Fue en una plática casi como de cantina donde uno de esos morenos críticos pero prácticos -los que se quejan y a la vez aceptan la adquisición de expanistas y expriistas arribistas- expuso la realidad que percibe la militancia guinda sobre el pleito de su bancada llevado hasta los tribunales electorales.
Partió de la idea de que la diputada presidenta del Congreso del Estado, Adriana Terrazas Porras, resultó notoriamente más inteligente que el resto de los integrantes del grupo parlamentario coordinado por Cuauhtémoc Estrada, sentenciado por violencia política de género, aunque luego provisionalmente perdonado por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).
A Estrada Sotelo y sus otros ocho compañeros no los bajó de ser “unos pendejos” que acabaron arrinconados por una de las suyas, con la que fácilmente pudieron negociar una salida al conflicto iniciado en agosto de 2022, sujetos a la tesis sustancial de la praxis del oficio: en política, en cada decisión, nadie pierde todo ni gana todo.
Imposible identificar la fuente de tan elegantes expresiones pues, aunque son verdades públicas y conocidas las que dice con suma claridad, prefiere no ser blanco de ataques ni factor de mayores divisiones de las que vive el sectario partido al que ni los triunfos electorales lo han hecho evolucionar.
La politiquería, desde ese punto de vista, avanzó a una denuncia formal por violencia política que terminó evidenciando la tibieza promorenista de los magistrados del Tribunal Estatal Electoral (TEE), Roxana García y Gabriel Sepúlveda, principalmente.
Todo por esos “pendejos” que en tres años de la legislatura no han logrado sacar con éxito ni uno solo de sus objetivos parlamentarios o políticos; porque no han logrado imponerse en el terreno de las ideas para generar mejores leyes ni han podido dinamitar las estructuras de poder de sus adversarios, para que su mensaje penetre en los sectores sociales.
El pleito interno de la bancada morenista evidenció no sólo a los tribunales, sino a los propios legisladores y legisladoras, sometidas al capricho de imponer a un hombre como presidente del Congreso en vez de una mujer a la que las otras fuerzas políticas consideraban institucional, pero los morenistas una traidora empoderada.

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Dilucidar la existencia o no de las infracciones a la Ley General para Prevenir y Sancionar la Violencia contra las Mujeres corresponderá a esos tribunales que confunden el derecho parlamentario con el electoral o que juegan al ping pong con las sentencias, al fin que los juzgadores que los componen no tienen consecuencia alguna de sus resoluciones, por más surrealistas que sean.
No pasa a segundo plano la violencia que denunció la diputada Terrazas Porras, pero es necesario echar un ojo a los entresijos del problema que inició cuando la legisladora juarense decidió -tras un acuerdo con el PRI y el PAN bajo la mesa, donde la real politik es ejecutada- asumir como presidenta del Congreso.
A la bancada morenista, donde conviven tres o cuatro grupos políticos, la unió esa decisión de la expriista pero la unió para oponerse, para enfrentarse a la mayoría que conformaron sus aliados ante una eventualidad que se decide con los votos del Legislativo.
Cada bancada sabe bien cuántos votos tiene, cuánto vale, cuánto pesa, pero los morenistas cerraron los ojos a la realidad que tenían enfrente y, como cada cosa que han emprendido en tres años de la legislatura, optaron por un fracaso absoluto en vez de una derrota a medias, cuando menos.
Cerrados a negociar, renegaron de la imposición que recetan las mayorías, imposición igual a la que las mayorías morenistas han recetado en San Lázaro en temas tan cruciales como reformas a leyes secundarias que pasan como constitucionales o tan aparentemente frívolos como la conformación de una Mesa Directiva.
La oportunidad de un acuerdo a partir de la realidad de que las minorías no toman decisiones, pero sirven para construir mayorías, fue echada por la borda. Ganó el berrinche, el pleito; de ahí vinieron los insultos, señalamientos, actos de acoso que documentó la morenista denunciante de violencia política.

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La valoración del conflicto a posteriori, en esa visión morenista práctica, es clara en cuanto a que el PRI y el PAN nada tenían que perder con una militante de Morena como Adriana Terrazas a la cabeza del Legislativo. Además, tenían mucho que ganar ante la posibilidad de una fractura del grupo, de por sí atomizado.
Sin agenda legislativa, sin visión estratégica para reorientar normas o presupuestos, sin brújula y sin rumbo, la bancada coordinada (es un decir) por Cuauhtémoc Estrada pudo haber limitado sus pérdidas apostándole también a la mujer, así fuera de dientes para afuera, con la hipocresía que campea en todas las sedes del poder.
En vez de eso, amachado y chamaqueado como en otras tantas ocasiones en que tomaba atole con el dedo, Estrada Sotelo llevó a sus compañeros a ser señalados por violencia política, infracción que ha servido, cuando menos, para limitar a los machitos de lengua larga que se emocionan con los micrófonos enfrente.
Así fue sostenida la irreductible postura de proponer a un hombre, Benjamín “Benjamón” Carrera, como presidente del Congreso, por el divino derecho del patriarcado, presentado como un dizque acuerdo político interno de la bancada.
Terrazas Porras no cedió a la presión, respaldada por la mayoría previamente armada del PAN y el PRI; incluso algunas mujeres de la misma bancada morenista trataron de apoyarla al principio, pero fueron doblegadas por otra realidad práctica y conocida hasta en Morena: en política todos los perros tienen correa y dueño.
La morenista expriista, rechazada visceralmente por los suyos, asumió como presidenta y desató el errático comportamiento del coordinador del grupo y los otros más que, sumados a la causa perdida, le dijeron traidora o vendida, la ridiculizaron en público, le impidieron su ingreso a reuniones y eventos del partido, etcétera.
Todo fue por el atrevimiento de hacer política, de esa que se hace en el Congreso, en los partidos, en el Senado o en Palacio de Gobierno, en la Cámara de Diputados y hasta en Palacio Nacional, aunque luego algunos se den golpes de pecho como si en vez de políticos fueran angelitos.
Si el espectáculo dado por los morenistas en este pleito es lamentable, no es menos el que han dado, con su tibieza para resolver, el TEE y el TEPJF. Han resultado ineficientes y deficientes para sentenciar un conflicto que, en comparación con los grandes retos que plantea la democracia, es nada, es irrelevante.

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Sin demérito de los motivos que llevaron a la diputada denunciante a quejarse de manera formal ante el Instituto Estatal Electoral, donde inició el procedimiento sancionador, fue un asunto político y parlamentario el que terminó saliéndose de control para luego llegar al lavadero de manos de los magistrados.
El TEE resolvió que eran existentes las infracciones denunciadas, pero los dos magistrados que impusieron su visión cambiaron el proyecto original de sentencia, planteado por el magistrado Hugo Molina, para exculpar a ocho diputados y cargarle el muerto únicamente al coordinador.
Además de tibieza, hay morenistas que intuyeron desde antes filias y fobias de los juzgadores en una decisión que, en realidad, nunca debió haber llegado hasta sus manos, no por falta de competencia jurídica, sino por elemental sentido común.
Luego vino la revisión de la Sala Regional Guadalajara del TEPJF en esta semana, para agregarle tiempo a la agonía, ambigüedades y coscorrones a la sentencia de la justicia electoral estatal, indicándole unos cuantos aciertos de su resolución y el doble de deficiencias que lo obligan a sentenciar de nuevo.
No exoneró la resolución de la justicia federal a Estrada Sotelo ni tampoco inculpó a los demás, simplemente dejó en el aire hasta por 10 días hábiles más el nuevo estudio de los hechos, quitándole cierta carga tanto a las pruebas de la denunciante como a las de los acusados, a fin de que haya una dictaminación diferente.
Persiste la idea de que las infracciones contra Terrazas Porras son existentes; hay delito qué perseguir, dirían los penalistas, y por lo tanto hay uno o varios responsables, pero en la esfera del derecho electoral, a donde tal vez nunca debió caer ese caso, gana la tibieza de los resolutores.
Si es costoso para la bancada morenista este episodio que los presenta a todos como violentadores de una de las suyas, más lo es para los ciudadanos que ven cómo gastan el presupuesto los tribunales electorales y los legisladores. Todo por unos... diputados que hacen política con el estómago.