En una lucha desesperada por dominar el vértigo del agua corriendo a gran velocidad por debajo de sus pies, Leocadio Sánchez Franco pudo alcanzar aquel tramo de escalera. Así se salvó.

Se impulsó con la presteza que le dio la adrenalina que también inundó su sangre ante la desgracia inminente. Un segundo antes de que lo borrara del mapa una ola monstruosa, Leocadio se aferró a los peldaños que lo condujeron afuera de aquella boca oscura que ya había devorado a varios de sus compañeros.

En un frente de esta mina, había sido detonada una carga de dinamita, con el objetivo de ampliar una galería. Estaba todo previsto para que el efecto fuera exactamente el desplome de un tramo de rocas en el sentido de la veta.

Aquel 10 de noviembre de 1946, hace ya setenta y ocho años, se inundó la Mina de San Antonio El Grande, en el municipio de Aquiles Serdán.

Sucedió en el frente del Nivel 9.

El estruendo no produjo sobresaltos entre los mineros, sabedores todos ellos de que, para detonar una carga, se tomaban siempre todas las precauciones. Pero en esta ocasión, detrás de la explosión sobrevino un abundante escurrimiento de agua que, en pocos minutos, inundó el lugar donde trabajaba una avanzada de mineros que quedaron sepultados ahí.

Sus nombres están en la historia: Agustín Rubio, Cruz Baca, Enrique Chico, Alejandro Nájera, Juan Varela y Félix Moreno. Sólo uno de los mineros a los que llegó la desgracia logró escapar: Leocadio Sánchez, quien salió a dar aviso a los habitantes de San Antonio.

Leocadio salió, y se topó con otros trabajadores de la mina, a quienes contó lo que sucedía, y corrieron todos a alertar a la gente. La desgracia había sobrevenido en ocasión muy inoportuna, porque en el pueblo estaban celebrando en esos momentos los esponsales de Bernardino Licón Navarrete.

Pero la gente y el propio Bernardino concluyeron que, ni modo, nadie escoge la hora para morir, y ya habría ocasión más adelante para celebrar todo lo que hubiera que celebrar.

La mina quedó completamente anegada, inservible, inactiva.

Los restos de los infortunados mineros de San Antonio fueron recuperados sólo hasta varios años después, cuando la empresa American Smelting and Refining Company (ASARCO) contrató a un equipo de buzos estadounidenses que se aventuraron a las peligrosas profundidades.

Imagínese el lector la oscuridad más profunda, rasgada sólo por la luz débil de las linternas bajo el agua, con aquellos hombres provistos del pesado equipo de los trajes de bronce con junturas flexibles y escafandra metálica con doble cristal al frente. Sus movimientos eran pesados necesariamente y existían cientos de obstáculos invisibles, y rocas salientes que los entretenían.

Los buzos duraron muchas horas y días y semanas en interminables inmersiones que avanzaban sólo muy poco a poco. Trajeron unos restos ahora, y excavaron un taponamiento de rocas después, y perdieron largas horas en períodos muertos.

Pero además de haber traído a la superficie los cuerpos de los mineros, los heroicos buzos lograron taponar la salida del agua, con lo que permitieron la instalación de una nueva exclusa metálica y el tendido de una línea de tubos que condujo el agua hasta la superficie, hacia donde fue drenada gota por gota.

La Mina de San Antonio El Grande recuperó su actividad de extracción, aunque después se volvió a inundar, sin víctimas que lamentar por esa segunda vez.