Dieron las doce en la Catedral, y en el Paseo Bolívar, donde caminábamos, se escucharon muy lejanas las campanadas de aquel reloj tan distante. Pero a mi novio y a mí nos llamó la atención que en el pequeño templo por el que íbamos pasando, se repitiera ese repique como un eco. En efecto, fijándonos bien, en la fachada de Santa Rita no hay ningún reloj con campanas, lo que nos hizo detenernos un rato porque queríamos averiguar de dónde había salido aquel eco misterioso.
“Ha de haber algún reloj de cucú adentro, y fue lo que escuchamos”, me dijo Roberto.
“Pues sí, pero ¿Cómo vamos a saber? Yo por mí, regreso mañana de camino a la Universidad, y ya te platico en la tarde”, le propuse.
Pero mi acompañante se empeñó en salir de la duda en ese preciso momento. “Es que ¿te das cuenta? Es el primer misterio verdadero que me sucede”, argumentó Roberto Valerio, para convencerme de que diéramos el siguiente paso.
Pero el Rober ya estaba en la pesada puerta de madera, y desde allá me hizo un guiño. “¡Estaba abierta!”.
Pues entramos, ¿ya qué? Y sólo había una lucecita en un altarcito que de lejos no distinguí a quién estaba dedicado.
Rápidamente inspeccionamos el lugar, ningún reloj de cucú estaba visible en toda la nave del templo, pero a mí me pareció haber visto una sombra que pasó por enfrente del cirio que dejaron encendido. La sombra se proyectó sobre los muros del altar, y un fuerte ruido hizo que retumbaran con acordes macabros varios instrumentos de cuerda que descansaban en el rincón.
En el lugar de donde partió el estruendo, según nos acercamos, lentos y con un susto tremendo, miramos que algo se movía, como un animal acorralado.
Era, lo que se dice, un lindo gatito. Negro, chiquito.
Quise agarrarlo, tomarlo en los brazos y acariciarlo para que se tranquilizara, el gato, pero se me escabulló. Ante nuestros ojos, el gatito se transfiguró, creció de manera anormal hasta convertirse en un felino formidable parecido a una pantera. Destacaba su musculatura poderosa y sus miembros terminados en filosas garras, y tan amenazante nos pareció, tan sobrenatural, que lo único que atinamos a hacer fue huir a toda velocidad.
Yo regresé al día siguiente a media mañana, y ahí estaba ya Roberto mi novio, sin habernos puesto de acuerdo. “Yo creo que aquí hay un tesoro, y que el gato es el guardián. Mira, traje un pico y una pala chicos, para escarbar”.
De poco me valió portarme prudente y recomendar prudencia, que eso no valió para vencer la terqueza de mi novio. Trancamos la puerta principal para evitar que nos sorprendieran.
Escarbamos rápido después de haber removido una losa de cantera, y casi de inmediato un olor a podrido nos golpeó el olfato. Había entre la tierra una capa de gusanos.
“Son larvas de mosca, como las que se comen a los cadáveres”, me dijo Roberto.
Seguimos hacia abajo conforme hacíamos a un lado a las asquerosas larvas que se alimentaban de algo en descomposición. A treinta centímetros de la superficie encontramos el cadáver putrefacto del gato, y ahí mismo decidimos volver a tapar todo, no fuera que el guardián del supuesto tesoro nos agrediera y muriésemos nosotros, víctimas de la más terrible maldición.
Supimos después que en el barrio corre una leyenda acerca de que en Santa Rita hay un entierro de una carga de monedas de oro, y que nadie conoce el paradero de tal tesoro. Pero a nosotros no nos importa, preferimos seguir viviendo.