“Mejor muero aquí que regresarme a Honduras...”, dice Óscar, quien carga una mochila y dos cobijas enrolladas como si fueran maletas, con algo de ropa para su esposa y su pequeña hija. Aunque no se ha puesto a hacer cuentas, lleva más de dos mil kilómetros de un viaje que comenzó hace unas tres semanas desde su entrada a México por Chiapas.
Llegó a Chihuahua de aventón desde Camargo, a donde había arribado después de viajar en tren y un tráiler que los trasladó desde el centro hasta el norte del país, junto con otras familias migrantes que fue topándose en el camino.
“Es que no sabes, igual allá andamos hule (sin dinero, en la pobreza) todos los días, pero no podemos echarnos para atrás. Está macizo aquí el clima, los problemas, pero al menos tenemos la esperanza de llegar con otros familiares (en Estados Unidos)...” comenta.
Es de un pueblo llamado San Ignacio en su país natal, donde no hay qué sembrar ni qué comer. No encontró trabajo durante más de un año que lo estuvo buscando, después de haber sido despedido de una granja agrícola de otro poblado en la que había laborado los últimos cinco años.
Mientras estaba desempleado y buscando qué hacer para sobrevivir, su familia se alimentaba de los pocos huevos que podían tener con unas cuantas gallinas y algo de dinero que de vez en cuando conseguía.
Sus primos que trabajan indocumentados en Estados Unidos lo alentaron a tratar de cruzar, aunque no le advirtieron que en el viaje iba a enfrentar policías y delincuentes que durante todo el trayecto lo han acosado de mil maneras.
“Aquí los chepos (policías o militares) están igual que allá... No te voy a decir qué chido está México, pero no está peor que de donde venimos... de perdida tenemos esperanza, hermano”, señala al cortar la conversación para buscar dónde instalarse en el campamento migrante de la Juan Pablo II y llevar a su pequeña al baño, mientras su esposa limpia un pedacito de terreno en el lote adornado con cientos de casitas de campaña.
Es Jueves Santo por la tarde y acaba de llegar personal de una organización civil a traerles folletos con información de los peligros de viajar por el desierto y unas barras alimenticias que se acabaron volando entre las personas, muchos niños y niñas, que se arremolinan en los vehículos que acuden con algo de apoyos.
La escena se ha vuelto típica en este sector de la ciudad desde hace más de dos meses, que luce repleto de migrantes que llegan y se van, pues están aquí de paso en lo que encuentran la forma de continuar su camino hacia el norte. A la antesala del cada vez más complicado sueño americano.
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La historia de Óscar no es sólo una más de las miles que pueden contarse en medio de esta crisis migratoria que lejos de ser atendida fue ignorada por el principal responsable de su gestión, el Instituto Nacional de Migración, dependiente de la Secretaría de Gobernación.
Su historia personal y familiar es el reflejo de la visión, las necesidades y los deseos de los migrantes que han arribado a Chihuahua, expulsados de su país por mil factores posibles, hacinados en México pero con la vista fija en su viaje hacia el norte.
Es el reflejo de la naturaleza humana más básica, que motiva a la búsqueda de la subsistencia; él es reflejo de la necesidad y el deseo de una vida mejor, que difícilmente será contenido con una beca del Bienestar para migrantes de 11 mil pesos por seis meses, como el nuevo programa de la administración de Andrés Manuel López Obrador.
La expresión de Óscar de que prefiere la muerte a regresar a su país muestra el punto más crítico de la situación, con la frontera sur mexicana abierta a la entrada indiscriminada de personas, como parte de una política humanitaria nacional, pero sin el complemento de una política de atención interna.
Hace falta más que una beca para tratar de forzar el regreso, porque la necesidad y la voluntad de migrar es casi imposible de combatir, lo que hace más peligroso el fenómeno por la gran cantidad de factores de riesgo existentes, sanitarios, económicos, de seguridad, en los campamentos y los trayectos que emprenden los migrantes, a pie, de aventón o sobre el tren.
Nada de medidas de atención han sido vistas en estas dos semanas consecutivas de una crisis migrante agravada, que ocurre justo en el marco del primer aniversario de la tragedia en la estación migratoria de Juárez, donde murieron 40 personas en un incendio el 27 de marzo de 2023.
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El pasado jueves, cuando era reportada la instalación de otro campamento, ahora al norte en las inmediaciones de la deportiva José “Pistolas” Meneses, el presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, Néstor Armendáriz, dio vista de la situación crítica de casi dos mil personas al INM.
También mandó oficios a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, otra instancia que ha lucido por su ausencia e inmovilidad ante un fenómeno que hace meses pasó de ser una crisis migratoria a ser una crisis humanitaria.
La inspección de la instancia estatal, que se ha sumado a Seguridad Pública Municipal, Desarrollo Humano, Cruz Roja, Secretaría de Salud y otras dependencias locales que han tratado de atender el problema, pudo detectar la insuficiencia de baños, los riesgos que representan las fogatas, la falta de alimentos, el polvo excesivo y las condiciones generales de vida.
Niñas, niños y mujeres embarazadas son la población más vulnerable en medio de estos campamentos de migrantes, a los que lejos de esa calidad de indocumentados, debe empezar a vérseles como personas.
Esto es lo que no ha hecho la Federación, reconocerles como personas, más que como unos entes migrantes sin alma ni espíritu; como simples cosas. La prueba está en la nula respuesta del INM o de cualquier otra dependencia federal, incapaces de dar un trato humano a la población mexicana, ni se diga a la extranjera que llega a México de paso.
La incapacidad municipal y estatal no es sólo económica para atender este desastre humanitario. Jurídicamente, son federales las facultades para buscar retornos o facilitar el tránsito de los migrantes, entre otras alternativas que deben revisarse, ante esta realidad de que es muy difícil convencer a las personas de no migrar, cuando están sentenciadas a la pobreza en sus países de origen.
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Apenas la semana pasada dábamos cuenta de las tragedias que se han presentado desde la instalación improvisada del primer campamento, originada por la falta de capacidad de los albergues de asociaciones que antes podían atender voluntariamente a algunos grupos.
Los atropellos del ferrocarril y la volcadura donde murió un padre de familia, cuyo hijo y esposa permanecen en hospitales estatales sin haber superado el peligro, pueden ser la antesala de mayores tragedias por la gran cantidad de gente que vive por días y semanas enteras en el hacinamiento y el riesgo de viajar en medio del hostil territorio chihuahuense.
Ahora tenemos los reclamos que empiezan a surgir por posibles delitos o faltas administrativas atribuibles a los extranjeros que viven y viajan en la miseria, lo que puede disparar el enojo social y comunitario contra quienes, hay que insistir, antes de ser migrantes son personas, personas en una condición especial de vulnerabilidad en la que nadie quisiera estar.
Los riesgos a la salud por la falta de higiene, por el uso de leña y las “marranitas” de gas a unos metros del fuego; por los niños y adultos que invaden las calles y las carreteras en su peregrinar al norte, vienen a sumarse a la inseguridad y criminalidad que existe alrededor del fenómeno migratorio.
No hay una solución a la vista mientras no exista voluntad federal para buscar alternativas necesarias y obligadas si la determinación es la de mantener abierta la frontera sur. Si así va a ser, lo cual es plausible por honrar la tradición humanitaria mexicana, entonces debe haber una política complementaria de atención a los migrantes en territorio nacional.
Es urgente. La explosión en la capital con dos grandes campamentos de extranjeros desde enero a la fecha, además de incontables asentamientos más pequeños de forma paralela a la carretera a Juárez o a las vías del ferrocarril, ya no es una sino muchas bombas de tiempo.