Era ya la tarde oscura, tiempo malo para andar en bicicleta sin luces, y el jovencito llevaba algún sexto sentido para esquivar los hoyancos del viejo camino de tierra. Álvaro llegó a La Junta de los Ríos, donde se fundían en una sola las aguas de las dos corrientes que cruzan la ciudad en diferentes direcciones, y según sus cálculos, pronto tomaría el camino a La Concordia.

Iba por demás entretenido en no matarse contra las zanjas que atravesaban en perpendicular la carreterita y que, sin ninguna luz de farol, constituían un peligro mortal. En los años cuarenta del siglo pasado, era éste un suburbio agrícola en donde los labradores aprovechaban la abundancia de las aguas de albañal que llegaban en el lecho de los ríos unificados.

Allá iba Álvaro, pugnando por llegar vivo a su hogar, cuando se le atravesó un cerdo sin darle más aviso que un gruñido sordo y cortito que provocó que el hijo de campesinos cayera en una de aquellas zanjas tratando de no atropellar al chancho.

Cayó Alvarito con gran estruendo de su bicicleta dañada en su caída contra el duro terreno, y para él todo se oscureció de repente al perder el conocimiento.

Habrá estado ahí más de una hora tal vez, y cuando ya se reponía del accidente y se revisaba por si tenía alguna costilla u otro hueso roto, llamó su atención un ruido de pasos cercanos, y pudo observar contra la luz vanescente del ocaso avanzado, la sombra de alguien que se aproximaba.

El hombre, a quien parecía rodear un misterioso halo de débil luz, saludó al muchacho con una voz ronca de palabras rasposas. Aunque él no lo viera todavía, pudo darse cuenta de que el hombre se había agachado hacia donde él estaba. Repentinamente, golpeó a Álvaro un fuerte viento que llegó de arriba.

Con cada paso que el hombre misterioso daba hacia el interior del hoyo, el viento aumentaba su fuerza, y en ratos parecía el aliento de una fiera descomunal que abría sus fauces para devorar la tierra.

Estaba el extraño ya a un palmo de distancia, y al extender una mano para alcanzar al accidentado, pudo éste ver sus ojos, que eran brillantes como encendidos carbones, y a esta distancia pudo distinguir el azorado chavalo que el cuerpo mismo del recién llegado no era tampoco normal de tan delgado. Era tal vez un espectro, un ánima del más allá, de las que se toman la molestia de regresar para llevarse a los vivos a los infiernos en donde han de faltar moradores.

“Es el ánima del pastor de cerdos”, pensó como un dardo Alvarito, acordándose de la conseja que era muy popular en este traspatio de la ciudad. En efecto, contaban los contadores de embrujos, cuentos de miedo y de encantamientos, que hubo una vez acá por el rumbo de La Concordia, un señor que era dueño de una piara extensa, y que tenía a un viejo tío suyo como pastor de los chanchos, con el único trabajo de que se asegurara de que no se salieran al camino para no ser atropellados por las carretas y los automóviles. El anciano tenía una vista muy defectuosa, y por ello se le dificultaba cuidar bien de los animales. En una ocasión en que varios chiquillos la emprendieron a pedradas contra los marranos, varios de éstos se despeñaron hacia el río crecido y se perdieron para siempre en la corriente embravecida. El propietario del ganado montó en cólera y mató al pobre viejito a garrotazos, habiéndole causado gran sufrimiento en cada golpe que lo despedazaba y lo descoyuntaba.

Desde entonces, menudearon los relatos que aseguraban que el viejo de los chanchos regresaba como fantasma a la vera de este mismo camino.

Alvarito, ni tardo, pero tampoco perezoso, se levantó como movido por resorte, y se perdió corriendo en dirección a Palestina con bríos renovados, sin bicicleta, pero también sin espectro ninguno que lo atormentara.