Antes del domingo, Colombia estaba surgiendo silenciosamente como un refugio para marcas multinacionales en busca de un lugar estable donde fabricar sus productos en una época de agitación geopolítica y medioambiental.
Las amenazas del presidente Trump de aumentar los aranceles sobre las importaciones procedentes de China estaban obligando a las empresas a disminuir su dependencia de las fábricas en ese país.
Las empresas estaban estableciendo plantas más cerca de Estados Unidos, una tendencia conocida como nearshoring. México se había convertido en un destino popular, pero la promesa de Trump de imponer aranceles a las importaciones mexicanas también incrementaba el riesgo de esa estrategia.
Colombia, por el contrario, parecía estar a salvo del foco de atención de Trump. Desde 2018, se han destinado unos 7600 millones de dólares de inversión extranjera a más de 300 proyectos en Colombia relacionados con el nearshoring, según ProColombia, una oficina de comercio del gobierno. Las empresas estadounidenses representan más del 40 por ciento de toda la inversión extranjera, la mayor fuente individual.
“El nearshoring no es solamente una moda pasajera”, dijo Todd Fagley, director ejecutivo de MedSource Labs, una empresa de equipos médicos con sede en Chanhassen, Minnesota, que estableció una fábrica en Colombia hace tres años. “El mundo se va a volver más difícil de maniobrar”, añadió.
Pero Fagley no preveía los acontecimientos del domingo por la tarde.
El presidente Trump, enfurecido por la negativa de su homólogo colombiano a aceptar la llegada de vuelos militares estadounidenses con inmigrantes deportados a bordo, declaró que iba a añadir aranceles del 25 por ciento a todas las importaciones procedentes de Colombia. Horas después, la Casa Blanca declaró la victoria, anunciando en un comunicado que el gobierno colombiano había acordado “la aceptación sin restricciones de todos los extranjeros ilegales procedentes de Colombia”. Los aranceles se mantendrían “en reserva”, añadía el comunicado.
Por el momento el comercio continuaría, presumiblemente, sin obstáculos. Sin embargo, el episodio puso de relieve las crecientes complejidades del comercio internacional a medida que Trump esgrime la amenaza de los aranceles como principal instrumento de su política.
Fagley, de 54 años, cofundador de MedSource, ya se había acostumbrado a la volátil reformación de la cadena mundial de suministro. Triatleta de competición con un Iron Man en su haber, no es de los que se sientan a esperar a ver qué pasa. Desde que fundó su empresa en 2002 utilizando una segunda hipoteca de 75.000 dólares por la casa de su esposa, con frecuencia se ha reorientado hacia diferentes puntos del mundo en respuesta a circunstancias cambiantes.
Al principio, MedSource dependía casi exclusivamente de fábricas en China. En su primer viaje allí, a principios de la década de 2000, Fagley se enteró de que podía conseguir los botiquines de urgencias que utilizan los paramédicos por aproximadamente una décima parte del precio de Estados Unidos. A medida que MedSource se expandía a otros productos, llegó a depender de dos docenas de fábricas en China para aproximadamente el 95 por ciento de su producción.
En 2014, MedSource desarrolló un nuevo tipo de tubo intravenoso y encargó su producción a una fábrica asociada en la provincia china de Jiangsu. Unos meses más tarde, en una feria comercial, Fagley se horrorizó al ver prototipos de su nuevo producto expuestos por otra empresa china.
Conmocionado por lo que parecía un robo descarado de propiedad intelectual, Fagley trasladó la producción del nuevo dispositivo a India.
Dos años después, compró una fábrica cerca de Bloomington, Indiana, para ampliar su gama de productos intravenosos. Le entusiasmaron las posibilidades de comercialización de fabricar sus productos en Estados Unidos, pero los resultados financieros no fueron lo esperdo.
“Perdimos dinero todos los años”, dijo, culpando a los elevados salarios estadounidenses y a los costos de cumplir la normativa nacional. Al final cerró la fábrica y trasladó la producción a India.
Mientras tanto, los hechos conspiraban para aumentar su deseo de depender menos de China. El primer mandato de Trump supuso la imposición de aranceles a importaciones chinas por cientos de miles de millones de dólares. El presidente Joseph R. Biden Jr. hizo avanzar esa política.
Entonces surgió la pandemia en China y paralizó la producción de productos clave de MedSource. Cuando las fábricas chinas reanudaron la producción a finales de 2020, una oleada de pedidos a las fábricas saturó la industria del transporte, disparando los precios.
MedSource transportaba con frecuencia piezas de las fábricas chinas a una planta de Minnesota, donde las ensamblaba para obtener productos terminados. Antes de la pandemia, enviar un contenedor de Shanghái a Mineápolis costaba un promedio de 4000 dólares. A principios de 2021, ese mismo viaje costaba hasta 10 veces más.
“No era un futuro sostenible”, dijo Fagley. “La gente se estaba dando cuenta de las vulnerabilidades de la cadena de suministro”.
Mientras él y su equipo pensaban cómo reaccionar, decidieron que era necesario trasladar algunos pedidos de fabricación más cerca de Estados Unidos. Fagley supuso que México sería una buena opción. Su equipo visitó Costa Rica, pero la mano de obra era demasiado escasa. Consideraron República Dominicana.
Entonces, un socio libanés de MedSource presentó la empresa a Elias Daffach Saker, un empresario en ciernes que nació y creció en Cartagena.
El abuelo de Daffach había llegado a la ciudad, un lugar donde relucientes rascacielos se elevan sobre fuertes de la época colonial española en una península que se adentra hacia el Caribe, desde su Siria natal en la década de 1930 para dedicarse a la agricultura.
Daffach, de 55 años, había trabajado en el negocio familiar de restaurantes y luego en ventas para una empresa que fabricaba jeringas. Hablaba inglés con fluidez, pues había estudiado en un colegio comunitario de Ohio. En mayo de 2021, voló a Mineápolis para reunirse con Fagley.
En primera instancia, Colombia no parecía ser la solución al problema de apoyarse demasiado en China. En el imaginario popular estadounidense, el país evocaba más asociaciones con el café y los conflictos armados que con la industria. Pero Daffach presentó a MedSource una versión actualizada: Colombia era un país de 52 millones de habitantes donde, a pesar de los continuos brotes de hostilidades armadas en algunas zonas, el desarrollo ha ido avanzando.
Cartagena tenía uno de los mayores puertos de contenedores de Sudamérica, que incluía conexiones con Jacksonville, Florida, donde MedSource tenía un centro de distribución. El viaje podía completarse en solo una semana, frente a las cuatro semanas que se tardaba desde China hasta la costa este de Estados Unidos.
La ciudad era también un centro de la industria petrolera, concentrado en una gran refinería. Eso significaba que tenía existencias de un material clave derivado del petróleo: los plásticos.
MedSource pronto forjó una empresa conjunta, con Daffach al frente. La producción comenzó en una fábrica alquilada en 2022 con sábanas desechables para las camillas utilizadas en las ambulancias. Al año siguiente, la empresa se trasladó a su propio espacio en una zona de libre comercio.
Los costos de fabricación de los productos en la planta de Colombia se situaban en general dentro del 10 por ciento de los de China, dijo Fagley. Antes, esa diferencia era insostenible. Pero la experiencia mundial de quedarse sin artículos clave durante la pandemia —mascarillas médicas, medicamentos, respiradores— ha cambiado el cálculo.
El valor de una mayor resiliencia se amplificó a finales de 2023, cuando los rebeldes hutíes de Yemen empezaron a disparar misiles contra barcos en el mar Rojo, en solidaridad con los palestinos bajo el ataque israelí en Gaza. Eso cerró de manera efectiva el canal de Suez, una arteria vital para el transporte marítimo entre Europa y Asia.
El mismo año, una sequía en Centroamérica hizo descender el nivel de agua del canal de Panamá, obligando a sus supervisores a limitar qué barcos podían pasar.
Cuando Fagley entró en la fábrica una mañana de este mes, observando la planta desde un entrepiso, tres decenas de mujeres estaban inclinadas sobre máquinas de coser que soltaban zumbidos, cosiendo cintas de tejido sintético en equipos médicos que antes se fabricaban en China.
Algunas fijaban asas a los lados de camillas que compraría el ejército estadounidense. Otras cosían sábanas desechables. Mariselis Pajaro, de 41 años, formaba parte de un equipo que fabricaba mangas para evitar la contaminación durante los exámenes de presión arterial.
Antes de incorporarse a la fábrica hace tres años, Pajaro mantenía a su familia con trabajos de costura a tiempo parcial, con los que ganaba quizá 100 dólares al mes. Vivía en una callejuela de tierra en la ciudad de Turbana. Ratas, serpientes y mosquitos portadores del dengue penetraban con frecuencia por las tablas podridas de su casa de madera. La lluvia se filtraba por las chapas oxidadas del tejado. Cada tormenta la hacía temer que su casa se derrumbara.
En la fábrica ganaba el triple. Su hija, de 21 años, y su hijo, de 20, también trabajaban en la fábrica. Sus salarios colectivos les habían permitido construir una casa de ladrillo a una cuadra de distancia. Se compraron una moto y convirtieron el trayecto al trabajo —un camino difícil antes del amanecer hasta la plaza del pueblo, y luego un viaje de 40 minutos en autobús— en un trayecto directo de 20 minutos sobre sus propias ruedas.
“No teníamos ese ingreso” estable y que recibir una quincena “es una satisfacción, un logro de poder alcanzar ese dinero” que la hace sentir más segura.
Mientras Fagley y Daffach deliberaban sobre la rapidez de la expansión, prestaban atención a la disponibilidad local de los suministros necesarios. Su mayor proveedor de tejidos, una fábrica de Bogotá, obtenía casi todas sus materias primas en Colombia, lo que limitaba la posibilidad de retrasos.
Daffach tenía previsto empezar a fabricar batas médicas este mismo año. Un cliente estadounidense quería cuatro millones al año. Daffach prefería empezar con un millón para asegurarse de que podía satisfacer las normas de calidad.
La empresa planeaba añadir un segundo piso a su fábrica, pero antes quería tener claros los incentivos fiscales disponibles.
Una tarde reciente, Fagley y Daffach visitaron al alcalde de Cartagena, Dumek Turbay, en la aduana colonial que sirve de ayuntamiento, buscando su ayuda para lidiar con la burocracia.
Turbay señaló que el puerto de Cartagena había empezado como punto de entrada para los españoles, quienes llegaban buscando extraer valiosas mercancías. Creció como punto de entrada de personas esclavizadas traídas de África. Hoy, añadió, el mismo puerto es una pieza central de los planes para desarrollar la riqueza de la población local.
“Es una oportunidad”, dijo Turbay.
Más tarde, Fagley y Daffach recorrieron la mayor terminal de contenedores del puerto. Les informaron de las intenciones de expandirlo. Les tranquilizó un mapa que les pusieron delante: líneas punteadas unían Cartagena con puertos de la costa este de Estados Unidos. Se trataba de un corredor que evitaba tanto el canal de Panamá como el de Suez, libre y a salvo de lo que viniera después en la relación estadounidense con China.
“Es lo más seguro que puede haber en un mundo inseguro”, dijo Fagley.
Sin embargo, menos de dos semanas después, Trump complicó esa afirmación, ofreciendo un recordatorio de que —bajo su mandato— cualquier cosa relacionada con el comercio viene acompañada de incertidumbre.
Para entonces, Fagley se encontraba en una feria comercial en Dubai, reuniéndose con posibles socios de Estados Unidos y de todo el mundo.
“Lo que más nos importa son los pacientes a los que servimos y la seguridad de la cadena de suministro estadounidense de dispositivos médicos críticos”, dijo Fagley por mensaje de texto a última hora del domingo, añadiendo que la empresa “sigue siendo flexible en su estrategia”.