Chihuahua.- “Nos das 500 pesos o te damos agua...”, le gritaban a ‘Anónimo 16’, un indígena tepehuán que vivió los excesos de los militares de la Operación Cóndor.
Eran 500 pesos de entonces, unos cinco mil de ahora, o la tortura de ser ahogados en los charcos a los costados de los arroyos, para que entregaran armas o cosechas de amapola que el mismo Ejército permitía y controlaba todavía hace una cuantas décadas.
La comunidad tepehuana u ódami de Chihuahua, concentrada en el extremo sur de la Sierra, vivió asesinatos extrajudiciales,
Tepehuanes fueron torturados y hasta esclavizados por elementos del Ejército Guadalupe y Calvo, Chínipas, Urique, Batopilas y Guachochi concentraron excesos de militares
tortura, desapariciones forzadas y hasta esclavitud por parte de soldados, con el pretexto del combate al narcotráfico que dio argumentos a varias operaciones militares.
Primero permitieron la siembra de amapola y recogían la cosecha... después volvieron para exigir a los pobladores que les entregaran las semillas y las armas
El mismo Ejército que llegó a destruirles sus casas, robarles las chivas y las gallinas, a dejarlos sin comer, y lesionados o muertos, era el que les había exigido sembrar y cultivar amapola, para regresar a la vuelta de los meses a recoger las cosechas y llevarse la goma.
El informe final del Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (MEH) “Fue el estado 1965-1990”, consigna seis casos de indígenas tepehuanes y desliza la posibilidad de que las otras etnias del estado -tarahumara, pimas y guarojíos- vivieran circunstancias similares a causas del operativo Cóndor, así como de la llamada Operación Marte.
“A finales de los años 1970, pobladores de la comunidad indígena ódami en el sur de Chihuahua fueron víctimas de asesinatos extrajudiciales, tortura, detenciones arbitrarias, abuso de autoridad y violaciones a su integridad personal y a la inviolabilidad del domicilio”, cita el apartado 3.2 Casos de la Zona Norte (Chihuahua), de la segunda parte del volumen dos del informe.
El argumento era la confiscación de armas y semillas de amapola, a pesar de que años antes desde el Ejército eran expedidos permisos para la siembra del enervante, regulado y controlado por el Estado mexicano, antes de las operaciones contra el crimen y movimientos insurgentes que habían nacido por el país.
“La reconstrucción de este caso se hizo a partir de la toma del testimonio anónimo de una víctima directa, quien relató la irrupción del Ejército en su domicilio y otros atropellos contra su familia y demás pobladores, creciendo en un entorno de violencia y miedo”, relata el documento final del MEH.
“Se trata de una persona indígena ódami que aprendió español en la adolescencia. La entrevista fue realizada el 12 de mayo del 2023 por el MEH. Por cuestiones de seguridad e integridad de la persona, nos referimos a ella en este texto como Anónimo 1”.
Anónimo 1, con miedo a las represalias hasta ahora
Nacido en 1979 en una comunidad ódami -de la que se omiten detalles porque persiste el miedo a las represalias militares- desde los cinco años comenzó a trabajar en la sierra como chivero. A mediados de los años 1980, la escalada de violencia por parte de elementos del Ejército a pobladores de las comunidades tuvo como consecuencia el miedo generalizado.
“Cuando estaba pequeño, todavía me tocó ver, porque yo pues no le tenía miedo todavía, cómo la gente huía, y se imaginaban en los cerros que subían los soldados”, relata. “Cuando escuchaban a las personas que estaban cerca de la comunidad (los militares), hablaban en voz baja y huían corriendo a los montes, donde pasaban incluso las noches para que no les encontraran.
A las niñas y niños no les hacían nada, sin embargo, sus familiares les advertían desde temprana edad que no debían cruzar palabra con los militares, y aunque nos preguntaran, qué iba a responder uno si no hablaba uno el español”.
Así vivieron incluso después de los años 90; los soldados entraban a las casas, “tumbaban” las puertas y entraban “estuviera quien estuviera.”
Otra de las situaciones de las que fue víctima directa Anónimo 1, fue de la aplicación de herbicidas en la región, por medio de helicópteros: “eso sí todavía me tocó cuando acompañaba ya a mi mamá y mi papá, escuchabas el sonido del helicóptero, de lejos… y ya te ibas, aunque no fuera ahí, salías huyendo hasta meterte en una cueva o debajo de una rama donde no se vea, porque le tenían mucho miedo al helicóptero”.
Los soldados pedían dinero, armas y la destrucción de los sembradíos de amapola. Antes de su implementación: “había otro, otro grupo de soldados que los motivaba y les decía que sembraran y armaban comisiones entre el mismo grupo de, ya sean los tepehuanos, los mestizos de ahí mismo, y pasaban a por donde estaban los cultivos o los mismos soldados, a recoger, ya con la época de cosecha, un cierto porcentaje de la goma”.
Hasta los años 90 en la región del Triángulo Dorado, la siembra de amapola era lo más recurrente, no fue hasta después que comenzó a ingresar el cultivo de mariguana, con una mayor complejidad en su cuidado, ya que la amapola se adaptaba de mejor manera al clima y condiciones de la sierra.
“Cuando llegó el operativo este (Cóndor), era tanto el miedo, por eso, yo sí recuerdo que mi mamá recorría entre el maizal a buscar que no fueran a encontrar una mata de amapola”.
A golpes, Eugenio perdió un ojo y un oído
En una población que colinda con Sinaloa, Eugenio, otro indígena tepehuán que fue víctima de agresiones de los militares y testigo de decenas de abusos, recuerda que la época de cosecha entre 1978 y 1979, llegaron “boludos” (helicópteros) del Ejército para decomisar armas en una ranchería y destruir los plantíos, a pesar de que los mismos militares habían expedido permisos para la siembra.
Como la goma era transportada a poblaciones de Sinaloa -donde los productores de Chihuahua la intercambiaban por sal, chile, carne, semillas y otros productos que llevaban y traían a lomos de mula en viajes de 10 u 11 días- a la víctima la interceptaron en el camino, junto con otros hombres de la familia.
Después supo Eugenio que las mujeres que quedaron en la ranchería, también familiares, madres, esposas, tías, hermanas, habían sido visitadas por los soldados previamente, quienes, al no encontrar a los hombres, las amenazaron con lastimarlas si no les decían dónde estaban sus esposas, hijos, sobrinos, que se habían ido a comerciar.
Las mujeres fueron obligadas por los soldados a prepararles comida durante unos tres días, limpiarles lugares para descansar, lavarles e indicarles por dónde iban los hombres, a los que alcanzaron durante el camino y obligaron a entregarles la mercancía que llevaban en latas metálicas.
Alrededor de 40 soldados interceptaron a esta familia en una brecha entre los dos estados que forman parte del Triángulo Dorado. Sin mediar palabra arremetieron a golpes contra todos, incluidos los mayores que ya rebasaban los 55 o 60 años, dándoles de cachazos con sus armas largas y amenazándolos con que iban a matarlos.
Eugenio recuerda que perdieron las mulas en la agresión y toda la mercancía, pero eso fue lo de menos. Su papá duró desmayado varias horas al lado de un arroyo donde se lo llevaron para que confesara dónde tenía supuestas armas de fuego, cuando sólo tenía una vieja escopeta descompuesta que cargaba en una de las mulas.
Un tío “quedó chueco” por los golpes en la costilla y una pierna que le rompieron, uno de sus hermanos terminó sin dientes y él perdió un ojo y el oído, pues lo golpearon de tal forma que “me salían chorros de sangre por las orejas y la nariz y la boca”.
Como pudieron, los de ese grupo regresaron a su poblado de origen del que habían salido hacía casi una semana, ayudándose unos a otros por los golpes y lesiones que traían.
“Qué doctor ni qué nada. Allá no teníamos nada. Nos curábamos con empastes de hierbas, de tierra, hasta trapos con petróleo nos ponían en las quebradas (fracturas) que porque supuestamente era bueno, quién sabe”, recuerda, a más de 40 años de la tortura sufrida. “Mi papá duró como 10 días en cama y se levantó más o menos. Mi tío sí quedó chuequito, él duró como tres meses muy enfermo, muy grave”, dice.
Población armada... y sometida
Los objetivos del Cóndor, según la generalidad de los testimonios, eran buscar armas entre pobladores, erradicar sembradíos de amapola y extorsionar a pobladores. Las víctimas concuerdan en que antes de los 80, la región se llenó de armas, sobre todo pistolas.
Uno de los métodos de tortura más recurrentes utilizados por los solados, para lograr sus objetivos, era el ahorcamiento; los ahorcaban sin motivo, pero siempre su argumento o lo que cuestionaban a la población era que si dónde estaba la pistola o dónde tenían guardada la semilla de amapola.
Otras de las técnicas utilizadas era lanzar a la gente a “charcos” de agua de desagüe con desechos humanos, en algunos casos utilizaban un paño que mojaban.
Había personas que morían derivado de las técnicas de tortura y represión: “mataban a la gente, pues, de tanta tortura, o después quedaban ahí con esos golpes y fallecía la gente”, cita otro de los testimonios anónimos.
Además de consecuencia de los actos de tortura, el asesinato extrajudicial se realizaba cuando las personas, frente al miedo, corrían.
Esta práctica continuó todavía hasta casi el fin de los años 90, conteniéndose después del asesinato extrajudicial de Mirey Trueba Arciniega, que fue llevado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Anónimo 16, otra víctima de la comunidad tepehuana u ódami en el sur de la Sierra chihuahuense, tenía 28 años de edad y trabajaba arando la tierra con la yunta, cuando un conocido suyo le advirtió de la presencia de militares.
“Déjalo, vuélcalo y pélale al monte, porque están dando agua y están agarrando a las personas”, le advirtió su vecino.
Al pensar que no llegarían al lugar en el que se encontraba, continuó trabajando, pero 20 minutos después vio a varios “guachos” que corrían hacia él. Intentó dejar a los bueyes y correr hacia el monte, pero alrededor de ocho personas lo alcanzaron y le dijeron que entregara la pistola.
“Pues no tengo yo ni pistola, ni, ni nada”, les respondió.
“No, sí tienes. Bueno. Ahorita nos vas a decir”, le insistieron, mientras lo encaminaban a un arroyo con las manos atadas a la espalda; le metían la cabeza al agua, después lo sacaban y le volvían a preguntar: “Ahora sí. ¿ya vas a entregar la pistola?”. “No, pasen a la casa, vengan, búsquenla”, les respondía.
“Mira, te va a costar 500 pesos, nos das 500 y ya no te damos agua”, le dijeron ya en un tono menos agresivo, casi convencidos de que decía la verdad en cuanto a las armas.
Luego le pidieron señalara las casas de la comunidad que sí contaban con armas, pero se negó a hacerlo porque no sabía y porque se atrevió a decirles que las buscaran ellos mismos. Estuvo a punto de morir ahogado otras cuantas veces, de hecho, tras una sumergida terminó casi inconsciente y sólo recuperó el sentido luego de varias patadas en el abdomen, que le sirvieron para sacar el agua.
Para fortuna de Anónimo 16, su tío pasó por el lugar y los soldados cambiaron de víctima. A la primera, el tío ofreció 200 pesos que tenía en su casa, lo acompañaron por el dinero y lo dejaron de molestar, pero siguieron por varias casas del pueblo en la búsqueda de armas.
“Anónimo 16 explicó a detalle la manera en la que sucedió la tortura por parte de los soldados. Dos personas lo tomaban y sumergían la cabeza en el charco, hondo y para “enterrarlo”, le presionaban la cabeza con las botas y daban patadas para poder aplastarlo”, cita el reporte.
“Otro de los pobladores del pueblo compartió su experiencia con Anónimo 16, ya que esta era una práctica recurrente de los soldados.
En su caso “el charco” que utilizaron fue un desagüe de aguas negras, es decir, del paso del drenaje: “No, hombre, pero a ti te dieron agua limpia, me dijo. A mí me dieron agua del, del baño. Estaba en el baño como, así como, como unos 20 metros. Así de retirado. Y de allá tenía tubos. De ahí bajaban el agua, por lo que tiraba del drenaje”, según el relato contenido.
Otras esclavizadas como cocineras
Los pobladores de las comunidades en el municipio de Guadalupe y Calvo fueron víctimas de graves violaciones a sus derechos humanos. En particular, de detenciones arbitrarias, tortura, desaparición forzada transitoria e intentos de ejecuciones extrajudiciales por parte del Ejército y la PJF (Policía Judicial Federal)”, reseña otro apartado del informe.
“Este caso se reconstruyó a partir del testimonio de dos testigos de estos hechos, a quienes llamaremos Héctor y Verónica para salvaguardar su anonimato. Verónica y las mujeres de esta comunidad fueron obligadas a trabajar como cocineras para los soldados de los operativos antinarcóticos”.
Durante entrevista realizada el 30 de agosto de 2023 en la comunidad donde ocurrieron los hechos, las víctimas relataron que en la primavera de 1976 arribó a la comunidad un grupo de agentes federales a bordo de dos helicópteros. Los elementos detuvieron arbitrariamente a hombres que estaban sentados en la plaza.
Héctor recuerda que se metieron a la iglesia para guarecerse y de allí los sacaron. Los federales se los llevaron a Culiacán por aire, recluyéndolos en una instalación militar.
“La detención arbitraria de los hombres en la iglesia del pueblo marcó un antes y un después entre los habitantes de la comunidad. Los agentes federales regresaron a la comunidad y se establecieron temporalmente cerca del arroyo (...) Con la intensificación de los operativos antinarcóticos en la región, los cuales también se realizaron en la noche, los hombres se vieron obligados a salir de sus hogares y esconderse en las colinas y cerros cercanos”, de acuerdo con las investigaciones.
“Algunas personas de la comunidad fueron desplazadas de manera forzada al verse orilladas a dejar su lugar de residencia para escapar de la violencia y sus efectos”.
“¡ La gente andaba muy asustada! ¡Algunos corrieron hasta [otra comunidad lejana]! Otros lejos de las casas, porque tenían miedo”, es el testimonio de Héctor.
Otra población desplazada de manera forzada fue la de los indígenas ódami, vecinos de la comunidad. Los ódami huían de los soldados y los agentes federales, dejando sus casas abandonadas. En una ocasión les quemaron sus viviendas.
Este acontecimiento no fue un hecho aislado, en octubre de 1992, los soldados en campaña permanente en contra del narcotráfico quemaron los hogares de los indígenas.
Verónica narró su experiencia: “Todos los hombres se salían de aquí del pueblo porque tenían miedo a que en la noche vinieran a sus casas y se los llevaran. Todos se salían al campo. Una noche los helicópteros estuvieron sobrevolando y traían unas farolas, se veía como si fuera de día desde arriba. Yo estaba adentro de la casa y se alumbraba toda”.
En la comunidad de donde era originaria Verónica, los agentes federales y el Ejército llevaron a cabo varios operativos. En una de las acciones implementadas por las autoridades fueron detenidos cuatro de sus hermanos, desaparecidos durante semanas, sin que nadie en Chihuahua ni en Sinaloa les pudiera dar razón de ellos a sus familiares.
“[Las mujeres] les hacíamos comida a los militares, mucha comida, hacíamos para darles. En una ocasión el teniente nos ordenaba que les teníamos que dar comida y hacer la comida. Yo acababa de dar a luz a una niña, estaba en cuarentena, así les hacía comida todos los días. Eran muchos militares. La comida la hacíamos en las casas y ahí la dábamos”, relata.
Responsables de las agresiones
El informe final del MEH contiene otros tres casos documentados con entrevistas a víctimas de detenciones arbitrarias, violencia reproductiva (provocaron abortos por agresiones), desaparición forzada, desplazamiento forzado de familias y comunidades enteras, todas bajo la misma lógica de un supuesto combate al crimen; el crimen que era gestionado desde el Estado.
Cita, además de las operaciones Cóndor y Marte, la Pacífico, como otra de las acciones desplegadas por autoridades décadas atrás, sin respeto alguno a los derechos de las personas.
Entre los responsables de dichas agresiones, aparecen en el informe los mandos del Plan DN-PR-I (1975), aplicado prioritariamente en los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa, encabezados por el procurador Pedro Ojeda Paullada (1971 a 1976) y su oficial mayor y coordinador de la campaña antinarcóticos, Alejandro Gertz Manero (1975 a 1976), hoy fiscal general de República (FGR).
Bajo la aplicación del Plan Cóndor I y la subsecuente puesta en marcha de las diversas etapas de la Fuerza de Tarea Cóndor (1977-1987), los coordinadores de la campaña permanente en contra del narcotráfico en la zona 6 y quienes encabezaban los MP federales fueron Carlos Aguilar Garza (1977-1978) y Cruz López Garza.
Por parte de las Fuerzas Armadas y en estricto orden jerárquico los comandantes de la Quinta Zona Militar de Chihuahua, general Félix Galván López (desde el 1 de julio de 1974 al 1 de diciembre de 1976) y el general Juan Arévalo Gardoqui (desde el 1 de diciembre de 1976 al 16 de enero de 1981).