A todos en aquel grupo de mineros que se juntaba en las noches para beber y jugar cartas, les intrigaba que su amigo Bernardo se despidiera de ellos tan temprano y los dejara alrededor de la fogata.

Les decía, como única explicación: “Bueno, ahí vengo, ya llegó esta vieja”.

Pero algo misterioso había en aquellas entrevistas de Bernardo, porque, en primer lugar, todos sabían de sobra, que en aquellos parajes desérticos no había ni un ranchito, ni un caserío, ni nada, por lo menos en 60 kilómetros a la redonda. ¿Cómo hacía una mujer para visitarlo cada noche, y regresarse en una hora? Ni siquiera el tren industrial, que llegaba a las inmediaciones de esta planta de procesamiento, contaba con corridas durante la noche. Cualquiera de ellos hubiera dado todo lo que poseía, por tener una aventura amorosa en aquellas soledades que se podían prolongar en ausencias de años completos.

La respuesta estaba tal vez -así empezaron a especular- en el ulular de la lechuza que se escuchaba siempre inmediatamente antes de que Bernardo partiera con rumbo al cuarto de la dinamita, a su “nido de amor”, como él mismo lo llamaba. Aquello tenía una gran regularidad, como si estuviera cronometrado, se fijaron los curiosos hombres. Todo se repetía de acuerdo a un patrón: lo primero era la blanca figura de la lechuza que pasaba volando alto por sobre la cabeza de los hombres, y su canto lúgubre. Enseguida, a toda prisa, Bernardo se incorporaba, buscaba su chamarra, se encasquetaba su sombrero, y se despedía con su invariable: “Bueno, ahí vengo, ya llegó esta vieja”.

Lo más curioso era que el amante nunca hablaba de la mujer con la que se relacionaba, cosa rara entre hombres solos y tan cercanos.

“No sea curioso, amigo, cada quién tiene lo suyo”, evadía así siempre una respuesta concreta.

Todo en Química del Rey transcurría normal durante el día. Cada quien se dedicaba a lo suyo: los limpiadores, los cargadores, los envasadores, los que transportaban la sal de piedra a la molienda, los capataces, los administrativos... Acá, de este lado, por la noche, los mineros aprovechaban una vieja piedra de molino, circular, que usaban como mesa para sus juegos de cartas.

Al calor de las lumbradas, aquellos esforzados obreros recuperaban parte de la vida que dejaban al patrón con cada hora trabajada en las minas de sal, y tal vez por ello dejaban a Bernardo hacer como quisiera. Sin embargo, la visita de la novia misteriosa intrigaba tanto a los jugadores de cartas, que un día nadie rechazó la proposición que hizo uno de ellos, de ir a espiar al amante fiel. Las rendijas entre láminas del depósito de explosivos, dejaron ver a los curiosos una escena que para muchos era irreal, por lo natural: se trataba en efecto, de una bella mujer de cabellos largos la que amaba a Bernardo y la que lo visitaba noche tras noche. En esa ocasión se sucedieron frente a la improvisada mirilla siete pares de ojos, y cada uno abandonaba el puesto de observación más extasiado y más maravillado que el anterior.

La belleza de la joven era poco común, y quién sabe qué hubieran dado por cambiar lugar con Bernardo.

Pero al cabo de un rato, la sucesión de ojos se dio cuenta de que la juventud y la lozanía de la mujer se convirtieron en arrugas y deformidad: el cuerpo se le encogió, los miembros se transmutaron en garras y alas, la cabeza perdió la cabellera que tenía apenas un momento antes, y en general, la mujer tomó la forma y las proporciones de una lechuza blanca de grandes ojos. El pajarraco desplegó las alas y remontó su vuelo hacia la luna, no sin antes despedirse con aquel “ujú—ujú”.

Nunca más, uno solo de aquellos mineros curiosos regresó a espiar el acto de amor de Bernardo y la bruja que viajaba en la forma de una lechuza, desde alguna ignota guarida hasta Química del Rey, Coahuila. Nunca más Bernardo fue interrogado sobre su secreto.