No al nepotismo, bueno, en el gobierno, no en Morena

Desde muy joven me interesé por el país. No me adentré en los eventos de 68 porque los noticieros televisivos no dieron cuenta de ellos, los periódicos los minimizaron y yo era un niño con menos de diez años de edad.
Pero ya entrado en la pubertad veía los interminables informes de Luis Echeverría, fui testigo del ascenso al poder de José López Portillo de quien escuché, al final de su terrible sexenio, la estatización de la banca en 1982. Me “conmovió” su llanto aplaudido por la prensa palera. Vi el traspaso del cargo a Miguel de la Madrid. Fui testigo de cómo la entonces oposición -encabezada por Porfirio Muñoz Ledo- interpeló al presidente quien, mientras las transmisiones televisivas congelaban la imagen y apagaban el sonido, permanecía impávido. Pero encendí la radio y escuché los insultos y consignas entre oficialistas y antagonistas.
Observé la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari quien entre rugidos protestó cumplir y hacer cumplir bla bla bla… En el devenir Ernesto Zedillo tomó la batuta y ordenó la captura del hermano incómodo. Luego, con gran calidad moral, histórica, política y patriotismo, reconoció el triunfo de Vicente Fox a quien le entregó la banda presidencial. Este hizo lo propio con el hijo desobediente Felipe Calderón quien protestó el puesto con una estrategia digna de una profunda lectura de El Arte de la Guerra de Sun Tzu (“El arte de la guerra es el arte del engaño”) ante una oposición violenta fiel a AMLO que atrancó las puertas de San Lázaro con curules. Calderón cedió la presidencia a Enrique Peña Nieto y este a su vez a Andrés Manuel López Obrador.
Siempre noté un común denominador: Apenas si se volteaban a ver, así el presidente saliente hubiese designado a su sucesor, los veíamos saludarse “afectuosamente” obligados por el protocolo. No importaba que fuesen del mismo o de distinto partido. Si se les dedicaban palabras al desde ese momento el “ex”, era para consumar cierta cortesía. Pero al despedirse no se escupían porque ¡sabe Dios!
Pero lo ocurrido el día de ayer es inaudito e históricamente sin precedentes. Veremos las estadísticas, por unas cuantas palmadas se le aplaudió más a Claudia que a Andrés aunque era una fiesta para ella. Pero, los vítores, porras “es un honor, estar con quien ya sabes quién” se dejaron oír. “No te nos vayas” se escuchó por ahí; y recordemos que el pueblo manda. Difícil saber si Claudia –la llamo por su nombre porque todavía no se gana el título de presidenta- está plenamente convencida del humanismo mexicano, de la cuarta transformación y de su segundo piso que construirán las mujeres. Pero si le creemos, hereda un México próspero, seguro y pacífico ¿o será que Sinaloa (con sus más de cien fallecimientos en las últimas semanas como consecuencia del enfrentamiento entre bandas delictivas) y Guerrero (con su treintena de cadáveres en Acapulco) ya no pertenecen a la República Mexicana? La señora ve el México a través de los ojos de su mentor. Si analizamos su primer discurso desde la más importante tribuna del país, nos preguntamos “¿Para qué necesitamos presidencia?” si todo está excelente, tan tranquilo, con una economía in crescendo, con un sistema de salud casi perfecto, con un empoderamiento femenino histórico, entonces, seguimos viviendo en el mejor de los mundos posible.
Llamó la atención que no nombró a cada uno de los más de ciento cincuenta representantes de países invitados a la toma de posesión. ¿Por qué escogió a unos y excluyó a otros?
Nunca había visto un continuismo tan descarado y abierto; tan engreído y desvergonzado. Al menos la hubiera disimulado. Debió decir “el cargo que el pueblo me confirió…” y haber volteado hacia su tutor y guiñarle el ojo. Pobre México, más de lo mismo por tiempo indefinido.
Mi álter ego está feliz ¡no más mañaneras! Aunque me pagaran un muy buen sueldo por decir estupideces dos o tres horas diarias, no aceptaría. Y es que yo sí batallaría.