directamente a Alemania del conflicto. Pero muchos miembros ordinarios de la Volksbund se opusieron. Un grupo de reservistas dirigió la carga contra Meckel, y un antiguo general escribió un artículo en el que calificaba su propuesta de “auténtico disparate” y rechazaba la idea de que la guerra fuera una campaña de exterminio como una “teoría histórica que requiere pruebas fácticas”. En algún momento de 2016, Meckel determinó que sus oponentes tenían los votos para destituirlo y dimitió. (En su declaración, la Volksbund dijo que Meckel se había “enemistado” con la organización porque había “ignorado los procesos de toma de decisiones dentro de la asociación y no había implicado a los comités en sus decisiones, actuando en su lugar de manera autónoma. Esto causó resentimiento dentro de la asociación”).

Después de que Meckel hiciera pública la resistencia contra sus reformas, la Volksbund finalmente aprobó un lenguaje de “guerra de exterminio” similar al que Meckel impulsaba, aunque solo después de su renuncia. Meckel me dijo que le escandalizaba que eso tuviera incluso que debatirse tantos años después de la guerra. Pero también se mostró escéptico respecto a que la redacción cambiara las cosas últimamente. “Puede que aprobaran la declaración de principios, pero no cambiaron su comportamiento”, me dijo. “¿Cómo podemos llorar y recordar a estos soldados sin honrarlos?”.

Los huesos exhumados del jardín de los Van Beuningen en Breslavia iban a ser enterrados de nuevo, en un lluvioso día de septiembre, en un cementerio de la Volksbund en las afueras de la ciudad. A los 128 cadáveres, la Volksbund había añadido otros 178 restos, principalmente soldados nazis que encontró en otros lugares de la ciudad. Me dijeron que ese día se enterraría a un total de 306 personas, en una ceremonia de estilo militar que incluiría un trompetista y un capellán.

La Volksbund también había buscado a familiares para que asistieran, pero solo encontró a uno con vida. Sin embargo, eso no impidió que una multitud acudiera a los servicios esa tarde: cuando llegué, decenas de alemanes salían de autobuses alquilados, miembros de la Volksbund que habían viajado más de tres horas desde ciudades de los estados conservadores de Sajonia y Turingia. Un grupo había llevado a Polonia una corona de flores con el logotipo de una organización llamada Landsmannschaft Schlesien. El grupo, según supe después, era una supuesta asociación de la patria alemana que representaba a los descendientes de los expulsados de esa parte de Polonia tras la caída del régimen nazi. En los últimos años, su rama juvenil fue expulsada por tener vínculos con un partido político neonazi.

Debajo de nosotros, en las fosas, estaban los restos que iban a ser enterrados. Cada conjunto de huesos se había colocado en un diminuto ataúd negro de unos 60 centímetros de largo, que a su vez se había dispuesto en ordenadas filas en el suelo, cada una con una ramita de abeto encima. Estaban repartidos en dos grandes fosas, una para soldados y otra para civiles, aproximadamente la mitad en cada grupo.

Pregunté si podía conocer al pariente que los investigadores habían localizado y pronto me presentaron a Irmgard Aust, cuyo abuelo, Gustav Hiller, murió durante el último año de la guerra, a los 61 años. Aust me dijo que ella misma era miembro de la Volksbund; los había visto por primera vez de niña en Baviera, donde recogían donativos en latas de conserva. Cuando la llamaron, pensó que buscaban otra contribución, pero le dijeron que habían encontrado los restos de su abuelo detrás de la villa. “Empecé a llorar”, me dijo. “Me emocioné”. Aust me mostró un retrato en sepia de Hiller, quien miraba con los ojos hundidos: un hombre de mediana edad que ya había vivido una guerra mundial. Hiller no luchó por los nazis, dijo Aust, pero el régimen le confió la dirección de la distribución de alimentos mientras Breslau seguía luchando. Finalmente, en abril de 1945, Hiller murió en un ataque aéreo.

El marido de Aust, Gotti, empezó a mostrar más fotos, pero en un momento dado su mujer le pidió que parara. Gotti cerró el álbum de fotos y levantó la vista de él con una sonrisa cortés: parecía que habíamos llegado a algo que la pareja no quería que se viera. Le pregunté a Aust qué había en las últimas fotos. No quiso decirlo.

Quizá sea más difícil para las familias lidiar con historias de culpa que para las naciones.

Alguien hizo sonar una campana que indicaba el comienzo de la ceremonia. Empezó a llover y varios funcionarios subieron al atril para hablar de la guerra en Polonia y de la necesidad de que los alemanes reconocieran su responsabilidad por sus crímenes. Hablaron de las campañas alemanas de exterminio contra las minorías. Entre la multitud de alemanes, yo era uno de los pocos extranjeros que había aquel día: ningún representante polaco habló en la ceremonia que se celebraba en su país, aunque algunos estaban invitados.

Y fue quizás debido a este ambiente que surgió un nuevo tema: no la culpa, sino el duelo. Muchos dijeron que, a pesar de la devastación infligida por Alemania, sus familias también habían sido víctimas y querían un cierre personal de la guerra. Uno habló de un pariente que murió el día de Navidad de 1941. El diácono militar contó la historia de su abuela, quien no sabía si declarar muerto a su marido después de que desapareciera mientras luchaba en Rusia. “Cuando recordamos a los muertos ante Dios, no pensamos en una masa de gente, sino en personas singulares: un nombre, un hogar, una familia”, dijo. “Dios de paz, te pedimos por las personas que hemos enterrado hoy aquí. Solo conocemos a unos pocos por su nombre, pero confiamos en que para ti no son un número, sino tus hijos”.

Hubo un momento de silencio mientras tocaba el trompetista. Más tarde, vinieron hombres con palas y enterraron los 306 cadáveres por segunda vez.

Al mes siguiente, me senté con Backen, un antiguo general de brigada que ahora es el jefe ejecutivo de la Volksbund. Hubo algo extraño en el funeral para mí, no solo el ver la ceremonia realizada con honores militares, sino ver a los alemanes llorar tanto por ellos mismos como por sus víctimas. Sabía que era la respuesta natural cuando la gente entierra a sus muertos; al mismo tiempo, todo parecía romper con alguna prohibición tácita sobre cómo recordar a estos combatientes en particular. Ciertamente, en el funeral se reconoció la culpabilidad nacional que Alemania seguía padeciendo. Pero cuando se trató de la responsabilidad de los familiares que eligieron su camino durante los años del nazismo —esas “personas singulares” en palabras del capellán—, el “nunca más” fue sustituido por recuerdos como los que Aust tenía de su abuelo sobre sus cualidades positivas individuales en lugar de su monstruoso crimen colectivo. Quizá sea más difícil para las familias lidiar con historias de culpa que para las naciones.

Le pregunté a Backen qué otros tabúes podrían estar cambiando en su país. Su desconfianza hacia los militares era uno de ellos, dijo. “Cuando yo era un joven soldado, caminando por las calles de Hamburgo, alguien podía escupirte, justo en la planta de los pies cuando se cruzaba en tu camino”, dijo. Ahora las cosas estaban cambiando: la invasión rusa de Ucrania estaba demostrando que había que reconsiderar las actitudes alemanas sobre el pacifismo. “No te protegerá de quien pretende hacerte daño”, dijo.

Nada de esto pretendía excusar los crímenes de guerra cometidos por Alemania en el pasado, dijo. El régimen nazi destruyó su propio país junto con gran parte de Europa. Entre los muertos exhumados por la Volksbund no solo había conductores y cocineros, sino también verdaderos asesinos en masa. Aun así, el tema de la culpabilidad era complicado. Backen dijo que muchos de quienes fueron enterrados solo tenían 19 años cuando murieron. “Ahora, con la sabiduría de la retrospección, la gente dice: ‘Deberían haber hecho esto’ y ‘deberían haber hecho aquello’. A menudo me pregunto: ¿Qué habría hecho yo si hubiera estado en esa situación?

Me contó una historia sobre su abuelo, quien luchó con la Wehrmacht solo para ser enviado a un campo de prisioneros tras la derrota de Hitler, donde sufrió abusos a manos de los soviéticos antes de regresar a casa. Backen dijo que una vez, cuando era niño en la Alemania de posguerra, se encontró con su abuelo y su tío abuelo, ambos antiguos soldados, en el jardín tomando café. Los dos hombres lloraban. “De niño no lo entiendes, pero más tarde, cuando te haces mayor y maduras, empiezas a comprender por qué lloraban”, dijo. “¿Pero mis hijos? Ya no tienen experiencias como esa”.

Recordé un intercambio de correos electrónicos que tuve con Serge Klarsfeld, un antiguo cazador de nazis de 89 años que vive en Francia y que se unió a la protesta por el cementerio del perseguidor de Ana Frank en los Países Bajos. La experiencia familiar de Klarsfeld en la guerra fue muy distinta de la de Backen —su padre fue asesinado en Auschwitz— y ahora parecía frustrado por el hecho de que la cuestión de las tumbas siguiera siendo objeto de debate tantos años después. Para él, el asunto había sido sencillo: “Protestamos porque se sabía que las tumbas alemanas de ese cementerio, en un país ocupado por el ejército alemán durante la guerra, eran en su mayoría tumbas de las SS”, me escribió.

Backen no veía el asunto de las tumbas tan blanco o negro. “¿Cómo juzgamos hoy a quien probablemente podemos suponer que ha hecho algo malo en su vida y ha cometido un delito? Nunca tuvo un juicio. Nunca tuvo la oportunidad de defenderse, porque murió”, dijo Backen.

Para Backen, parecía haber más espacio para discutir, más espacio para matices y sutilezas, cuando se trataba de los restos y de a quién pertenecían.

“Soy alguien que no desea verlos como héroes”, dijo Backen sobre los huesos nazis exhumados por la Volksbund. “Pero imagínatelos, incluso a quienes son criminales: imagínatelos en tu mente tal vez como un niño de 8 años delante de un árbol de Navidad, con los ojos brillantes y…”. Hubo una pausa. “¿Nació como un monstruo? ¿Un perpetrador? No. Alguien lo convirtió en eso”.