La multitud estaba expectante cuando Tatiana Andia tomó el micrófono: para muchas personas que estaban en la sala era una heroína, la mujer que negoció precios más baratos para los medicamentos en Colombia. Pero ese día, en una conferencia para legisladores y académicos sobre el derecho a la salud en Latinoamérica, ella quería hablar de un tema más íntimo.

“Hace un año que me diagnosticaron cáncer de pulmón terminal”, comenzó. “De esos incurables y catastróficos. Tiene todos los nombres negativos posibles”. Soltó una risita, reconociendo que todo el asunto sonaba absurdo.

El aire de la abarrotada sala de conferencias se paralizó.

Andia, de 44 años, profesora y exfuncionaria del Ministerio de Salud y Protección Social de Colombia, dijo que no iba a hablar como una experta, sino desde una perspectiva diferente, una recién adquirida: la de una paciente. Explicó que, por esos días, le preocupaba un tema específico relacionado con los derechos a la salud: el derecho a la muerte.

Nadie quiere hablar conmigo sobre la muerte, continuó.

Comenzó a hablar cada vez más rápido; sus manos revoloteaban como pajaritos alrededor de su cara. La gente del público miraba al suelo, al techo, a sus regazos.

“Deberíamos poder hablar del derecho a morir dignamente. Eso es esencial para el derecho a la salud”, exigió.

Aquel día, hace un año en Cartagena, Colombia, Andia concluyó su presentación sin entrar en detalles sobre cómo y cuándo moriría. Pero llevaba meses haciendo planes.

Colombia permite la muerte asistida por médicos —conocida ahí como eutanasia— desde hace una década. Fue el primer país de América Latina en permitirla, uno de los pocos del mundo en ese momento, impulsado por un alto tribunal liberal a petición de un paciente terminal que buscaba una muerte acelerada.

Sin embargo, como Andia estaba descubriendo, la existencia oficial del derecho a controlar la propia muerte era apenas el primer paso. A pesar de las políticas extremadamente liberales, la muerte asistida sigue siendo algo poco común en Colombia; está bloqueada por las barreras institucionales de la cultura médica conservadora del país y por la incomodidad de hablar sobre la muerte que tanto la frustraba. Es una tendencia que se repite en una serie de países, desde Argentina a Francia, que están introduciendo o ampliando el acceso a la muerte asistida: a veces la ley se adelanta a lo que una sociedad puede aceptar.

Por eso, Andia decidió que el último acto de su carrera de luchar por el cuidado de la salud sería convertirse en un ejemplo para ayudar a los colombianos a aceptar una mejor forma de morir.

Tenía claro lo que toleraría en el tratamiento de su enfermedad, y lo que nunca podría aceptar. Llevaría al país con ella y tendría la muerte que quería.

No tenía ninguna duda.

El diagnóstico

En julio de 2023, después de unas vacaciones de senderismo con su esposo, Andia acudió a un médico de Bogotá porque sentía un dolor agudo en la espalda. Los análisis revelaron que la causa eran unos tumores que rodeaban su columna vertebral: la metástasis de un cáncer de pulmón incurable.

Estaba en el consultorio de la oncóloga Andrea Zuluaga, quien le describió las opciones de tratamientos que podrían prolongar su vida. Andia tenía una pregunta diferente: ¿Cómo muere la gente que tiene esto?

Zuluaga parecía sorprendida. Pero respondió con franqueza: es un cáncer de pulmón, así que casi siempre se asfixian.

Eso no sonaba muy bien, recordaría Andia más tarde, acentuando el eufemismo con una carcajada.

Evitar eso se convirtió en su objetivo. La cuestión era cómo hacerlo. ¿Cómo morir con el menor sufrimiento posible y mientras aún pudiera controlar el proceso?

Cuando la contrataron para el Ministerio de Salud y Protección Social en 2014, le entusiasmó unirse a colegas que enfrentaban cuestiones sociales delicadas. Algunos trataban de ampliar el acceso al aborto, una batalla que habían librado durante mucho tiempo. A otros se les había encomendado algo nuevo: introducir la muerte asistida por un médico en el sistema nacional de salud.

La muerte médicamente asistida se había despenalizado en el país en 1997, pero ningún gobierno colombiano quería redactar la ley que permitiera una práctica tan controvertida. El asunto quedó estancado hasta 2013, cuando el más alto tribunal del país —presionado por un segundo paciente terminal frustrado— ordenó al ministerio que redactara inmediatamente la normativa.

Andia apoyaba el trabajo de sus colegas sobre la muerte asistida sin pensarlo demasiado. Creía en la autonomía y la libertad de elección, pero estaba saludable y tenía menos de 40 años; no creía que las reglas sobre cómo podía morir la gente estuvieran muy relacionadas con ella.

En lo que ella se enfocaba era en liderar una campaña para limitar el precio de los medicamentos esenciales para la salud pública, una prioridad para el ministro de Salud de aquel momento, un joven economista de izquierda llamado Alejandro Gaviria, quien acababa de asumir el cargo. La normativa que Andia puso en marcha, frente a la intensa resistencia de la industria farmacéutica, se convirtió en un modelo para otros países en desarrollo.

Tras aquella victoria, dejó el ministerio y se convirtió en profesora de sociología en la prestigiosa Universidad de los Andes. Rara vez se le pasó por la cabeza la muerte asistida, hasta que se enfrentó a un cáncer terminal a los 43 años.

Sabía que las normas colombianas sobre muerte asistida eran de las más amplias del mundo; el procedimiento está permitido para pacientes —incluso niños— que experimentan un sufrimiento insoportable, independientemente de que su enfermedad sea terminal o no. Siendo así, no había duda de que tendría derecho a que un médico pusiera fin a su vida cuando ella quisiera.

Pero eso no significaba que supiera cómo hacerlo. Pocos colombianos lo sabían. Ya que se produjo por orden judicial y no por ley, no fue objeto de un amplio debate público. Los médicos, incómodos con la idea de acabar con la vida y reacios a darle tanto control a los pacientes, no habían fomentado esta práctica, y en 2023 solo uno de cada tres hospitales había establecido los comités de revisión necesarios. Y las compañías de seguros médicos, que supuestamente tienen la tarea de organizar las muertes asistidas, son tan burocráticas que la gente muere de su enfermedad o desiste antes de conseguir el acceso.

Como resultado, las muertes asistidas siguen siendo escasas. Entre 2015 y 2023, el último año del que se han publicado datos, se produjeron un total de 692 muertes médicamente asistidas en un país de 53 millones de habitantes.

Menos de un mes después de su diagnóstico, Andia decidió que relataría su camino hacia la muerte. Empezó a escribir una columna en un periódico y a participar regularmente en programas de pódcast y entrevistas en televisión. Ella veía estos esfuerzos como otra forma de ampliar el acceso al cuidado de la salud, desmitificando el proceso de muerte asistida e introduciéndolo en la conversación pública.

“Uno puede morir más dignamente”, dijo en un popular programa de televisión dominical. Esbozó las medidas que había tomado desde que supo que tenía cáncer para asegurarse de que podría morir antes de estar demasiado debilitada. “Eso me tranquilizó. Entonces, listo, ese es el plan”.

Líneas rojas

Andia trazó sus “líneas rojas”: lo no negociable. No permitiría que la operaran del cerebro. No se sometería a quimioterapia, que la debilitaría sin prolongar significativamente su vida.

Dijo que se sentía más libre para tomar estas decisiones porque no tenía hijos, de haberlos tenido, eso podría haber limitado sus deseos. Moriría antes de perder su autonomía física, antes de perder su capacidad de pensar con claridad, antes de no tener más remedio que depender de otras personas.

Pero había un tratamiento que aceptó probar: una inmunoterapia que podría darle algo de tiempo. Era una píldora diaria con efectos secundarios limitados. Le costaba al sistema de salud colombiano 1700 dólares al mes (ella lo buscó, por supuesto) en lugar de los 10.000 dólares que costaba en Estados Unidos, gracias a la reforma del precio de los medicamentos que ella había ayudado a hacer realidad.

Durante siete meses, el medicamento mantuvo el cáncer bajo control. Andia dejó de dar clases, al igual que su marido, Andrés Molano, que también es profesor. Viajaron para ver a amigos, organizaron fiestas, bebieron vino en su terraza y bailaron salsa, abrazados con fuerza.

Andia decía que estaba llenando conscientemente sus días de tanta vida como le fuera posible, aunque era difícil saber con cuánta prisa debía hacerlo: los modelos estadísticos predecían, en promedio, un año de supervivencia para las personas que tomaban el medicamento, pero sus médicos le hablaron de algunos que habían vivido cinco o seis años.

En febrero de 2024, empezó a tener dolores de cabeza tan insoportables que no podía decir su propio nombre. La visión de su ojo izquierdo empezó a volverse más limitada. Las pruebas confirmaron que la terapia había dejado de funcionar y que ahora tenía tumores en el cerebro.

Zuluaga, su oncóloga, quería que se sometiera a una radiocirugía, consistente en una radiación dirigida a los tumores en su cerebro que podría detener los dolores de cabeza y conseguir otra pausa. Ella aceptó, aunque anteriormente había descartado someterse a procedimientos en el cerebro.

“Si me divierto y tengo una buena calidad de vida, ¿por qué no hacer un viaje más e ir a ver a mis sobrinas y a mi familia y amigos?”, dijo en mayo de 2024. “Otro abrazo: ¿quién quiere saltarse otro abrazo?”.

Pero se encontró en una negociación constante con sus médicos, y batallaba para hacer que entendieran que su meta no era vivir tantos días adicionales como fuera posible. En algún momento Zuluaga quería que se sometiera inmediatamente a otra radiocirugía, pero Andia tenía un viaje planeado y se negó a cancelarlo.

Zuluaga no lo aceptaba. “Dijo en un tono muy duro: ‘No sé si he sido lo bastante clara al decir que esto es urgente’”, dijo Andia.

Andia quería responder: “‘Sí. Te has expresado con suficiente claridad. Es solo que decidí otra cosa. Y estoy contenta con mi decisión’. Y ahora tengo todo este dolor, ¿y a quién le importa? Yo estaba feliz”. Pero no se atrevía a decir las palabras en voz alta, aunque sabía que ese era el tipo de conversación que debía ocurrir más a menudo.

Sus médicos le sugirieron un nuevo fármaco. Solo había una posibilidad entre cuatro de que le diera más tiempo, y el costo para el sistema sanitario la detuvo: alrededor de 10.000 dólares al mes. Se enteró de que estaba patentado y lo producía AstraZeneca, pero en gran parte se basaba en investigaciones realizadas en instituciones financiadas con fondos públicos. En otras palabras, era exactamente el tipo de situación con los precios de los medicamentos que ella detestaba.

“Conozco las implicaciones”, dijo. “Sé lo que significan 10.000 dólares al mes por paciente para el sistema de salud, en términos de otras cosas que tendría que dejar de hacer”. No lo aceptaría.

Su padre, médico y activista de toda la vida contra los altos precios de los medicamentos, y sus hermanos apoyaron su postura. (Su madre había muerto unos años antes, pero estaba segura de que habría estado de acuerdo). Pero sus amigos intentaron que cambiara de opinión, diciéndole que se había ganado el derecho a tomar el medicamento por todo el dinero que le había ahorrado al sistema de salud al negociar los topes de los precios, o por su valor como profesora y servidora pública.

Andia se estremeció ante la idea de que una evaluación de su valor determinara la atención médica que recibía. “¿En qué clase de locura nos encontramos si empezamos a hacer eso?”.

Por las noches, entre botellas de vino tinto, ella y su marido discutían sobre ética. Ella lo abordaba como una polemista; él luchaba por controlar sus sentimientos. Una noche, él iba y venía de la mesa del comedor a la terraza, respirando lenta y profundamente, antes de volver a la discusión.

La conversación sobre lo que vale una vida no era la correcta, dijo Andia.

En lugar de eso, dijo, debía ser sobre lo que valía el fármaco. Quería enfrentarse a AstraZeneca y preguntar cuánto había gastado la empresa en investigación y desarrollo y en ensayos clínicos.

“No eres Juana de Arco”, le dijo Molano a su esposa, exasperado.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados.

“¿Por qué haría esto, como si me preocupara tanto tener otros seis meses de vida?”, dijo Andia. “¿Qué consigo con eso?”.

“¿Un día divertido?”, respondió él.

“Ya tuve eso”, espetó ella.

Él se dirigió a la terraza.

Un poco más tarde, regresó. “Pero un mes más de ti quejándote de esto… eso yo lo pago”, dijo.

Varios meses después, empezó a tomar el medicamento.

Solo días soportables

Un año después del inicio de su enfermedad, Andia tenía que depender cada vez más de Molano. La mañana de su discurso en Cartagena, intentó ponerse uno de sus overoles favoritos y quedó irremediablemente enredada en él, porque su pierna izquierda estaba cada vez más entumecida. Lo lanzó al otro lado de la habitación, furiosa, y lloró durante un rato.

Molano la ayudó a ponerse un vestido que se deslizaba fácilmente por su cabeza, y luego se agachó para atar las cintas de sus alpargatas. Cuando ella entró en el ascensor, había huellas leves de lágrimas en sus mejillas.

Desde la mesa en la que hablaba, intentó establecer contacto visual con todos los presentes, pero ya no veía por el ojo izquierdo y un lado de la multitud le resultaba invisible.

Pensó que ese tipo de dependencia sería intolerable, pero aún no estaba lista para morir, aunque fuera Molano quien tuviera que guiarla con cuidado para evitar obstáculos y empujar la comida de su plato hacia la derecha. Sus piernas estaban llenas de moretones por chocar con diferentes cosas.

Ya no podía teclear, y tenía que enviar mensajes de audio a su familia. Escribía las columnas del periódico dictando en la aplicación de notas de su teléfono mientras estaba en cama con sus gatos; uno de ellos se robaba el queso del lado del plato que ella no podía ver.

En el sofá, recibía incontables visitas, y observaba cómo algunas estaban dispuestas a unirse a ella para reflexionar sobre cuándo poner fin a una vida, mientras otras charlaban alegremente sobre si podría volver a dar clases el próximo semestre.

Gaviria, su amigo —el exministro de Salud que supervisó la introducción de la muerte asistida en Colombia, un sobreviviente de cáncer que escribió un libro sobre la mortalidad y la necesidad de hablar de la muerte— se reunía con ella para comer. Leía sus columnas. Pero no preguntaba sobre su plan de muerte asistida.

“He sido muy tímido al respecto”, me dijo. “No sé por qué. Es el corazón humano”.

Se rió y sacudió la cabeza. “No practico lo que predico”, dijo. “No quiero que llegue el momento en que me va a decir: ‘Sabes qué, me quedan semanas’”.

Andia ya estaba inmersa en la burocracia de la muerte. Había solicitado a su aseguradora que organizara su muerte asistida, pero nadie respondía sus llamadas ni sus correos electrónicos. Buscó el número de teléfono de un alto ejecutivo al que había conocido en su trabajo en el ministerio, y le dijo sin rodeos que su petición de morir estaba siendo bloqueada.

Después de eso, su expediente avanzó rápidamente. Escribió en una columna que sabía que la mayoría de los pacientes no tendrían sus contactos, su perfil ni su conocimiento del sistema.

En agosto, Andia sufrió una convulsión severa. En el hospital, los médicos le dijeron a Molano y al padre de ella que tendrían que intubarla o moriría. Ellos estaban angustiados: ella tenía una clara orden de “no reanimar” y estaba en proceso de solicitar la muerte asistida. Sin embargo, ese tipo de planificación anticipada era tan poco común en Colombia que los médicos iniciaron la intervención. No fue sino hasta el último momento que se detuvieron, cuando la oncóloga de Andia irrumpió en la habitación e insistió.

Durante una tensa media hora, parecía que era el fin, pero Andia recobró el conocimiento. Llamaron a un psiquiatra para que la evaluara. Estaba muy debilitada, pero logró mostrarle, en el teléfono de Molano, que llevaba más de un año escribiendo sobre su intención de morir.

Él autorizó su derecho a rechazar el tratamiento y, de manera casi casual, a tener una muerte asistida, una de las tres aprobaciones que necesitaba de expertos independientes (las otras eran de un abogado y un oncólogo).

La recuperación de Andia tras la convulsión fue dolorosa y lenta; se sentía como atrapada en una bolsa profunda, dijo, e incapaz de participar en conversaciones. “No hay días buenos, solo días soportables”, dijo. Sin embargo, no fijó una fecha para morir.

En enero y con el cambio de año, los límites de su mundo se habían estrechado. Lo que la atormentaba era cómo afrontarían su muerte las personas más cercanas a ella, su marido y su padre y sus hermanos y sobrinas. Pensar en cómo vivirían ese día era devastador, y era la oscura imagen que tenía ante los ojos cuando los abría cada mañana.

Sin embargo, sentía la urgencia de actuar antes de perder la capacidad. Tenía los papeles para permitir que Molano o su padre solicitaran el procedimiento cuando ella ya no pudiera, pero no los pondría en esa situación. “Quiero que ellos estén plenamente, completamente felices de que fui yo quien eligió morir de la manera en que quiero morir”.

Molesta con la aseguradora, donde un burócrata quería asignarle un médico al azar y dictar la fecha y hora del procedimiento, trasladó su solicitud al hospital donde le habían tratado el cáncer, con la esperanza de tener más control.

La mayoría de las muertes asistidas son para pacientes con cáncer, pero incluso en el hospital oncológico nacional de Colombia, el equipo de oncología de Andia no sabía cómo organizar el procedimiento. Una vez más, tuvo que recurrir a sus contactos para acelerar el proceso. Su solicitud fue asignada a Paula Gómez, una anestesista cardiaca del instituto que realiza casi todas las muertes asistidas ahí.

Gómez se sorprendió cuando supo, apenas unos años antes en una clase de derecho médico, que la muerte asistida estaba permitida en Colombia. Al principio, le repugnaba la práctica. Dijo que el propósito de los médicos no es ser “verdugos”. Sin embargo, poco a poco empezó a sentir que poner fin al sufrimiento podía ser el más grande acto de cuidado.

Empezó a realizar muertes asistidas en el instituto, una cada pocos meses. Cada vez se siente más cómoda con eso, dijo, aunque sus colegas siguen sin mirarla a los ojos cuando llega a una sala para una muerte.

Pero Andia quería morir en casa. A principios de febrero, cuando comunicó al hospital que había llegado el momento, los administradores se dieron cuenta de que no sabían cómo iba a funcionar eso. Hubo días de trámites, mientras Molano hacía llamadas cada vez más desesperadas al hospital.

Para ese momento, Andia sufría un dolor insoportable, y su mente brillante estaba opacada por los potentes medicamentos que nunca lograban mitigar por completo el dolor causado por los tumores. Podía seguir el proceso, pero a duras penas.

Comenzó a hacer listas de las cosas que extrañaba —la capacidad de bajar su escalera de caracol; de llevarse una taza de café fuerte a los labios; de enviar un mensaje de texto mordaz; de bailar con el cuerpo apretujado al de Molano— para intentar justificar por qué, finalmente, estaba eligiendo morir.

Su último deseo

Andia publicó su última columna el 26 de febrero, con el titular Se acabó la fiesta. “Yo misma sobre simplifiqué la eutanasia”, escribió. “Pero no es tan fácil, no es solo un trámite. Como muchos otros derechos fundamentales es bueno y da tranquilidad que exista en el papel, pero ejercerlo en la práctica es otra historia”.

Para ese momento, decenas de miles de colombianos seguían su historia, observándola navegar por las cambiantes líneas rojas. Ella quería que supieran que estaba trazando la última.

“Se acabó la fiesta, justamente porque dejó de ser una fiesta y se convirtió en un suplicio. Y no tengo que demostrarle a nadie cuánto sufro”, escribió. “Me retiro con dignidad”.

Esa misma mañana, Gómez llamó a la puerta de la casa de Andia. Luego subió la escalera de caracol y entró en el dormitorio, donde Andia yacía con uno de sus gatos acurrucado junto a su cuello. La habitación estaba llena de rosas de la granja de su hermano y una de sus canciones favoritas —“I’ll Catch You”, del grupo The Get Up Kids— sonaba en bucle en el equipo de música. El padre de Andia y dos de sus hermanos estaban sentados cerca. Gómez se presentó.

Tatiana —dijo—, soy la doctora Paula. Estoy aquí por tu último deseo.

Boris, el hermano de Andia, cantó canciones infantiles, y la débil voz de ella se escuchaba entrecortada en un tenue dueto. Su padre la acunó por última vez y salió de la habitación. Su esposo se acostó a su lado y la abrazó. Gómez le colocó una vía intravenosa en el antebrazo e inyectó primero un sedante y luego un medicamento que detuvo su corazón.

Esa noche, su muerte fue anunciada en las noticias nacionales de Colombia. Apareció en todos los periódicos. Se celebró su carrera. Ninguno de los reportajes mencionó que había tenido una muerte asistida.